La pepita de oro de la verdad tardaba en salir a la luz. Había muchas, demasiadas palabras, pero Duca pensaba que no servía ninguna, y seguía escuchando, porque era necesario escucharlas todas.
– …Y le dijeron que sí, que muchas gracias, que tenían necesidad de ayuda – continuó contando la asistenta social Alberta Romani -. Le hicieron llenar tres o cuatro impresos (ya sabe usted cómo son los alemanes); le hicieron media docena de preguntas y todas las respuestas fueron favorables, ¡ja, ja, ja! Luego le hicieron también el test psicosexual, y la respuesta fue nein, nein, nein.
Duca preguntó:
– ¿Por qué?
Tal vez su paciencia iba a ser premiada.
Alberta Romani se pasó una mano por la cara y en el momento en que su rostro quedó oculto, respondió:
– Porque mi hermana es lesbiana. – Lo miró sin sonreír, más bien enrojeciendo de improviso en su color amarillento, y luego bajando súbitamente los ojos. – Y claro está no se puede confiar a una persona no normal la educación de muchachos difíciles como aquellos. – De nuevo los miró a los dos -. Comprendo que no lo crean, pero hasta aquel momento yo ignoré esa particularidad de mi hermana.
Por un momento Duca pensó que también aquella mujer bebía; luego pensó que no le interesaba mucho su hermana, pero continuó escuchándola.
– Esto ocurrió hace tres años – dijo la mujer -; así, sólo hace tres años que descubrí por qué mi hermana no se casaba. Yo no me he casado y el porqué se me ve en la cara, pero ella es incluso bonita, muy bonita, y yo no comprendía por qué estaba tan lejos de los hombres. De manera que aquella vez lo comprendí; me lo explicaron a la alemana, ¿sabe? Muy amables, pero claramente, hablaron de parisexualismo constitucional. Dijeron que no había nada malo en ello, pero que no servía una parisexual como educadora de chicos difíciles.
Duca asintió, diciendo que comprendía.
– Desde esa ocasión siempre he sentido cierta preocupación por mi hermana. Vivíamos en casas separadas, pero al menos una vez por semana, todo lo más cada quince días, nos veíamos, o iba a buscarla yo, o me telefoneaba ella y nos veíamos en una taberna, como dos viejos solterones. Y hace algunos meses vino a verme a mi casa una noche y vi que estaba muy preocupada y me costó mucho hacerla hablar. Es una historia muy triste, doctor. Perdóneme si no se la cuento bien, ordenadamente, como le gusta a la policía.
Duca pensó que tal vez estuviese a punto de aparecer la verdad.
– No importa, no tema. Cuéntela como le salga.
– Mi hermana me contó que en su ambulatorio, que está en el mismo barrio de la escuela nocturna – explicó Alberta Romani, irguiéndose en la butaca y mirándolos, acaso para vencer su vergüenza – compareció una muchacha de veinte años que esperaba un hijo. Le dijo que o ella la ayudaba a no tener el hijo o se mataría. Mi hermana, claro está, le dijo que no y la despidió. Pero la joven volvió llorando y le mostró los tubos de somníferos que llevaba en el bolso, llena de desesperación. Mi hermana comprendió que se mataría realmente, y por esto, y también por una atracción, eso es, una atracción morbosa hacia la muchacha, la ayudó. Y de esa ayuda nació su amistad – y la mujer bajó los ojos -, y nació también la tragedia de mi hermana.
– ¿Qué tragedia? – preguntó Duca.
– Esa chica tiene un hermano, y el hermano comenzó a chantajear a mi hermana. Quería dinero, y si mi hermana no se lo proporcionaba la denunciaría por haber ejecutado un aborto. Mi hermana tenía algunos ahorros, y un poco cada vez acabó dándoselos todos, pero no fue suficiente. Ese muchacho, a consecuencia de una úlcera de estómago, se había habituado a los opiáceos y mi hermana tenía que facilitarle, forzosamente, soluciones de láudano muy concentradas, a las cuales se habituó. Por esto, cuando usted me preguntó si conocía la existencia de una doctora que proporcionaba droga a uno de los muchachos de la escuela, traté de mentirle: la doctora de cuarenta años que daba la droga al chico es mi hermana. Luego comprendí que más tarde o más temprano llegaría a saber la verdad y he preferido decírsela yo.
Había salido a la luz la pepita de oro de la verdad. Era muy grande y brillaba mucho.
– Ese chico al que su hermana le facilitaba opiáceos ¿era de la escuela nocturna? – preguntó Duca a la asistenta social.
– Sí – dijo ella.
– ¿Cómo se llama?
Era evidente que le costaba mucho trabajo decir el nombre del chico; por delincuente que fuera, era su chico.
– Es Paolino – dijo -, Paolino Bovato. Sí, tal vez es el peor de todos. Pienso en cómo ha chantajeado a mi hermana, pero ahora en la cárcel sufrirá mucho por la falta de opiáceos. Usted es médico y conoce estos tóxicos. Tienen que comprender que no pueden desintoxicarlo de golpe. Aún debieran darle sus gotas…
Se preocupaba de que tuviese sus gotas el que había hecho víctima de chantaje a su hermana. Duca le preguntó:
– ¿Cómo se llama la hermana de este chico y dónde puedo encontrarla?
– Se llama Beatrice – dijo ella de pronto, luego de una larga pausa. – Vive con mi hermana en su casa – añadió después. Y le dio la dirección: -Viale Brianza, 2- y especificó aún: Beatrice Bovato. Hace de enfermera de mi hermana, recibe clientes y le cuida de la casa. – Se levantó de pronto. – Sea lo que fuere lo que usted busque, mi hermana no es culpable de nada: es sólo la víctima.
Viale Brianza, 2. En la calle, mientras Livia se ponía al volante del coche, Duca dijo:
– Vamos a Viale Brianza, dos. – Luego le puso una mano en el brazo. – No, es tarde. Llévame a tomar algo en cualquier sitio.
Cuando se sentía tan cerca de la verdad prefería detenerse. Tenía miedo de equivocarse. Y ahora era muy fácil equivocarse.
CAPITULO IV
Ella era una prostituta veterana que reconocía a la policía hasta a treinta metros de altura, y él era un flaco muchacho de catorce años demasiado cretino para vivir.
1
Ella lo llevó a una pizzeria del centro; le gustaba mucho la pizza y en aquel local la hacían muy bien. Estaba siempre lleno, tanto de día como de noche, los domingos como los días feriados. Desde el fondo de la sala se veía el horno, las llamas dentro del horno como si fuese una chimenea, y ella, Livia Ussaro, comía mucho, muy despacio, masticando despacísimo, no porque tuviese alguna dificultad, sino porque al masticar, las pequeñas cicatrices que le llenaban la cara se hacían más evidentes, pero si lo hacía despacio, no se dibujaban mucho.
Aquel día, además de la pizza, tenían venado guisado. A los dos les gustaba mucho y como estaba muy bien guisado, limpiaron cuidadosamente el plato de la oscura y sabrosa salsa, y bebieron mucho vino blanco, pero luego se dieron cuenta de que estaban representando el papel de los golosos, que, efectivamente, los platos eran buenos y los habían comido con gusto, pero en el fondo no los habían apreciado, porque sus pensamientos estaban lejos, en otra parte.
– ¿Qué piensas de la hermana de la asistenta social? – preguntó Livia mientras liquidaban la cuenta.
– No lo sé – respondió Duca -. Busco un impulsor y lo encontraré. Por lo menos lo creo.