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Duca asintió, que explicase.

– Si ese chico se te escapa, pierdes el puesto; te pongo en la calle con mis propias manos. – Càrrua hablaba con pasión, no bromeaba. – Si le sucede algo, si se rompe una pierna, si alguien lo hiere o te lo escamotea, pierdes el puesto y además te vas a la cárcel.

Duca siguió diciendo que sí. Perfectamente lógico.

– Y cualquier cosa que le suceda a ese chico que me haga perder también el puesto a mí – Càrrua había continuado levantando el tono de voz-, porque yo he patrocinado esa idea tuya de sacar a uno de esos chicos y llevarlo a dar un paseo por Milán, entonces no sólo pierdes el puesto y te vas a la cárcel, sino que te rompo la cara con mis propias manos.

Duca pensó que era justo, y asintió de nuevo.

– Tal vez hayas comprendido lo que he querido decir – dijo Càrrua.

– Ciertamente.

– Entonces con este papelito te puedes ir al Beccaria. El director, a quien también tienes fascinado, te entregará a cualquiera de ellos, a tu elección. Me parece que hablaste de uno que tiene un curioso nombre.

– Sí, Carolino. Carolino Marassi.

4

Carolino Marassi salió, pero muy incrédulo, por el portón del Beccaria, al lado de Duca. Miró la plaza; llevaba un pequeño abrigo de mangas demasiado cortas para él, que le dejaban al descubierto buena parte de las muñecas, amoratado por el frío y aquí y allá sucio de mugre. Había niebla y hubiese podido huir fácilmente: Duca no lo llevaba de la mano. Pero era desconfiado y tenía miedo de una trampa: a lo mejor las calles que daban a la plaza estarían bloqueadas por policías y él caería en sus brazos como un estúpido. Antes de huir quería comprender algo de aquella historia, porque no entendía nada.

– Sube – le dijo Duca, manteniendo abierta la puerta posterior del coche. Él se sentó junto a Livia, que estaba al volante -. Vamos a mi casa.

Carolino miraba las calles con los ojos muy abiertos, saltones y clarísimos: Via Torino, Plaza Duomo, Corso Vittorio, San Babila. Pensaba intensamente, pero los pensamientos no se le ponían en orden: como caballos desbocados, se lanzaban sin freno por todas partes. ¿Por qué había ido a buscarlo aquel policía? ¿Por qué se lo llevaba a su casa? ¿Por qué no lo vigilaba mejor? También ahora, en el coche, le volvía la espalda; no se preocupaba para nada de él, y Carolino, si hubiese querido, habría podido abrir de golpe la portezuela y lanzarse del coche, pues avanzaban muy despacio a causa del tráfico.

– Éste es Carolino – explicó Duca. Sin volverse hacia él le dijo: – Ésta es Livia, mi chófer.

Carolino encogió un hombro, se frotó las manos que con la tibieza del interior del coche comenzaban a deshelarse y pensó irritado qué significaba aquella broma de decirle que aquella chica era el chófer. No tenía ganas de bromear.

– Párate ante la primera carnicería que veas – dijo Duca a Livia. Y ella se detuvo casi inmediatamente porque había visto una a pocos metros más adelante-. Bajemos todos – dijo Duca, y entró el primero en la carnicería, sin preocuparse de si el chico le seguía o no.

Pero Carolino lo siguió al lado de Livia, flaco y alto, con aquellos cabellos de un castaño sucio, también llenos de mugre, cortos e híspidos. Era casi tan alto como ella.

– Cuatro costillas grandes -pidió Duca.

El carnicero le sonrió amistoso, luego dirigió una mirada sin sonrisa a los andrajos de Carolino.

– Viene conmigo – dijo Duca.

Carolino miraba al suelo, torvo; sabía que iba mal vestido y se avergonzaba de ello en aquella tienda.

– Ponga también kilo y medio de carne para puchero – añadió Duca.

– Le daré un trozo superior, ya verá – dijo el carnicero.

Duca ofreció a Carolino el paquete de cigarrillos.

– Fuma – y le encendió el cigarrillo -. Ahora hemos de ir a una charcutería – dijo a Livia, volviendo a subir al coche.

La charcutería no estaba muy lejos.

– Aquí está – dijo Livia, deteniéndose.

