– ¿Por qué no te apeas? – repitió Livia.
Era tan cómicamente hermosa con aquellos largos cabellos que parecían dos cortinas sobre su rostro, y aquellos grandes lentes oscuros, que se enterneció al mirarla.
– Baja también tú y subamos juntos – le dijo -. Y déjame ver el revólver.
Obediente, ella abrió el bolso y sacó de él el pequeño "Beretta".
– ¿Visto?
Sí, visto. Pocos pueden imaginar cuán fáciles suelen ser las ocasiones en que sea menester defenderse disparando, incluso para una mujer. Juntos se apearon del coche, que permaneció bajo la señal de aparcamiento prohibido. La portera dijo que la profesora Romani vivía en el tercer piso y que el ascensor estaba estropeado. Subieron los tres pisos, llamaron al timbre bajo el rótulo Ernesta Romani, y nada más, ni un Dra. o un Prof., sólo Ernesta Romani, y acudió a abrir una joven.
No era necesario preguntarle quién era; se veía en seguida: era la hermana de Paolino Bovato; es más, parecía el mismo Paolino Bovato de los ojos turbios a causa de láudano y opio, y sólo vagamente había en ella algo de femenino, un poco por sus labios tan rojos, y otro poco por las bellas y largas piernas que asomaban bajo el blanco delantal de enfermera.
Para que la situación quedase clara en seguida, Duca entró con Livia en el estrecho recibimiento y mostró su credencial.
– Policía – y se guardó la credencial en el bolsillo -. He de hablar con la profesora Romani.
La hermana de Paolo Bovato lo acompañó a la acostumbrada habitación que hacía de sala de espera, con las atrasadas revistas deshojadas y apañuscadas sobre una mesita anónima, y en una pared un apacible y pequeño cuadro rojizo que sin duda debió de representar un bosque en otoño.
La profesora Romani, la hermana de la asistenta social, entró un instante después. Era muy distinta de Alberta Romani: más alta, evidentemente más nerviosa, impresionable e irritable que su hermana. Llevaba grandes lentes perfectamente redondos, de montura muy delgada, en oro, que daba a su cara, aunque no muy joven, un aire de estudiante norteamericana, como las que se ven en los filmes.
– Tengan la bondad – dijo, invitándoles a entrar en el estudio. Y repitió: – Tengan la bondad – para invitarles a que se sentaran en unas butacas de metal ante su escritorio, también de metal, y, como una maestra que ha hecho una pregunta, pareció esperar que sus dos alumnos respondieran.
Duca no dijo nada. Miraba los lentes de la profesora de obstetricia, la bella y delgadísima montura de oro, y aquella forma perfectamente redonda que le daba una inmediata sensación de alta clase. Tampoco Livia, claro está, dijo nada. Tenía la cabeza baja, se miraba las rodillas; acaso la falda resultaba un poco corta para una mujer que hacía de chófer de un policía; tal vez sí, era demasiado corta.
El silencio, evidentemente, puso nerviosa a la profesora.
– ¿Policía? – preguntó con voz llena de ansiedad y, no obstante, orgullosa.
Duca afirmó con la cabeza. Luego dijo, tranquila y lentamente sentándose mejor en aquella butaca tan incómoda:
– Ya he interrogado a su hermana a propósito del asesinato de la maestra de la escuela nocturna. Su hermana es una persona de muy buen sentido y ha hablado con mucha sinceridad. Así he sabido que la joven que tiene usted como enfermera no es enfermera, sino una joven a quien usted practicó una intervención que el código no considera legal. También me ha dicho su hermana que usted proporciona, o por lo menos ha proporcionado hasta hace unos diez días, opio o sus derivados al hermano de la joven que nos ha abierto la puerta hace unos minutos, y que la hace a usted víctima de chantaje.
La profesora Ernesta Romani parecía tranquila; es más, de vez en cuando bajaba la cabeza asintiendo, como para confirmar la exactitud de lo que decía Duca.
