Duca hubiese querido decir que también los peores delincuentes tienen algún gusto delicado. Algunos son vegetarianos y no comerían pajaritos fritos ni aunque los torturasen, pero matan a su madre o a su mujer. A otros les gustan las flores, las cultivan amorosamente, ganan el primer premio en cualquier certamen de floricultura, pero por la noche maltratan niños y luego los matan. Pero no dijo nada, no detuvo aquel alud de palabras y emociones que era Alberta Romani, la asistenta social. Advertía que no sería inútil escuchar su dispersa fraseología.
– ¿Y es un asesino otro muchacho – continuó el alud con voz alta, pero un poco temblorosa por la emoción – que vino a traerme su dinero (es posible también que lo hubiese robado) y me pidió: "Señora, quiero inscribirme en el Touring Club; quiero recibir la revista "Le Vie del Mondo" que habla de tantos países lejanos a los que quisiera ir, pero he estado en el reformatorio y acaso no suscriban a quienes han estado en el reformatorio. Hágalo usted, señora, y luego me entrega la revista"? ¿Es un asesino éste a quien hube de explicar que aunque hubiese estado en el reformatorio podía leer "Le Vie del Mondo"? ¿Es uno de los peores? ¿Y es un asesino ese otro muchacho enfermo de tuberculosis pulmonar, que tiene miedo de morir cuando esputa sangre, y en lugar de ir al ambulatorio viene a verme porque a mi lado no tiene miedo de morir? ¿Es un asesino?
Duca levantó una mano para hacerla callar.
– La maestra ha sido asesinada por esos once muchachos. Esto está fuera de toda duda aunque los once lo nieguen. Y el que mata es un asesino. Pero acaso tengan un atenuante: alguien, adulto, consciente y responsable, deseando matar a la maestra, los impulsó a matar. Ésta es mi idea, y he venido a hablar de esta idea más que a interrogarla.
La asistenta social aplastó la colilla de su cigarrillo en el plato de la taza de café que tenía delante. Tenía los ojos bajos y su expresión se había endurecido de pronto.
– Explíqueme mejor esa idea – dijo.
– Desde luego – contestó Duca. Era un placer hablar en seguida con una persona que comprende en seguida -. Creo que sus once muchachos son auténticos delincuentes, verdaderos criminales, pero me parecen incapaces de organizar por sí solos con tanta precisión y sutileza ese terrible safari con su maestra. Son demasiado ignorantes para un homicidio de esa naturaleza, y para organizar la línea de defensa que han organizado y que permitirá a los jueces, con la excusa de su minoridad, hallar atenuantes de ambiente: miseria, alcoholismo y enfermedades, e imponerles condenas mínimas, risibles. Dentro de unos años todos estarán en libertad, y le aseguro que serán pocos años. Y todo esto no puede haber sido ciertamente ideado por esos jóvenes brutos semianalfabetos que usted defiende con tanto calor. Hay alguien – Duca se levantó y se dirigió al otro lado de la estancia, cerca de la ventana -, hay una persona, amiga de un muchacho, o de más de uno, que ha ideado, creado el asesinato, e instruido en cada detalle a esos jóvenes, en cómo ejecutarlo y cómo salvarse una vez descubiertos por la policía.
Duca volvió delante de la asistenta social, pero no se sentó: se inclinó simplemente ante ella para hablarle casi al oído.
– Y esos muchachos deben de tener un gran temor a esa persona porque ninguno, a pesar de que los he interrogado más bien bruscamente, me ha hablado de esa persona. Nadie ha tenido el valor de decirme su nombre. Pero acaso usted, que conoce casi todo de esos jóvenes, pueda ayudarme a descubrir la verdad, a descubrir a esa persona. Sus chicos no han querido decírmelo, pero acaso usted pueda.
Alberta Romani se encogió de hombros y dijo, pero con voz cansada:
– Acaso esos que usted llama mis chicos no pudieron decirle el nombre de ninguna persona, porque ninguna persona existe.
