Duca apretó lentamente los puños al oír aquellas palabras, mientras Livia volvía a mirarse las rodillas. Precisamente en aquel instante pasó un camión zumbando por la calle. Ernesta Romani aguardó a que cesara el ruido y luego dijo:
– Una vez, cuando vino aquí Paolino para la acostumbrada ración de opiáceos, se sentía tan mal que se bebió casi medio vasito de láudano, y hubo de estar tendido en la cama cierto tiempo hasta que se recuperó.
Hablaba bien, nítida y ordenadamente, pero con una voz un poco insegura, ni masculina ni femenina.
– En ese estado de relajamiento químico, muchos no pueden controlar lo que dicen, y Paolino me contó que había estado en Suiza con un amigo suyo, y que le había gustado mucho Suiza. Estuvo allí sólo un día, de la mañana a la noche, pero él y su amigo habían conocido a dos chicas italianas que trabajaban como camareras en un gran hotel, dos bellas jóvenes. Quería volver a Suiza, aunque, según decía, era un poco difícil para él porque no tenía pasaporte, ni carnet de identidad y todavía era menor de edad, pero iría con su amigo porque quería volver a ver a las dos chicas; pasarían la frontera fuera como fuese con tal de verlas. Además, había allí un señor muy amable que aquella vez los había acompañado hasta la frontera y que acaso los acompañaría otras veces. Luego siguió repitiendo que aquellas chicas eran muy bonitas, una rubia y otra morena; a él le gustaba la morena. Yo lo escuchaba: sentía asco y al mismo tiempo ganas de reír; asco por aquel muchacho de diecisiete años, ya deshecho en todos los aspectos, tanto físico como moral, y ganas de reír por las estúpidas cosas que decía sobre aquellas dos jóvenes.
Duca esperó que la profesora Romani siguiera hablando, pero ya había terminado. Entonces le preguntó:
– ¿Cuánto tiempo hace que ocurrió eso?
– El verano pasado, creo que a finales de julio o principios de agosto.
– ¿No le dio ningún detalle sobre ese amable señor que los había acompañado a la frontera?
– No, creo que no; pero comprendí por lo que contaba que debió de haberlos acompañado en coche a la frontera.
Era muy probable. En coche se va fácilmente a todas partes.
– ¿Y no le dijo siquiera por qué parte habían cruzado la frontera? ¿Por Cannobio, Luino, Ponte Tresa?
Trataba de ayudar su memoria, pero ella sacudió la cabeza.
– No, no me lo dijo. Aunque se hallaba en estado casi de estupor, se mostró muy prudente.
Comprendía. Se levantó.
– Gracias – dijo.
– No sé si le he sido útil – dijo Ernesta Romani -; espero que sí.
– Tal vez sí – respondió Duca. Miró a las dos mujeres de pie, la hermana de Paolino Bovato y la profesora. Sintió por ellas una gran piedad. Salió con Livia y subió al coche -. Llevan e a la Jefatura.
No fue fácil. Aunque ella conducía muy bien, el tráfico era muy grande, desagradable e irritante, y los que conducían se miraban con odio; los semáforos estaban siempre en rojo, y él tuvo tiempo para pensar. Paolino Bovato. Su amigo. Los dos iban a Suiza – ¿cómo? No tenían ninguna documentación – y había un señor que los había acompañado por Suiza, probablemente en coche. Pero en coche los dos muchachos no podían pasar la frontera sin documentación. Quizá se tratara de unas palabras sin sentido dichas por Paolino bajo los efectos del opio. Y además, ¿qué relación podría tener esa historia con lo que estaba buscando? Pensaba con los ojos cerrados y los abrió sólo cuando ella le dijo:
– Hemos llegado.
Estaban en el patio de la Jefatura.
– Espérame aquí – dijo a Livia.
Subió corriendo la escalera, caminó de prisa por el corredor; algo se encendía y apagaba en su mente, como una señal de atención; le sucedía a veces cuando se reflejaba en torno a alguna cosa y se hallaba cerca de encontrar la solución mejor, la decisión más justa.
Abrió la puerta de su despacho. Olía a cera y estaba muy limpio; la mujer de la limpieza lo consideraba evidentemente un despacho muy importante y limpiaba con el mayor interés las pocas cosas que allí había: cada uno se erige los ideales que prefiere.
