Ayudándole un poco a vestirse, porque probablemente Carolino no habría llevado nunca ropas de aquella clase, ciñéndole lo justo el cinturón, haciéndole con gracia el nudo de la corbata, el chico se transformaba bajo sus. manos como si éstas trabajasen pastelina. Se hubiese convertido en un joven caballero, de no haber sido por sus largos cabellos, que le caían por todas partes. Livia tenía buen ojo, y aun cuando no había tomado ninguna medida del muchacho, todo le caía bastante bien, excepto, claro está, las mangas, un poco cortas, porque Carolino tenía los brazos largos en relación con los hombros.
– Me parece que estás bien – le dijo Duca -. Te faltan un par de cosas, un corte de pelo y un afeitado, al menos para quitarte estos largos pelos, y un buen abrigo. Así estarás listo.
Y cuando, por la tarde, después de haber pasado por la barbería y puéstose un abrigo gris claro recién comprado, Carolino se miró al espejo bajo los porches del Corso Vittorio, consideró que aquella persona que veía reflejada no era él. Tampoco sus manos, tratadas por una gentil manicura, eran las suyas. Miró al policía, miró a la muchacha que estaba con él, la que tenía todas aquellas señales en la cara, y bajó los ojos.
Aquel día el policía lo llevó al cine. Al día siguiente se fue con él a comer a un restaurante en el campo, cerca de un pequeño lago que apenas se veía por la niebla. El policía iba siempre acompañado dé la muchacha, que debía de ser la novia o la ayudante, no lograba entenderlo bien. Los dos eran amables y no lo molestaban nunca con demasiadas preguntas; le daban lo que necesitaba, desde la comida hasta los cigarrillos; no parecían vigilarlo, aunque muy bien pudiera ser que no se les escapara el menor de sus movimientos. El deseo de escapar era para él un prurito peor aún que el que le ocasionaban los parásitos del Beccaria, pero era un chico inteligente. No podía creer que un policía lo hubiese hecho salir del reformatorio así, gratuitamente, y que gratuitamente también lo alimentase y lo llevase de paseo. Había algo en aquel policía que le gustaba mucho, y nunca de policías y afines le había gustado nada, y era que lo trataba como una persona cualquiera y no como carne de presidio. La noche del interrogatorio lo había tratado mal, pero ni siquiera le dio una bofetada. Ahora, a su lado, se sentía uno cualquiera, uno de tantos que nada habían tenido que ver nunca con la policía. Tenía cuantas ocasiones de huir quisiera, de la mañana a la tarde y también por la noche; bastaba que abriese la ventana de su dormitorio; estaba en el primer piso y él sabía saltar algo más que de un primer piso.
El quinto día, por la tarde, la muchacha bajó del coche y entró en una tienda para hacer unas compras, y el policía, por primera vez comenzó a hacerle preguntas. En el coche se estaba caliente; afuera, por los cristales de la portezuela, se veía emerger de la niebla las caras lívidas de los paseantes.
– ¿Estuviste alguna vez en Suiza?
– No.
– ¿Sabes si ha estado alguno de tus compañeros?
– No lo sé.
– ¿Sabes que aquella noche, cuando matasteis a la maestra, uno de vosotros perdió una moneda de medio franco suizo?
– No, no lo sabía.
Duca había comenzado a interrogarlo así, de pronto, pensando pillarlo desprevenido. Tal vez. Pero a esa gente nunca nadie la pilla desprevenida, y las respuestas de Carolino lo demostraban. Sin embargo, no perdió la paciencia; ya no podía perderla porque la había perdido hacía mucho tiempo.
– Bien – le dijo -. Tú no sabes nada. Vamos a ver si puedo ayudarte a saber alguna cosa. Hoy es el quinto día que estás conmigo, casi libre, bien vestido; comes bien y no te falta nada. Dentro de cinco días habrás de volver al Beccaria, y lo sentiré mucho porque si me hubieses ayudado, podría evitar que regresaras al reformatorio. Conozco gente que te avalaría, se comprometería a mantenerte y te encontraría trabajo. De este modo no volverías al Beccaria. Todavía dispones de cinco días para pensarlo. No doy consejos, ni siquiera a los chicos como tú, pero esta vez te doy uno. Ayúdanos a meter en la cárcel a la miserable o al miserable que prepararon el asesinato en la escuela y tú volverás a ser un nombre como los demás, en lugar de un cliente de reformatorios y cárceles. Ahora no me contestes nada, pero piénsalo.
