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Silencio. El aire parecía denso de este silencio. La asistenta social Alberta Romani tuvo una extraña sonrisa mientras miraba a Duca, los ojos un poco turbios como los de cualquier enfermo del hígado, que se velaron de lágrimas, aunque continuase la sonrisa y aun cuando su voz pareciera normal.

– No imaginaba que los policías fuesen como usted. Tal vez usted no es un policía; ve demasiado dentro. Usted no es un verdadero policía. Lo he adivinado, ¿verdad? – Duca no respondió. Ella aguardó y se pasó dos dedos por los ojos, enjugándose la veladura del llanto, y luego repitió: – Lo he adivinado, ¿verdad?

Con dificultad Duca repuso:

– Fui médico hasta hace algunos años.

– Ya, médico – dijo ella, y su cara se llenó de sufrimiento secreto, de amargura-, los médicos ven dentro, sienten. Usted debió de ser un buen médico.

Livia volvió la cara y se llevó a ella una mano para ocultar la emoción que le ocasionaba aquella mujer y sus palabras, a pesar de cómo las pronunciaba. Sí, era un buen médico, hubiese querido decir también ella.

– No le pregunto por qué ya no ejerce la medicina – dijo tranquila y muy cansada, fatigada, la asistenta social -. Tendrá usted sus motivos – sonrió – y no soy yo quien puede interrogar a un policía. – Sonrió. – Tengo una hermana especialista en obstetricia; entiendo de médicos. También yo quise doctorarme en medicina, cuando era joven, pero mi padre no quiso, decía que en Italia las mujeres con una carrera no sirven para nada, porque se casan jóvenes, en seguida tienen hijos y han de quedarse en casa. Mi padre no era un hombre muy culto. De muy joven fue zapatero remendón, luego puso una zapatería, tuvo suerte y por tanto también dinero para que estudiara mi hermana Ernesta, pero no para mí; no quiso que fuese a la universidad salvo el primer año. "Irás sólo un año", me dijo; "si apruebas todos los exámenes, te mandaré otro año más, pero si te suspenden una asignatura te vuelves a casa y aprendes un oficio de mujer." Naturalmente, aunque hice todo lo que pude me suspendieron en dos asignaturas, y así hube de contentarme con el diploma de magisterio. Y he estado enseñando durante muchos años. Luego seguí el cursillo de asistenta, estuve en Alemania, viví dos semanas, en un colegio de criminales, en Berlín occidental. Algo increíble, eran hijos de los peores delincuentes de la posguerra. Un chico tenía por madre a una mujer que para liberarse del amigo que la explotaba, lo quemó vivo, rociando con gasolina el lecho en que dormía. Ninguno de esos muchachos había cometido hurtos u otros delitos: eran socialmente sanos, pero la laceración psíquica por lo que eran sus padres (asesinos, bandidos, depravados, sadistas, chantajistas) podía malograrlos hasta en lo más íntimo de su personalidad. No puede usted creer lo que vi: no tenía nada de colegio, era un buen hotel rodeado por un vasto jardín. En cada habitación había tres alumnos, para cada piso había un kapó, elegido entre aquellos que tenían peores padres, el que parecía estar más cerca de malograrse…

Duca y Livia escuchaban no sólo con paciencia, sino también con fervor. El oficio de agarraladrones está hecho, como el de cazador, de paciencia y fervor. Si alguien habla, hay que dejarle hablar: en el río de sus palabras se puede encontrar al fin la pepita de oro de la verdad, y ellos aguardaban verla relucir en aquella marea de palabras.