Con una llavecita abrió uno de los cajones de su mesa y sacó una gruesa carpeta en cuya cubierta no había nada escrito, pero él no necesitaba títulos para saber lo que había dentro. Lo primero que vio fue la fotografía aquélla, pero le dio la vuelta en seguida porque prefería no recordarla; luego estaban las pequeñas carpetas, once, cada una dedicada a uno de los once muchachos. Estaban por orden alfabético: Attoso, Carletto; Bovato, Paolino; Castello, Michele, y así sucesivamente. Ojeó uno a uno todos los papeles. Buscaba algo, pero no sabía qué. Sabía que le había dicho a Livia que lo esperase, que regresaría en seguida, pero al cabo de más de media hora había llegado a la carpeta nueve sin haber encontrado nada. No halló nada tampoco en la décima ni en la undécima. Pero sin duda es muy difícil hallar lo que se busca cuando no se sabe lo que es.
Le quedaba sólo una carpeta, y ya ni siquiera recordaba lo que era. Lo supo leyéndolo: era el mapa. La descripción de todo lo que se había encontrado en el aula A de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni. Número 1, maestra, naturalmente. Número 2, bragas. Número 3, zapato izquierdo, y así sucesivamente. Número 11, sostenes; número 16, trozo de oreja; número 18 cincuenta céntimos suizos.
Releyó: número 18, cincuenta céntimos suizos. Uno de los chicos, durante el asesinato, había perdido una moneda suiza. Una monedita suiza podía tenerla como un regalo, o por haber estado en Chiasso o en Lugano comprando cigarrillos, chocolate, o lana para labores. Era muy probable que alguno de esos muchachos hubiese estado en Suiza, y entonces uno de esos alguno era Paolino Bovato, el que había dicho a la profesora Romani haber estado en Suiza con un amigo.
Mientras guardaba la carpeta en el cajón, se hizo dos preguntas. La primera era: ¿quién era ese amigo de Paolino que había estado con él en Suiza? La segunda: ¿qué habían ido a hacer a Suiza? Luego, mientras se dirigía a la puerta, se hizo otra, la tercera: ¿y por qué aquel señor los había acompañado a Suiza?
Había salido y se disponía a cerrar la puerta, cuando sonó el teléfono. Volvió al despacho y descolgó el receptor. Era Càrrua.
– Te estoy buscando desde esta mañana.
– Aquí estoy.
– Baja, que tengo una buena noticia.
Duca descendió tranquilamente, sin prisa, al despacho de Càrrua. Según la filosofía china nunca se puede saber si una noticia es buena o mala. La noticia de haber ganado a la lotería parece buena, pero si al ir a cobrar el premio uno acaba bajo las ruedas de un filobús y muere, la noticia cambia.
– Eres un hombre lleno de fascinación – le dijo Càrrua apenas entró -. Fascinas a todos, a las mujeres, a los hombres, a viejos funcionarios como yo e incluso a integérrimos directores de Institutos de reeducación. Me refiero al director del Beccaria.
Duca se sentó delante de la mesa; creía comprender.
– ¿No sientes curiosidad por saber lo que ha sucedido? – continuó Càrrua.
– Sí, siento curiosidad.
Era mejor responderle así. Pero se sentía más cansado que curioso.
– Aquella noche que estuvimos en el Beccaria por causa del suicidio de Fiorello Grassi, dijiste que necesitarías llevarte a casa a uno de esos chicos encerrados en el instituto, para interrogarlo mejor, para mejor convencerlo de que dijera la verdad. Por lo menos lo recuerdas, ¿no?
– Sí, lo recuerdo.
Tuvo un estremecimiento y al mismo tiempo sentía calor. Tal vez gripe, pensó. Se conmovía cuando Càrrua intentaba chancearse. Y sonrió para que estuviera contento.
– Bueno. Pues le pedí al juez que nos permitiera sacar a uno de esos chicos y llevárnoslo de recreo unos días para interrogarlo mejor, y él, sabiendo que iba a confiártelo a ti, ha dicho que sí. Te conoce; me dijo que jamás aprobó tu condena por eutanasia, que él te habría absuelto, y me ha firmado inmediatamente la orden. Aquí está. Pero antes de dártela quiero explicarte varias cosas.