– Es posible que no recuerde bien, pero me parece recordar que Ettore dijo que esa mujer que le proporcionaba la droga a su amigo no era realmente una mujer. – Lo miró fijamente. – ¿Comprende usted?
Sí, comprendía. No era difícil. Podía ser un detalle importante, y también podía ser una tontería.
– ¿Recuerda algo más? – insistió.
Ella intentó aún rescatar del pasado algún recuerdo particular de aquélla ocasión, pero la memoria callaba: no había nada más.
– No recuerdo nada más – repuso con tristeza, como si se sintiera culpable por aquella falta de memoria.
– Gracias – dijo Duca -. Me ha sido usted muy útil. Espero no tener que volver a molestarla.
– No se preocupe. Quisiera ser útil a la justicia – dijo burocrática.
Duca bajó a la calle y, en el frío intenso y la niebla, llegó al coche donde Livia le esperaba al volante. Se sentó a su lado.
– ¿Hay algo de nuevo? – preguntó ella, poniendo el coche en marcha.
Duca sacudió la cabeza.
– Muy poco – respondió.
8
Muy poco o casi nada. Estaba descubriendo, una tras otra, diversas mujeres relacionadas con los muchachos asesinos: una jovenzuela que trabajaba en su casa con una overlock, amiga de Federico dell'Angeletto; una yugoslava traductora e intelectual, deseosa de conservar la propia virginidad, amiga de otro de los muchachos, Ettore Ellusic; y ahora se trataba de encontrar a una doctora que proporcionaba una droga a otro de aquellos muchachos, no identificado, y esta mujer tenía unos cuarenta años e inclinación por las mujeres. No sería fácil encontrarla, aunque fuese un tipo interesante. Fuera como fuere, en torno a aquellos once muchachos había diversas mujeres, y una de ellas tenía que saber la verdad.
– ¿Qué crees que pueda hacer ahora? – dijo ironizando de sí mismo, mientras Livia conducía suavemente entre la niebla -. Para cada chico hay una mujer joven y otra vieja, y acaso alguna otra, y al final nos encontraremos con docenas de mujeres alborotadoras que sólo producirán confusión.
– ¿Por qué dices esto? -preguntó Livia un poco fría.
– Porque quisiera mandarlo todo al diantre. No hay duda de que la maestra fue asesinada por esos muchachos. Los menores se quedarán encerrados en el reformatorio, a los mayores se les procesará. ¿Qué estoy buscando realmente? Nada. Aún cuando encuentre al que lo ordenó, al instigador de este asesinato, ¿qué cambia las cosas? Nada.
Ella había parado el coche ante un semáforo en rojo. Todavía con frialdad dijo:
– Cambia en que habrás descubierto al verdadero culpable. Has dicho que esos muchachos, por corrompidos que estén, no hubiesen podido cometer un asesinato semejante, si no hubieran sido impulsados y guiados por una persona consciente y sádica.
– Sí, lo he dicho y sigo pensándolo – contestó Duca -. Pero es sólo una teoría mía que podría resultar infundada. Corro el riesgo de hacer durante semanas y semanas indagaciones inútiles, para descubrir luego que estaba equivocado.
Nunca habría podido decirle que aquella mañana, desde que se había despertado, estaba pensando en la pequeña Sara y se sentía muy cansado. El zapatito de lana de la niña, ¿dónde estaría? ¿Estaría aún en el bolsillo de su traje o acaso Lorenza lo había encontrado y recogido?
– Cuando descubras que te equivocaste entonces podrás dejarlo – dijo Livia -, pero no antes. O no hagas de policía y dedícate a otra cosa.
Razonamiento indiscutible, pensó Duca. La señorita Livia Ussaro solamente hacía razonamientos que no tenían discusión. Si él estaba haciendo de policía había de continuar las investigaciones, y si no quería hacerlas debía cambiar de oficio. Se pasó una mano por los ojos para apartar la imagen de la pequeña muerta, se recobró v dijo bruscamente:
– Vayamos ahora a ver a una de las asistentas sociales de esos muchachos. Hasta ahora nadie las ha interrogado.
Le dio la dirección: la asistenta social Alberta Romani, de cuarenta y ocho años de edad, vivía en la calle Monza, precisamente al principio; la niebla atenuaba los rumores del tráfico, pero el zumbido de los numerosos coches que pasaban por allí hacía igualmente vibrar el aire, no sólo de la calle sino del apartamiento donde vivía la asistenta social Alberta Romani, y donde ésta los recibió, no muy amablemente, pero sí correcta, mirándolos claramente como intrusos no gratos, y los claros visillos de la salita donde los recibió ondeaban un poco no sólo al soplo del aire que se filtraba por las ventanas, sino también por el convulsivo zumbido del tráfico.
