El muchacho lo miró; su mirada era maliciosa; el tema debía de gustarle. Tenía el aire del chico sucio e indecente pero no podrido, no corrompido.
– ¿Federico qué? ¿Sabes el apellido?
El muchacho tenía la sonrisa fácil y dijo riendo:
– Federico dell'Angeletto.
– ¿Y Fiorello iba a ese bar de la Vía General Fara para encontrarse con Federico? – Duca puso una mano en el hombro del muchacho, pero paternalmente, no amenazador. – ¿Eran muy amigos? ¿En qué sentido eran amigos?
A espaldas de Duca, Càrrua tosió. No era, claro está, un acceso de tos natural. Quería sólo advertirle que no profundizara demasiado ese punto del interrogatorio.
Y el muchacho que tenía aquel insólito nombre de Carolino, esta vez no se rió. Volvió la cara hasta quedarse casi de perfil, fuese para no mirar, fuera para no ser mirado. Luego dijo con una seriedad que tenía algo de alucinante:
– Eran novios.
Y en tanto él no reía, en aquella lúgubre sala, los otros siete chicos, a pesar de la presencia de los tres vigilantes, del director, de la policía, se echaron a reír, y aunque no rieron muy fuerte, el salón era tan grande que las risas se reflejaron de ventana a ventana y de pared a pared. Rió Carletto Attoso el protervo; rió Benito Rossi el gordinflón y musculoso, el que presumiblemente había destrozado las costillas de la joven maestra y señorita Matilde Crescenzaghi, hija del difunto Michele y de Ada Pirelli; rió Silvano Marcelli, el heredosifilítico de dieciséis años, y rió Ettore Domenici, aquel chico de diecisiete años cuya madre se echaba al mundo por los alrededores del Viale Tunisia; y rió Michelle Castello, de dieciocho años dedicado – porque no tenía ganas de trabajar – a ancianos generosos; y rieron Ettore Ellusic de los ojos de eslavo y Paolino Bovato de ojos turbios de opiómano. Rieron los siete, excepto Carolino Marassi que había dicho la frase que suscitara tanta hilaridad: "Eran novios", y todos eran chicos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, excepto Federico dell'Angeletto y Vero Verini que, por ser mayores de edad, estaban en la cercana cárcel de San Vittore, y excepto Fiorello Grassi que, por motivos todavía no aclarados y totalmente personales, se había arrojado desde el terrado del Instituto de Reeducación Cesare Beccaria. Rieron todos, pero rieron solamente durante tres segundos. Luego, bajo la mirada de Duca, se callaron en seco.
– Entonces – dijo Duca, apenas se extinguió el eco de las risas, al muchacho que se llamaba Carolino, y que no se había reído -, tú que sabes tantas cosas sobre tu compañero Fiorello, acaso sepas también por qué se ha matado, por qué se ha arrojado desde el terrado de esta casa.
El muchacho no respondió y Duca repitió la pregunta. Dejó que el silencio se hiciera más denso después de aquella precisa pregunta, y fuese más significativo que cualquier respuesta. Luego volvió la espalda a aquel chico y así también a toda la fila de aquellos desdichados y se acercó al director del Instituto.
– He terminado, pueden llevarse a los muchachos – dijo.
Los vigilantes se llevaron a aquellos singulares adolescentes y la enorme sala pareció entonces todavía mayor. Duca miro a Càrrua, que estaba de pie, de arriba abajo.
– No sabremos nunca nada. Todo el tiempo perdido.
– Hablaba en voz muy baja. – Cada uno de estos muchachos sabe toda la verdad, pero no hablan. Han sido adiestrados y preparados para el asesinato de su maestra y para eludir luego la ley. Con estos ridículos interrogatorios no descubriremos nunca nada. Sólo quisiera saber por qué Fiorello se ha matado, y los muchachos lo saben, pero no lo dirán mientras sigamos interrogándolos de acuerdo con los reglamentos.
– ¿Cómo quisiera usted interrogarlos? – preguntó el director del Instituto, pero sin ironía, solamente cansado.
– ¿Con el látigo? – dijo Càrrua con mala intención.
Duca sacudió la cabeza e incluso consiguió sonreír.
– Creo que sólo queda otra tentativa que hacer para descubrir al monstruoso individuo que impulsó a estos muchachos al asesinato de su maestra.
