Le explicó cada detalle y se quedó mirándolo. El chico comprendió en seguida y se limpiaba a conciencia, pero hubo que cambiar el agua y esto requirió tiempo antes de que quedase realmente limpio. Los cabellos, aclarados de pronto, enrubiados. Afuera, Lorenza gritó:
– Duca, ¿puedo sacar la pasta?
– Estaremos listos dentro de diez minutos – dijo Duca.
Le dio al muchacho uno de sus pijamas. No le estaba demasiado largo; sólo hubo que doblar un poco las mangas y los bajos, como si se preparase para una lección de judo.
A los doce minutos estaban los cuatro a la mesa, en la cocina, y Lorenza sirvió las fettuccine con el asado.
– Sírvele más – le dijo Duca, y su hermana vació el humeante escurridor en el plato del chico.
Carolino miró la montaña de pasta que tenía delante, la vio enrojecer y crecer todavía más cuando Lorenza le puso el estofado y después la blanca nieve del queso. Pero se sentía incómodo, lleno de Vergüenza, a pesar de que Livia y Lorenza le sonreían, o dejaban de mirarlo. Duca, que estaba a su lado, le mezcló las fettuccine y le puso el tenedor en la mano.
– Come, y no te preocupes de nada.
Carolino enrojeció más, pero comenzó a comer; sólo miraba el plato. La presencia de las dos mujeres le causaba un gran malestar y lo hacía aún más desconfiado. Pero tenía tanta hambre, que hubo un momento en que ya ni se preocupó de cómo usaba el tenedor, si la mitad de lo que cogía con él se le quedaba fuera de la boca y si sorbía la pasta vorazmente. Duca encendió la radio porque todos estaban callados, y el parloteo de los transistores pareció complacer a Carolino, que comió casi siguiendo el ritmo de las palabras del que estaba dando las noticias. El plato de fettuccine que había hecho servir a Carolino era enorme, pero Duca imaginaba fácilmente el apetito de quien sale de ciertos institutos. En efecto, la montaña de pasta con estofado desapareció rápidamente.
– Ponle un huevo en su chuleta – dijo Duca a Lorenza que estaba ante el hornillo.
– Sí, ya me lo habías dicho – respondió Lorenza.
Un momento después Carolino tenía delante la gruesa costilla con un huevo frito encima. Miró incrédulo a Duca.
– Bebe un poco de vino – lo invitó Duca, llenándole el vaso.
Carne y huevos: el chiquillo acaso no había visto tanta carne en su plato desde que había nacido. Con todo y estar en los huesos, no estaba tuberculoso, pero si seguía con la alimentación del reformatorio no tardaría en estarlo. Carolino no sabía siquiera cómo atacar toda aquella carne y el huevo, pero el instinto lo ayudó. Atacó primero la carne, vorazmente, empleando al principio el cuchillo, luego, cuando la hubo liquidado toda, cogió el hueso con las manos y lo dejó completamente mondo. Después, con un trozo de pan y el tenedor hizo desaparecer el huevo.
– Bebe – dijo Duca, llenándole de nuevo el vaso. El chico lo vació de un trago. Duca le llenó un tercero-. Éste bébetelo poco a poco – le dijo.
Carolino enrojeció. Era curioso ver enrojecer a uno de aquellos muchachos. La radio retransmitía ahora una cancioncilla. Duca seguía el ritmo golpeando la mesa con los dedos. Lorenza y Livia hablaban en voz baja. La pequeña cocina estaba caliente, lleno el aire de sabrosos aromas. Carolino brillaba de sudor, de vez en cuando bebía un sorbo de vino, pero seguía con los ojos bajos.
– ¿Un cigarrillo? – le preguntó Livia, y le tendió el paquete por encima de la mesa.
Carolino miró todas aquellas pequeñas señales que Livia tenía en la cara. ¿Qué serían? Pero era hermosa, a pesar de todas aquellas señales. Vio ante sí la llama de un encendedor, que le tendía Duca. Encendió el cigarrillo y lo fumó lentamente. Duca le dio otro y lo fumó también. Ahora ya no tenía los ojos bajos, miraba a un lado y a otro, pero sin fijar los ojos en nada. De vez en cuando los labios se abrían en una tentativa de sonrisa, y tres vasos de vino lo habían hecho menos desconfiado. Luego comenzó a parpadear mientras terminaba el cigarrillo.