– Sí, lo suponía: policía – dijo la asistenta social, casi irónica, hundida en la butaca -. No comprendía por qué no me habían llamado en seguida, y empezaba a preocuparme. – Tenía una cara muy avejentada, cetrina, de enfermo hepático y de menopausia, pero acaso de joven debió de haber sido una hermosa muchacha. – Pero por fin ha venido, hasta con la auxiliar.
Ni Duca ni Livia sonrieron. Sonreír es un lujo que los policías oficiales u oficiosos como Livia no se pueden permitir. Duca dijo:
– Deseaba hacerle sólo unas pocas preguntas.
– Diga.
La asistenta social encendió un cigarrillo, aunque era evidente por su rostro que el médico hacía años le había prohibido fumar.
– En primer lugar deseaba saber cuáles son los muchachos que gracias a su intervención fueron inscritos en la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni.
– Es muy fáciclass="underline" todos – respondió ella aspirando golosamente el cigarrillo.
– ¿Los once?
– Para mí todos son dieciocho – dijo amargamente -. Yo aconsejé dieciocho. Me rechazaron siete, y naturalmente eligieron a los once peores.
Duca asintió. Realmente los peores. Dijo:
– Pero hay otras dos asistentas sociales en el barrio.
Alberta Romani se encogió de hombros.
– La jefe soy yo. Las dos señoritas a las cuales usted ha aludido dependen de mí, y no pueden dar juicio alguno o hacer propuestas. Me ayudan simplemente en mi trabajo.
No había peligro de matices incomprensibles o misteriosos equívocos en lo que decía la asistenta social, pensó Duca.
– Entonces usted conoce ciertamente a todos los muchachos que ha recomendado para que fuesen inscritos en la escuela nocturna.
– No los conozco mucho – dijo ella -, pero evidentemente más que su madre o su padre.
Tampoco esta vez ni Duca ni Livia sonrieron.
– Comienzo con una pregunta muy vaga y acaso inútil. Entre esos once muchachos, según usted que los conoce, ¿cuál es el peor?
– Es una pregunta muy difícil – respondió la mujer -.
¿Cómo puedo decir quién es el peor? Son todos uno peor que el otro, y sin embargo todos son recuperables.
– Siempre hay una cosa peor que otra – replicó Duca -. Usted conoce a esos muchachos y usted puede decírmelo.
La asistenta social Alberta Romani sacudió la cabeza. Aquella cara tan marcada, amarillenta, enfermiza, pareció iluminarse por dentro, e incluso la voz de la mujer se hizo cálida y perdió el tono cortante anterior.
– No, no es así. No existe un peor. Usted no conoce a esos chicos, ignora lo que tienen dentro. Usted es un policía y sólo ve las cosas que hacen esos muchachos: beben, juegan a los juegos de azar, tienen enfermedades venéreas, se hacen mantener por mujeres mayores y van a la caza de viejos no normales. Usted ve sólo estos hechos; usted no ve lo que ellos desearían ser. Se lo repito: lo que desearían ser. La policía no se interesa por estas cosas. Pero ¿sabe lo que desearían ser? No se lo imagina. Uno de esos muchachos, acaso el peor, según su concepto de "peor", ¿sabe lo que me ha pedido?
Duca la interrumpió bruscamente:
– Quiero saber el nombre de ese peor, antes de que me diga lo que le ha pedido.
Todavía con mayor brusquedad la asistenta social le dijo:
– No se lo diré; no hay peores entre mis muchachos. Son chicos que podrían ser útiles a la sociedad, mucho más que tantos hijos de ricos que obtienen su título universitario y luego no hacen nada con él. Usted no los conoce, no puede conocerlos; usted no ha hablado con ellos como yo lo he hecho. Usted ha investigado, no ha sido su amigo: un policía no puede ser amigo de nadie, o no será un buen policía. Yo, en cambio, he hablado y ellos me han dicho lo que realmente tenían dentro, y ese muchacho me dijo: "Señora, yo quiero aprender a escribir las palabras de las canciones. ¿Sabe?, de vez en cuando se me ocurren muchas palabras y me gustaría hacer este trabajo, incluso porque se gana mucho, ¿verdad, señora?" Y para que pudiese escribir las palabras de las canciones sin faltas de ortografía, recomendé su inscripción en la escuela nocturna. ¿Es un asesino este muchacho que prácticamente quiere escribir poesías aunque las llame "palabras de las canciones"?