– Le sonrió.
– No creo que sea la hermana de la asistenta – dijo Livia.
– Todavía no la hemos visto. Aún no sabemos nada y no podemos tener opiniones – replicó Duca.
– Creo también que una mujer como ésa no puede haber sido el impulso de un delito semejante.
– Al tribunal hemos de llevarle un culpable y pruebas, no lo que creemos nosotros.
– De acuerdo. Vamos, pues, por esa mujer – dijo Livia, apasionada.
– No en seguida – respondió Duca, menos apasionado -. Por hoy, basta. Vamos a mi casa a hacer compañía a Lorenza. – No quería imaginar a Lorenza sola en la casa vacía. – Antes compremos mucha verdura, para que me prepares un buen minestrone de verdura. Me gusta mucho y le gusta mucho también a Lorenza. Y mucha fruta. Os ayudaré a limpiar la verdura, y hasta mañana por la mañana te prohíbo hablar de esas otras cosas – y le apoyó el puño bajo la barbilla-. O te doy.
Pasaron la tarde y la velada casi como había querido él. Casi. Llenaron de verdura y fruta un saco, llegaron a la plaza Leonardo da Vinci, la descargaron del coche y la llevaron a la casa. Lorenza acudió a abrir y se sintió muy feliz al verlos, muy contenta.
– Ha venido el doctor Càrrua – dijo a Duca -. Dice que tiene gripe y que ha venido a contagiármela.
– Ciao - dijo Càrrua, compareciendo en el recibidor.
Duca respondió "ciao" mientras trasladaba a la cocina el saco lleno de verdura y fruta.
– ¿Sabes que sería una buena idea – dijo Càrrua – que nos pusiésemos a vender fruta y verdura en lugar de hacer de policías? – Lo siguió a la cocina y le dijo en voz baja, de modo que Lorenza no pudiese oírlo-. He pedido tres semanas de permiso. Me voy a Cerdeña, mi tierra. ¿Me dejas que me lleve a Lorenza?
– ¿Por qué? – preguntó Duca, pero ya había comprendido, era muy fácil de comprender.
– Así se distraerá: un viaje, un lugar nuevo. Aquí, en casa, sin nadie, y tú siempre de un lado para otro, no puede sentirse bien.
Era verdad.
– Gracias – dijo Duca.
– Ya le he hablado yo – dijo Càrrua -, pero ella me ha dicho que quería tu permiso.
Duca se lo dio. Llamó a su hermana Lorenza a su despacho, la hizo sentar en el pequeño diván, le tiró un poco de los cabellos, como cuando eran niños y le tiraba de verdad.
– Càrrua me ha dicho que se va a pasar tres semanas en Cerdeña y que quiere que vayas con él. Ve, Lorenza, te hará bien.
Pero su hermana sacudió de pronto la cabeza.
– No quiero ir, Duca; quiero estar aquí.
– Me parece un error, Lorenza – replicó Duca -. Debes tratar de distraerte, de alejarte de aquí.
– No, Duca – dijo ella con terquedad.
Duca comprendió que era inútil insistir.
– Bueno. Haz lo que quieras.
A Càrrua le molestó mucho que Lorenza rechazase su invitación.
– Los Lamberti sois mala gente, tanto los varones como las mujeres, tú y tu hermana y también tu padre. No me gustáis nada y no sé por qué estoy con vosotros. ¿Qué diablos hace aquí, en Milán, sola, en esta casa, la princesita tu hermana, en lugar de irse conmigo al sol de Cerdeña?
Pero la noche trajo consigo la paz cuando se saboreó el minestrone con tocino y era todo tan dulcemente familiar: aquellos cuatro amigos sentados a la mesa de la cocina, Duca, Lorenza, Livia, Càrrua, con el televisor encendido que trasmitía los interminables discursos políticos sobre la paz, sobre las estructuraciones sociales, las huelgas, las quinielas y las apuestas. Era exactamente un día como Duca lo había deseado, un día que lo enternecía mucho porque tenía la mano de Livia en la suya, bajo la mesa, como había hecho en otra única ocasión en su vida, en un baile de máscaras en carnaval cuando era estudiante.