– …Naturalmente, había dos secciones, la de los varones y la de las hembras, pero era una división puramente nocturna. Sólo por la noche, cuando habían de irse a dormir, se dividían los dos grupos, pero durante todo el día, en las clases, en las comidas y en los juegos estaban juntos. Usted no puede imaginar una organización tan perfecta. La edad de los muchachos estaba comprendida entre un mínimo de ocho años y un máximo de dieciocho, pero no había demasiadas divisiones de clases, ni en el estudio ni en los juegos. Los mayores tenían la misión de vigilar a los más pequeños y guiarlos. Aparte del estudio, en el sentido cultural, y de la reeducación psicológica, las dos partes más importantes del programa eran la enseñanza de un oficio y los juegos. No, no, no puede usted imaginarlo. Para una asistenta social como yo, aquello era el paraíso. Vi una chica de doce años convertida en una perfecta enfermera y, bajo la vigilancia del médico, poner inyecciones a una compañera suya de dieciséis. Su padre era un sádico que había deshonrado a una mujer e intentado varias veces abusar de ella desde que tenía siete años. Y los juegos. Al principio no creía en ellos. La directora, porque al frente de todo estaba una mujer, asistida por tres hombres y otra mujer, la directora me explicaba: "La violencia es un instinto humano, como el amor, como el sueño o el hambre. Los seres humanos son agresivos por naturaleza; no existen hombres bondadosos; es una contradicción de términos, o bien se trata de seres anormales en quienes la violencia, rechazada en lo profundo del Yo, provoca anomalías psíquicas y de carácter. Una cosa justa es querer esa violencia, esa agresividad con miras socialmente útiles. Por esto hacemos hacer juegos violentos pero útiles. Venga a ver". Y me llevó a ver. Cada jueves, en un gran patio, había tres o cuatro coches viejos, o muebles inútiles o algo que" destruir; chicos y chicas se dividían en escuadras, de los ocho años a los dieciocho, cada uno armado con una larga hacha y un mazo de hierro. Tenían que destrozar aquellas cosas: coches, sillas, armarios, no sólo con violencia ciega, sino separando los distintos elementos: la goma, de la madera; el acero, del bronce; la tela, de los cristales. Si hubiese visto también usted, doctor – lo llamó "doctor" y le sonrió; era fácil a esa sonrisa buena y melancólica -, aquella veintena de chicos y chicas armados con hachas y mazas, a menudo mayores que ellos, que de improviso, a una señal dada, ¿sabes?, a la alemana, comenzaban a golpear las cosas que había que destruir, desesperadamente, ciegamente, desahogando su violencia y su agresividad, pero de modo inteligente y útil, y la escuadra que antes demolía un coche, separando cuidadosamente los distintos materiales que lo componían, recibía un premio especial. Podía parecer una rareza, pero era, en cambio, un trabajo úticlass="underline" los parques de coches que había que desguazar se dirigían a estos chicos y lograban un trabajo perfecto que ninguna máquina podría igualar, y los directores de esos parques pagaban a los muchachos, que así aprendían a explotar su instinto agresivo y de violencia, de manera que hasta obtenían una compensación. Y había muchos otros juegos en los que se usaba de violencia y agresividad con intención social, pero había también muchas horas de estudio, muchas horas de aprendizaje de un oficio, y horas de conversación con la profesora de psicología. Cada muchacho era informado completamente sobre los delitos que habían cometido su padre o su madre, y la profesora explicaba el porqué de esos delitos, explicaba por qué ellos, sus hijos, no debían cometer los mismos errores, pero no por esto habían de odiar o despreciar a sus padres. Era una cosa perfecta, doctor, una cosa a la alemana, y estoy convencida de que ninguno de aquellos chicos o chicas, con todo y ser hijos de criminales, de pervertidos o de sádicos, acabaría siguiendo el camino de sus padres. Fueron readaptados por completo, y trabajarán en la sociedad como cualquier persona normal. Mi hermana estuvo también allí, conmigo, y nos quedamos fascinadas por lo que veíamos. Nos parecía ver una planta que amenaza crecer torcida y que, en cambio, curada, inicia el camino recto. Ernesta, mi hermana, aunque especialista de obstetricia, se impresionó tanto que preguntó a la directora del instituto si le sería posible trabajar allí, en la reeducación de aquellos muchachos…