9
Entonces Duca volvió a sentarse ante la asistenta social, buscó lo cigarrillos en el bolsillo, pero no los halló, y Livia le ofreció en seguida el paquete con el encendedor.
– Me parece que se contradice usted, señora – dijo tranquilo después de haber encendido el cigarrillo -. Al principio me describió usted a esos muchachos como ángeles desdichados, profundamente buenos en su interior, a pesar de estar tarados por el ambiente en que viven. Y de pronto niega usted que haya una persona adulta y responsable que los hubiese impulsado al asesinato de la maestra. Es decir, admite que esos chicos lo hicieron todo ellos, que sólo ellos son responsables, que nadie los mandó, que maltrataron y mataron por el gusto de maltratar y matar. ¿No le parece una contradicción?
Alberta Romani sacudió la cabeza.
– No, son muchachos recuperables, readaptables, pero nadie les ayuda a recuperarse, a readaptarse. Pueden cometer también un asesinato como ése, sin necesidad de que los impulse nadie.
– ¿Niega usted, por tanto, que nadie les haya inducido? ¿Usted no sabe o no ha oído hablar nunca de ninguna persona adulta que pueda haber instigado a esos muchachos al delito?
Cansadamente, parecía haber perdido ya todo entusiasmo, dijo:
– No puedo negarlo en absoluto; no conozco toda la vida privada y las amistades todas de esos muchachos, pero me parece improbable que hayan tenido un director, un organizador, alguien que los mandara. ¿Por qué nadie hubiese tenido interés en que se matara tan salvajemente a una pobre maestra? Usted no se da cuenta de que a esos muchachos, ya afectados por muchas taras físicas y morales, les basta un poco de licor como ese anís para convertirse en algo peor que bestias feroces.
– Siento contradecirla, señora – dijo Duca, nervioso -. También he reflexionado mucho sobre esa famosa botella de licor. Considere los hechos, se lo ruego. La botella contenía más o menos tres cuartos de litro de anís, los chicos eran once, y aun cuando el anís lactescente sea fuerte, una botella entre once es muy poco, especialmente para unos golfos como ésos acostumbrados a beber. Por tanto, he pensado que dentro de esa botella de licor se habría vertido un alucinógeno, un excitante, en fin, una droga. Desgraciadamente no lo podemos probar: la botella estaba vacía y nuestros técnicos no pueden decir mucho sobre botellas vacías. Además, no se nos ocurrió en seguida analizar la orina de los muchachos, y ya sería inútil, porque han pasado demasiados días. ¿No cree usted que esta idea sea verosímil?
– Precisamente no – dijo la asistenta social -. Acaso usted no sepa que a esa edad no es menester siquiera un poco de licor para que se desencadenen como fieras, ¿No ha visto nunca a chicos jugando a la guerra? Yo sí, y he tenido miedo. Y no era necesario anís ni drogas.
Livia vio la cara de Duca que se ponía rígida por la ira. Le rozó la rodilla con la suya, para calmarlo, pero fue inútil. Duca dijo con desprecio:
– Me está usted mintiendo.
Alberta Romani, como de costumbre, se encogió de hombros.
– La policía siempre piensa que los demás no dicen la verdad.
– En este caso es precisamente así: usted no dice la verdad. – Duca bajó la voz y la dulcificó. – Por favor, señora, tengo la exacta impresión de que usted no me dice todo lo que sabe. La conozco desde hace un momento, ni siquiera media hora, pero me doy cuenta de que usted es una persona profundamente honesta y que sufre por ser tan reticente. Le ruego que me diga todo lo que sepa; cualquier detalle puede ser importante. Por ejemplo, he sabido que uno de los chicos tenía por amiga a una doctora de unos cuarenta años que le proporcionaba droga. Usted conoce demasiado bien a esos muchachos para no saber quién puede ser víctima del vicio de la droga, y posiblemente también quién se la proporcionaba. Usted no puede ignorarlo, señora, después de haberme dicho que los conoce mejor que su madre y que su padre.