– ¿Tienes sueño? – le preguntó Duca.
Carolino aplastó la colilla en el cenicero. Ahora, no sabía por qué, veía al policía a través de una niebla y oía una voz de mujer en el lugar donde estaba la joven que tenía en la cara todas aquellas pequeñas señales: "Claro que tiene sueño". Otra voz de mujer le dijo algo cerca del oído: "¿Qué tienes?". Después sintió en el hombro la mano del policía: "Ven, Carolino. Es sólo un poco de cansancio". La mano del policía lo sujetó del brazo sin rudeza, paternalmente. Carolino se levantó, se dejó llevar por el policía a través de la niebla de la estancia; no comprendía dónde iba, no sabía por qué tenía tanto sueño. Acaso estaba ebrio. Oyó aún la voz del policía: "Échate aquí, en la cama". Él asintió, sin ver siquiera dónde estaba el lecho, pero el policía lo hizo sentar y tenderse en la cama, lo tapó. Después sintió la mano del policía. "Estás cansado, tienes que dormir". La almohada era blanda y el colchón también; las sábanas, lisas, no raspaban como las del instituto. No supo nunca si el policía había apagado la luz o él se había dormido de pronto.
5
Se despertó saciado de sueño, y no porque algún ruido lo hubiese despertado. Miró las líneas de luz de las persianas de la ventana y por el tipo de luz comprendió que habría mucha niebla. Luego, de pronto, se dio cuenta de que no estaba en el Beccaria, y lo recordó todo, desde que el policía lo había sacado del Instituto, hasta que le vino el sueño, y se sentó para ver dónde se encontraba. Era una habitación pequeña, pero que a él le pareció suntuosa: había un armario, una cómoda, dos sillas de madera clara, una mesilla de noche, y nada más, absolutamente ningún otro mueble, pero a él le pareció muy arreglada, llena de cosas. En la mesilla había una pantalla amarilla y un pequeño despertador que señalaba las once cuarenta. Nunca había dormido tanto; bostezó, pero tenía ya las ideas claras y una de ellas debió de haberle crecido en la mente durante la noche: el policía quería jugarle una mala pasada. Lo trataba tan bien porque iba a jugársela. Nadie hace nada por nada y Carolino se preguntó qué querría el policía a cambio de todo aquello: quería saber la verdad.
Estaba apañado.
Saltó del lecho y, descalzo, se dirigió a la ventana, abrió los postigos y las persianas, pero en seguida volvió a cerrar los postigos por el frío, y no vio nada o casi nada. La ventana daba al patio, pero la niebla era tan grande que distinguió sólo los balcones y las ventanas a los lados.
– Buenos días, Carolino.
Carolino se sobresaltó. Vio al policía que llevaba en la mano un gran paquete y una caja y que dejaba la caja y el paquete en la cama.
– Buenos días, señor.
– No digas señor – dijo Duca -, no estamos en el reformatorio.
– Sí, señor.
Sonrió por haber repetido la palabra. Siguió al policía, que lo llevó al cuarto de baño.
– Lávate bien, no tengas miedo de gastar jabón.
Lo dejó solo en el cuarto de baño y se fue a la cocina donde estaban Lorenza y Livia. Cuando oyó al muchacho salir del cuarto, fue a buscarlo y lo llevó a la habitación donde había dormido y abrió el grueso paquete. Había allí todo lo necesario para vestirlo: calzoncillos, camiseta, camisa y hasta corbata. Había también un traje gris claro y en la caja los zapatos.
Carolino miró todo aquello, intuyendo que era para él. Miró al policía y éste le dijo:
– Pruébatelo a ver si te está bien. Lo hemos calculado a ojo.
Había enviado a Livia a la Rinascente a comprar todo lo necesario para vestir al muchacho – era posible que un día la administración de la Jefatura se negase a pagarle los gastos, o no – y Livia tenía buen ojo y buen gusto.