Carolino vio surgir de la niebla el rostro señalado de la chica del policía; se abrió la portezuela del coche, entró una ráfaga de aire frío que estaba desgarrando la niebla, luego la sonrisa de ella, y la joven se puso al volante.
– ¡Qué mareo para comprar dos libros!-y dejó el paquete con los libros en el asiento posterior, cerca de donde estaba sentado Carolino -. Qué cara más sombría tienes, Duca – añadió poniendo en marcha el coche.
– Me he peleado con mi amigo – y movió la cabeza para señalar a Carolino -. No quiere ayudarnos, no quiere decir siquiera una palabra, Lo creía inteligente. Lástima.
Carolino no estaba acostumbrado a oír hablar así a un policía, con aquel tono burlón y afectuoso, y, en su desconfianza, se encerró todavía más en sí mismo. Querían sólo exprimirlo como un limón, hacerle decir todo lo que sabía y luego volverían a meterlo en el reformatorio. Pero no lo conseguirían.
– Sin embargo, es inteligente – dijo Livia con calor, conduciendo con prudencia. Pero el viento comenzaba a levantar la niebla y de vez en cuando aparecía alguna polvorienta franja de sol-. Es muy inteligente.
No, no lo conseguirían; era inútil que se esforzasen. No tragaría el anzuelo. Al día siguiente – era el sexto – el policía no le preguntó nada, ni tampoco al otro día. Lo llevaron de paseo por toda Milán, dando vueltas por la ciudad como turistas que no la hubiesen visto nunca. ¿Por qué? Debía de haber un motivo para ir incluso hasta lo alto del Duomo – por lo demás, él nunca había estado allí -, para ir al cine casi todas las tardes, para bajar por la noche al bar a ver la televisión. Los policías no hacen nada por nada. Por esto no se sentía tranquilo y por la noche dormía muy poco: los días pasaban veloces: sexto, séptimo, octavo. Dentro de dos días lo entregarían al Beccaria, y aunque hablase volverán a meterlo en el Beccaria.
Era el octavo día, hacia la una; los cuatro estaban sentados a la mesa: Duca, Livia, Lorenza y Carolino. El chico tenía la cabeza baja sobre la minestra de pasta y habichuelas, cuando Duca dijo:
– Me he quedado sin cigarrillos.
– Mejor – replicó Livia -, en la mesa no se fuma.
– De acuerdo, pero será mejor irlos a buscar para después – contestó Duca. Sacó del bolsillo un billete de diez mil y se lo dio al chico-. Perdona, Carolino, cuando hayas terminado la minestra, ve a buscarme cigarrillos.
– Ya he terminado – dijo Carolino, levantándose.
Tomó el billete de diez mil y con ademán torpe y cohibido, lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
– Vuelve en seguida, no se te enfríe la carne – intervino Lorenza.
– En seguida – repuso Carolino.
6
Salió. Hacía sol, y aunque el aire no era muy limpio, los árboles del Viale Pascoli, sin hoja alguna, iluminados por aquel sol, parecían revestidos, casi cubiertos de invisibles hojas de oro. Carolino, hijo, nieto y bisnieto de campesinos, percibía instintivamente el olor de primavera, incluso en aquel frío y en aquel polvillo de niebla que flotaba en el aire. Le hubiese gustado estar en el campo, con otros chicos de la alquería, ir a buscar nidos, o a jugar en el torrente del agua todavía helada, como cuando vivía su padre, pero ahora su padre estaba muerto y era mejor no pensar en ello.
– Dos cajetillas de exportación – dijo a la vieja que estaba detrás del mostrador, y luego pidió: -Y una quina sin soda.
Y se bebió la quina, pensando en lo que pensaba siempre.
En huir. Ya no podía resistir al deseo. Comprendía que acaso estaba equivocado; probablemente lo agarrarían en seguida y entonces lo pasaría mal. Además, necesitaba decidir dónde ir. No tenía muchos lugares para elegir: sólo dos, en el fondo. Volver al campo y que lo escondieran sus amigos; además, había una chica que le ayudaría. Pero ¿cuánto hubiese podido durar? La policía iría sin duda a buscarlo allí, y aunque no lo encontrasen, él no podía pasarse los años escondido en el campo ni en los heniles de su pueblo.