– El aborto en esas condiciones y el suministro de alucinógenos son delitos para los cuales está prevista la detención inmediata – continuó Duca -, pero de todos modos no he venido a esto, al menos por el momento. Deseo sólo hacerle algunas preguntas con respecto a los chicos de la escuela nocturna. Por ejemplo, sobre Paolino Bovato. También su enfermera, por ser hermana de Paolino Bovato, podrá contestarme sobre este particular.
– ¿Quiere usted que la llame? – preguntó Ernesta Romani.
– Sería mejor.
La profesora se levantó, abrió la puerta que daba a un pasillo y llamó:
– Beatrice. – Esperó unos segundos; luego la joven llegó a la puerta. – Entra. La policía quiere interrogarte.
Las dos vestidas de blanco, la joven con un largo delantal, la profesora con una bata masculina, se sentaron detrás de la mesa y aguardaron. No parecían tener miedo, pero acaso lo tenían.
– Hace casi dos semanas, como ustedes saben muy bien, una joven maestra fue asesinada por un grupo de muchachos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni. Esos muchachos son los autores materiales del asesinato, pero nosotros tenemos motivos para creer que fueron impulsados a cometer ese delito por una persona que los instruyó y organizó para que lo llevaran a cabo. Una persona a quien esos muchachos, por encima de todo, deben de tener también mucho miedo, ya que no la nombran nunca, no hablan nunca de ella, y aunque se les interrogue responden que no, que no conocen a nadie y que no saben nada. – Duca hablaba casi con desgana, como un profesor que explica por milésima vez la misma lección. – Usted, profesora, conoce muy bien a uno de esos muchachos, Paolino Bovato; y también usted, señorita Beatrice, lo conoce mucho porque es su hermano, y por esto acaso puedan contestar a la pregunta que les hago: ¿saben si Paolino Bovato o algún compañero suyo de escuela tenían una amistad continua con una persona adulta? Quiero decir esto: los chicos hacen amistad con muchachos de su edad; con los adultos o personas mayores tienen sólo breves relaciones por un momentáneo interés. Aquí, en cambio, se trata de amistad. Uno de esos muchachos, podría ser el mismo Paolino, conoce a un adulto por quien siente amistad e incluso sujeción y que lo ha instigado a cometer, junto con sus compañeros, el asesinato de la maestra, es decir que él es el que ha ordenado el delito, el verdadero culpable. Ustedes conocen las compañías que frecuentaba Paolino y podrán darme algunas indicaciones útiles.
La hermana de Paolino, Beatrice Bovato, negó en seguida con la cabeza; luego, con voz baja, pero apasionada por la ira, dijo:
– Mi hermano es un indecente y un criminal, y no dice nada de lo que hace, ni adónde va ni con quién. Es peor que su padre: yo tenía diez años cuando intentó violarme. Mi madre nos había dejado solos en casa y me salvé sólo porque logré darle un empujón y fue a caer sobre la estufa de carbón y se quemó las nalgas. Entonces me dejó escapar. No sé qué amigos tiene, me puse a servir a los trece años, y ya no pude volver a casa, so pena de que mi madre me obligara a hacer el oficio. No sé nada de Paolino; no puedo conocer a sus amigos, ni nada. Sólo sé que se presentó hace un año para hacernos chantaje a la profesora y a mí, porque es un canalla y habrá sido él el que haya organizado el asesinato de la pobre maestra. Es muy capaz; no necesita ayuda ni consejos.
No había mucho amor fraterno en todas aquellas palabras, pero sí mucha verdad. Duca vio que la profesora ponía una mano en el hombro de la joven, una hermosa mano casi masculina, con uñas muy cortas y cuadradas.
– Lo que quiere decir que ni siquiera usted sabrá mucho sobre las amistades de Paolino – dijo a la profesora.
Ernesta Romani quitó la mano del hombro de la joven.
– Creo comprender lo que usted necesita saber y acaso pueda serle útil.