– ¿Cuál? – preguntó Càrrua, siempre con mala intención.
– Que se me confíe a uno de esos chicos – dijo Duca concreto -. Por ejemplo, a Carolino Marassi. Es el que está menos pervertido.
– Confiártelo cómo – preguntó Càrrua.
También su voz era burlona, no sólo su mirada.
– Que me lo confíen a mi cuidado durante unos días – dijo Duca pacientemente, ante la mofa de Càrrua -. Estará conmigo día y noche, le hablaré y acabaré haciéndole decir la verdad. Esos chicos no hablan porque tienen miedo de alguien. Si consigo convencer a uno de ellos que no debe tener miedo, que más bien ha de ayudarme a descubrir y detener a ese alguien, habremos terminado nuestro trabajo. Pero para esto necesito que uno de ellos esté conmigo, que logre inspirarle confianza, convencerlo de que es mejor que me escuche a mí que a ese "otro" que los domina como domina a todos sus compañeros.
Silencio. El director del Beccaria se pasó una mano por la cara. Càrrua miraba al suelo y después dijo, pero ya sin mala intención, sino que más bien su voz se había turbado:
– ¿Sabes que existen reglamentos? La magistratura ha confiado a esos muchachos a la dirección de este Instituto. Ningún policía como tú o como yo, puede hacerse cargo de uno de ellos y llevárselo para interrogarlo, acaso para sacudirlo.
El director rió un poco nerviosamente. Duca no rió.
– No lo tocaré – afirmó.
– Pero ¿y si se te escapase? ¿Si se matase como ha hecho Fiorello Grassi? ¿Qué harías? – preguntó Càrrua.
– No lo dejaré escapar ni matarse – repuso Duca.
– ¡Ya! – replicó Càrrua agriamente -. Tú eres el demiurgo que maneja el futuro, y si quieres que una cosa no suceda no sucederá.
El director se levantó y sonrió a Duca.
– Si de mí dependiese le dejaría inmediatamente a uno de estos chicos. Yo también creo que es el único camino que queda para descubrir la verdad. Pero es difícil que un juez quiera dar su consentimiento a una operación tan poco ortodoxa.
– Se puede intentar – Duca apoyó ambas manos en la larga mesa y miró a los dos -. ¿Por qué no lo intentamos? Déjenme ese muchacho unos pocos días, ni siquiera una semana, y encontraré al verdadero culpable.
También Càrrua se levantó.
– Es posible que lo encontraras, pero no tendrás al chico. El juez no te lo concederá nunca.
Apasionada y furiosamente Duca golpeó con la mano el tablero de la mesa.
– Intenta pedírselo – y levantó la voz.
– Lo intentaré, pues no faltaría más – dijo Càrrua enojado y de nuevo con mala intención – y mañana iré a decirte de qué manera me ha dicho que no.
3
Viale Brianza, número 2. Livia detuvo el coche. El día anterior había estado en la peluquería y se había hecho cortar el pelo casi como un hombre, luego se había puesto una peluca de cabellos largos que al caer sobre sus hombros y en torno a la cara ocultaban un poco las pequeñas cicatrices. No era un día milanés: había mucho sol aunque hacía mucho frío, y ella se aprovechaba de aquél y se había puesto grandes lentes oscuros que cubrían también un poco las cicatrices.
– ¿Por qué no te apeas? – preguntó a Duca.
"¿Por qué tengo que apearme?", pensó él, mirándola a través de la ancha cortina de cabellos que le cubrían el rostro. Nada servía para nada, nadie se interesaba por nada, nadie quería saber la verdad; había muerto una joven maestra; once muchachos se negaban a hablar, la habían maltratado, torturado y quitádole la vida, pero a causa de su edad serían condenados a ridículas penas. Que hubiese alguien que los hubiera impulsado, el verdadero, el auténtico responsable del asesinato, no le importaba a nadie; que una doctora proporcionase opiáceos a uno de esos chicos y conviviese con la hermana de éste, tampoco interesaba a nadie; la policía y los jueces se hallaban sepultados bajo toneladas de expedientes y no tenían tiempo para refinamientos. ¿Qué sentido tenía, por tanto, ir al Viale Brianza 2 para interrogar a una profesora de obstetricia y a su enfermera y amiga? Ninguno, porque no interesaba a nadie.