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– ¿Podríamos ver a los demás muchachos de la escuela nocturna? – preguntó Duca al director.

– Si es necesario, sí, pero preferiría evitarlo. Naturalmente, todos aquí saben lo que ha sucedido y están muy agitados. Les hemos enviado al dormitorio y ya hemos apagado las luces. Preferiría no irritarlos despertándoles y sometiéndoles a interrogatorio.

Aun antes de que Càrrua interviniese, Duca dijo:

– Lo comprendo, pero es necesario verlos.

Amable y cansadamente el director se dispuso a complacerlo. Esto exigió diez minutos. Luego, en una habitación contigua a la oficina, ocho muchachos en fila, por orden de edades, con las espaldas apoyadas en una larga pared.

Càrrua dijo en voz baja a Duca:

– Tranquilízate.

Como un oficial de la legión extranjera que pasa revista a su mesnada dispuesta a todo, Duca pasó ante los muchachos, lentamente, mirándolos a los ojos uno a uno, a la luz débil y triste del salón. Y llegado al final de la fila retrocedió. Los conocía a todos, sabía su nombre, su edad y sobre todo los conocía por dentro. En el fondo eran transparentes, algunos habían nacido delincuentes, otros acaso fueran recuperables.

– ¿Cómo te llamas? – dijo deteniéndose ante el primero, el más joven, a pesar de que sabía exactamente su nombre.

– Carletto Attoso.

Era el chico de trece años, impúdico, tuberculoso, el único que en la mirada no tenía siquiera el menor atisbo de temor, de sujeción, y que miraba fijo a los ojos, casi con mofa, no sólo a los tres vigilantes que habían acompañado a los muchachos, no sólo al director del Instituto, que no tenía en absoluto una expresión bondadosa, sino también a él, a Duca, lo miraba fijo, más lívido y tuberculoso que nunca bajo la lívida luz fluorescente que se reflejaba sobre la ancha tapa del piano encerado en medio de la sala.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce – dijo Carletto.

– No, trece – corrigió Duca, comprendiendo claramente que el chico deseaba reírse de él con respuestas inexactas.

– ¡Ah, sí, trece!-dijo el delincuente junior, casi burlón.

– ¿Sabes lo que le ha sucedido a Fiorello Grassi? – le preguntó Duca, no cayendo en la trampa que el muchacho le tendía para que se enfureciera.

– Sí.

– ¿Qué le ha sucedido?

– Se ha tirado desde el terrado.

– ¿Sabes por qué se ha tirado?

Y Duca no dejaba de mirar a los otros chicos, todos en fila, todos más bien con la ansiedad en el rostro, excepto aquel pequeño criminal a quien estaba interrogando.

– Yo no.

Duca dio dos pasos hacia delante y se detuvo de repente frente a un muchacho rechoncho, de ojos turbios como de borracho, y sufriente y también trémulo de miedo.

– ¿Cómo te llamas?

Pero sabía cómo se llamaba. -Paolo Bovato.

– ¿Cuántos años tienes?

– Casi dieciocho.

– ¿Sabes por qué se ha matado tu compañero Fiorello?

La voz de Duca, baja y fría en la sala fría, tan vasta que parecía vacía aun cuando en ella estuvieran todos aquellos muchachos y aquellos vigilantes de aspecto cansado y nervioso, y aquellos directores y policías como él, parecía como salir de la cinta de un magnetófono, registrada, despersonalizada, y esto; evidentemente, impresionaba al chico.

– No, no lo sé.

Era claro que mentía, era claro que sabía, como sabían todos los demás, pero era claro también que algo los aterrorizaba y les inducía a mentir. Una tan completa, tan total, complicidad del silencio sólo podía explicarse con el terror. Duca se dirigió al fondo de la fila. El muchacho que tenía delante se pasó una mano por las mejillas híspidas, más que de barba de una pelusa parduzca e inmediatamente bajó los ojos.

– ¿Cómo te llamas?

Lo conocía muy bien. Era una pregunta puramente formal.