– Si no quieres bajar – indicó Duca a Carolino – puedes continuar en el coche mientras nosotros compramos.

El muchacho, mal vestido, se avergonzaba.

Carolino meditó las palabras y luego dijo:

– Sí, me quedaré en el coche.

Vio al policía y a su chofer entrar en la charcutería, que estaba llena de gente: seguramente estarían allí un buen rato. Miró luego la llavecita del contacto, que el policía había dejado puesta. Entonces algunos pensamientos comenzaron a galopar por su mente y se unían a otros. Empezaba a comprender una cosa. Lo ponían a prueba: querían ver si se escapaba. También en aquel momento podía huir con ese coche. Sabía conducir; no necesitaba el carnet, ni haber cumplido dieciocho años, y podía irse con aquel coche. Pero ¿hasta dónde podría llegar? Ni siquiera tendría tiempo de encontrar un ciapparoeud para venderle las ruedas con todos los neumáticos, y ya le habrían echado el guante. Y una vez encerrado de nuevo, la pagaría cara. No huiría tan estúpidamente, sin una lira. Si se presentaba alguna buena ocasión, lo intentaría, si no, nada.

– Ahora vayamos por fin a casa – dijo Duca a Livia, al salir de la charcutería. Subió al coche con ella, sin mirar siquiera si dentro estaba el chico o no. Luego vio que estaba allí -. ¿Tienes hambre? – le preguntó.

– Sí, un poco – respondió el muchacho en seguida, instintivamente; hacía años que el hambre habitaba su estómago, acaso desde que había nacido, y nunca había podido apartarla del todo.

– Casi hemos llegado – dijo Duca.

A través de la niebla que con la noche se hacía más espesa, el coche atravesó lentamente Via Pascoli y se detuvo en la plaza Leonardo da Vinci.

– Vamos, Carolino – indicó Duca. Lorenza acudió a abrir-. Traigo un amigo que se quedará a cenar con nosotros – le dijo -. Ésta es mi hermana. Vamos, Carolino.

Se lo llevó al baño. Cerró la puerta y abrió el grifo de la bañera, el del agua caliente.

– Desnúdate y pon toda esa ropa en el suelo, en ese rincón.

El muchacho obedeció: se dirigió al rincón y comenzó a desnudarse. Duca encendió un cigarrillo y se lo dio.

– Piojos, no, ¿verdad?

– No, piojos no; chinches, sí.

– Pero sólo en las camas, en los colchones.

– Sí, pero hay muchas, y alguna se queda encima. Pero yo tengo pocas.

– Mejor que sea así – dijo Duca.

Cerró el agua caliente; el vapor inundaba como niebla el cuarto. Abrió un poco el grifo de agua fría. Encendió un cigarrillo para sí. A la tercera bocanada, el chico ya estaba allí, desnudo y ya sudando.

– ¿Cómo te gusta el baño, caliente o frío?

Carolino sacudió la cabeza.

– No lo he tomado nunca. Sólo la ducha cuando estaba en el Beccaria. Estaba casi fría y no me gustaba.

– Prueba con el pie a ver si te va bien – dijo Duca. El chico probó y repuso que le gustaba tan caliente -. Entra despacio, no de pronto. -Miró a aquel muchacho alto que entraba en la bañera, todo huesos y picaduras de chinches-. Distiéndete, así. ¿Estás bien?

– Sí – repuso el chico.

– Espérame así, que ahora mismo vuelvo.

Duca hizo un lío con toda la ropa que el chico se había quitado de encima, incluso de los zapatos, salió del cuarto de baño, corrió a la terracita de la cocina, donde estaba el tubo para la basura, y pieza por pieza lo echó todo dentro; los zapatos hicieron mucho ruido.

– ¿Qué haces? – le preguntó su hermana asomándose a la terraza.

– Desinfección – respondió Duca.

Volvió corriendo al baño. El muchacho estaba colorado, pero el agua se había vuelto muy oscura.

– Mira, esto es un guante de esponja. ¿Los conoces?

– No.

– Te lo pones así como un guante, luego, con la otra mano, coges el jabón y lo frotas sobre el guante hasta que éste se haya llenado de jabón. Después con el guante te pasas la mano por el cuerpo para hacer mucha espuma.