Fue precisamente, casi precisamente como había querido él; es decir, hasta que sonó el teléfono hacia las nueve cuando se disponían a ver un western en la televisión, y Lorenza fue a tomar la comunicación y volvió diciendo que era la Jefatura y que preguntaban por el doctor Càrrua.
– Perdón – dijo Càrrua y fue al teléfono. No se oyó casi nada de lo que decía. Volvió luego, se sentó en su sitio, ante la tacita de café, encogió un hombro, hizo un par de muecas, olisqueó el café, bebió un sorbo y dijo: – Es una historia que te afecta a ti, puesto que tanto te interesas por esos chicos. Pero no es cuestión de aguar la velada.
– ¿Qué ha sucedido? – preguntó Duca con dureza.
– Uno de los chicos se ha matado – dijo Càrrua -. Estaba en el Beccaria. Consiguió escapar al tejado y se arrojó desde él. Me lo ha telefoneado Mascaranti.
– ¿Qué muchacho ha sido? – preguntó Duca.
– Fiorello Grassi. Murió instantáneamente, claro está.
Fiorello Grassi, el que no era como los demás, el que hubiese hablado tal vez, si no hubiera tenido tanto miedo de ser un chivato.
– ¿Seguro que se trata de un suicidio? – preguntó Duca.
Càrrua se encogió de hombros.
– No sé nada.
Duca se levantó.
– Quiero ir a ver.
Càrrua bebió otro sorbo de café y también se levantó.
– Curiosidad juvenil. Yo también voy.
– Tú quédate con Lorenza – dijo Duca a Livia.
– Sí – respondió Livia.
Le dio las llaves del coche. Duca condujo el automóvil hasta la plaza Filangieri, ante el palacio del Instituto de Reeducación Cesare Beccaria. Pero ya había sucedido todo: el chico, Fiorello Grassi, se había precipitado desde el tejado, había ido a estrellarse casi ante el portón de entrada, casi delante del seiscientos que estaba aparcado allí mismo y tenía al volante una dama madura que gritó primero y se desmayó después. Acudió la policía, se tomaron notas, se hicieron fotos, y llegó el juez y dio el permiso para el levantamiento del cadáver. Un coche bomba del Ayuntamiento había lavado cuidadosamente toda huella, pero quedaban aún unos curiosos que decían que se había arrojado, o caído, desde el tejado del Beccaria, v otros, en cambio, decían que lo habían lanzado, v que era un muchacho de dieciséis años, pero otros decían de trece y otros de dieciocho. Luego se fueron, pero quedaron otros que se detuvieron para ver y oír, manteniendo así, en corro, cierta masa, aunque fluida, y la gente era insensible al frío, a la humedad y a la débil luz de la plaza. Duca descendió nervioso del coche porque no le gustaba conducir, miró nervioso a aquella gente murmurante en torno al punto en que el chico de dieciséis años se estrelló y murió, y, nervioso, entró con Càrrua en el edificio.
El director fue muy amable y tenía una mirada de aguda inteligencia, pero también de rígida voluntad. Contó a Càrrua y a Duca que los muchachos se disponían a entrar en el refectorio para la cena cuando uno de los vigilantes se dio cuenta de que Fiorello Grassi se alejaba hacia el fondo del corredor, en lugar de quedarse en fila para entrar en el refectorio. Primero lo llamó, luego, al ver que el muchacho continuaba huyendo y ya había desaparecido por la escalera de servicio, lo persiguió, pero bajó por la escalera sin creer que Fiorello la hubiese subido. Cuando el vigilante se dio cuenta del error, el chico había tenido tiempo de subir a la terraza del terrado, salvando los canalones que le impedían el paso. Y cuando el vigilante iba a alcanzar a Fiorello, éste le gritó:
– No te muevas o me tiro abajo.
– ¿Y qué hizo el vigilante? – preguntó Duca.
– No se movió, pero intentó convencerle de que no permaneciera de pie en el borde del tejado que daba al vacío – dijo el director-, pero no pudo hablar mucho: tal vez el chico ni siquiera le escuchaba y de pronto se arrojó al vacío.
Pensó Duca que esto excluía la posibilidad de que Fiorello hubiese sido asesinado, es decir, arrojado desde el terrado por alguno de sus compañeros de escuela nocturna. Se había matado. ¿Por qué se había matado? Creía adivinarlo, pero no era fácil saberlo con seguridad.