– Ettore Ellusic.

– ¿Eres amigo de Fiorello?

– Iba a la escuela con él.

– Pero ¿lo veías también fuera de la escuela?

– No…

Mirada siempre baja, cuello torcido, gestos infantiles de la mano sobre la cara, como si se acariciara.

– ¿No, o sí?

El chico tenía unos ojos muy hermosos; en ellos se veía su origen eslavo.

– De vez en cuando – dijo -, por casualidad.

– ¿Y dónde os veíais? – y como el muchacho callase y en su tosca socarronería intentara claramente escabullirse a cualquier pregunta, Duca lo ayudó: -Tal vez te encontrabas con él en un bar tabaquería de la Via General Fara, junto con otro de la escuela nocturna que se llama, si no me equivoco, Federico dell'Angeletto, que tiene por amiga a una chica que se llama Luisella que trabaja en géneros de punto en un apartamiento que está justamente en el mismo edificio del bar tabaquería. ¿Es cierto?

Duca puso una mano en el hombro del muchacho, y con la mano apretó en la unión de la manga hasta que el chico hizo una mueca y levantó los hermosos ojos eslavos hacia él para que aflojase la opresión.

– Sí, es cierto.

– Entonces, ¿es verdad también que ibais a ese café a jugar y Fiorello iba contigo?

– De vez en cuando.

El chico tenía el vicio de ese "de vez en cuando", y lo decía con un tono como si quisiera decir "casi nunca".

– ¿Y qué hacíais en la tabaquería tú y Fiorello?

– Eso.

– ¿Qué significa "eso"?

– Nada. Me refiero al flipper.

– ¿Jugabais al flipper?

– Sí, eso.

– ¿Sólo al flipper? ¿O también a la baraja?

A sus espaldas Duca sentía la presencia de Càrrua y del director del Instituto de Reeducación. Era una presencia tanto más gravosa, cuanto que era silenciosa. Y sentía también la presencia de los tres vigilantes, cansada e irritada, y se daba cuenta de que a nadie le gustaba aquella molesta y agria revista de jóvenes delincuentes que mentían y que fuera como fuese deformaban y alteraban la realidad.

– También a la baraja – dijo el chico. Luego añadió con precauciones: -De vez en cuando.

– ¿Jugabais dinero?

– Eso. El que perdía pagaba la bebida.

– ¿Sólo? ¿O también dinero?

– No se puede jugar dinero en locales públicos.

– Déjate de tonterías. ¿Jugabais dinero o no?

– De vez en cuando.

– ¿Jugaba también Fiorello?

– No, él no. No le gustaban las cartas.

– Entonces ¿qué iba a hacer en el bar? – dijo Duca.

De pronto, antes de que el muchacho de hermosos ojos eslavos pudiese responder, se oyó en la sala una seca y metálica risa, metálica e histérica.

– ¿De qué te ríes? – preguntó Duca dirigiéndose hacia el centro de la fila donde había un muchacho muy delgado, muy alto, de ojos redondos y saltones y barbilla sembrada de largos pelos que eran su personal intento de barba. Los ojos claros del muchacho comenzaron, intimidados, a mirar a un lado y a otro, y abajo.

– ¿Cómo te llamas? – preguntó Duca, no habiendo obtenido respuesta a la primera pregunta.

– Carolino Marassi – dijo en seguida el muchacho, burocráticamente.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce.

– ¿Por qué te echaste a reír hace un momento? -Duca aguardó, pero no tuvo respuesta -. ¿Por qué?

– No lo sé.

Con dulzura, Duca insistió:

– No, tú lo sabes.

Entonces el muchacho, impulsado acaso por aquella dulzura tan repentina, volvió a reír, mirándolo con cierta ingenuidad infantil, porque en el fondo sólo tenía catorce años y no debía de estar tarado.

– Porque a Fiorello le gustaba Fric. Por esto iba al bar, aunque no jugase.

2

Duca insistió con dulzura:

– ¿Quién es Fric?

– Federico.