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El otro lugar era más seguro, pero no le gustaba. Bebía un pequeño sorbo de quina y pensaba dónde ir. Naturalmente, también pensaba en no escapar y volver a la casa del policía. Comprendía que ésta era la solución más justa. Pero volver a la casa del policía representaba volver al Beccaria. ¿Por cuántos años? Evidentemente, hasta los dieciocho, después de lo que había sucedido en la escuela. Y, además, la Casa di Lavoro, qué delicia, mitad cárcel y mitad fábrica. Hasta los veintiuno, por lo menos, estaría enjaulado. Siete años. A su edad eran más largos que siete siglos.

– ¿Cuánto es? – dio a la tabaquera el billete de diez mil liras.

Le temblaba la mano porque ya había decidido. De pronto cesó la danza de la incertidumbre y la duda. Tomó el cambio y salió.

Pero afuera tuvo todavía un instante de indecisión. La casa del policía estaba apenas a cien metros, bastaba doblar la esquina para hallarse en la plaza Leonardo da Vinci. Bastaba llegar a ella para que la mano dejase de temblar y el corazón de latirle de aquella manera. Pero volvió a ver la fachada del Beccaria, vio de nuevo las grandes habitaciones y los pasillos y advirtió el olor áspero de los desinfectantes, y entonces se dirigió al otro lado, hacia el centro. Huía.

Un pequeño coche negro, un modesto 1100, estaba parado junto a la otra acera. Apenas el chico hubo recorrido veinte metros, Mascaranti salió del 1100. El robusto policía dijo al no menos robusto policía que estaba al volante:

– Yo lo sigo a pie; tú síguenos con este cochazo real.

– Sí, señor – dijo, bromeando, el joven agente.

Carolino caminaba más bien de prisa, sin volverse nunca atrás. Nunca supuso que lo siguieran; no había pensado que hacía ocho días que Mascaranti le seguía a él y a Duca cuando lo llevaba de paseo, que no había estado un sólo instante, ni de día ni de noche, sin vigilancia. Por la noche el 1100 aparcaba cerca de la casa de Duca, y un colega de Mascaranti desempeñaba su turno hasta el alba, cuando Mascaranti iba a sustituirlo. Había tenido toda la sensación de la libertad de huir, pero sólo la sensación. Y aunque era astuto, no dejaba de ser un chiquillo y no había podido prever esto.

En efecto, no se volvió nunca. Caminaba normalmente, ni de prisa ni despacio; recorrió todo el Viale Pascoli por la parte del sol, para calentarse, porque hacía mucho frío. Iba bien vestido, bien peinado, y por eso nadie lo miraba, excepto Mascaranti que lo seguía, y excepto el otro agente que conducía el 1100. Llegado a la plaza Isaia Ascoli comenzó a acortar el paso y se detuvo frente al bar tabaquería.

Carolino encendió un cigarrillo y así se dio cuenta de que las manos todavía le temblaban. Hallábase a mitad del camino y las indecisiones habían vuelto a surgir en él. Se le había ocurrido otra solución: volver a la casa del policía y contarle todo lo que sabía. ¿Qué sucedería? Lo pensó un momento. El policía le escucharía y cuando ya no pudiera serle útil lo devolvería al Beccaria. ¿O acaso no? El policía le había dicho que si hablaba ya no lo mandaría al Beccaria, que iría a vivir a casa de personas que lo avalarían, tendría trabajo y comenzaría por fin a vivir como una persona cualquiera, no como vagabundo en la cárcel o en los reformatorios. Y aquel policía le gustaba, tenía un aire de sinceridad, y también tenían un aire de sinceridad la hermana del policía y la chica, aun cuando tuviese la cara marcada con todas aquellas señales: después de haberla visto constantemente a lo largo de ocho días, había comprendido lo que eran aquellas señales, una enfermedad de la niñez, cuyo nombre no recordaba, pero había conocido a un chico que la tuvo y que quedó con la cara así. Chirlos no podían ser porque tenía demasiados, en toda la cara: ¿cómo era posible que nadie la hubiese desfigurado de esa manera? Y todos les parecían buenas personas que querían ayudarlo sinceramente. Era mejor que volviese a su lado.

Luego el miedo al reformatorio fue más fuerte que él. Nunca uno podía confiar en los policías. Siguió andando. Recorrió toda la Via Nino Bixio, la circunvalación; después siguió recto siempre los bastiones, y habiendo recorrido una última calle, se encontró en la plaza Eleonora Duse. Quedóse delante de uno de los portones que daban a la quieta Elazuela pero no entró en seguida. Seguía el sistema que le había sido enseñado: no dejarse ver por la portera. La cosa no era muy difícil porque la portera, que estaba casi siempre en su cubículo, salía a la pequeña terraza para ver quién era, sólo cuando oía el timbre de la media verja a mitad del zaguán. Bastaba parar con la mano el muelle del timbre para que éste no sonase. Carolino lo hizo bien y con habilidad: el timbre no emitió sonido alguno y la pequeña terraza estaba vacía, sin portera.

Hubo de subir a pie hasta el último piso, porque por la escalera era menor el peligro de encontrar gente que en el ascensor. Y aun siguió subiendo. Después del último piso, había una buhardilla y sobre el rellano se abría una única puerta en la cual veíase, en una tarjeta, el nombre Domenici. Tocó el timbre.

Transcurrió mucho rato. Quizá no había nadie. Tocó otra vez. Entonces una voz baja y cálida de mujer, un poco enronquecida, dijo detrás de la puerta:

– ¿Quién es?

– Soy Carolino.

Aún transcurrió tiempo, casi un minuto, y Carolino repitió:

– Soy Carolino.

Y sólo entonces se abrió la puerta.

7

La mujer que abrió la puerta acaso no tendría siquiera cuarenta años, pero representaba muchos más a causa de su rostro surcado de arrugas que el maquillaje no conseguía disimular y por los ojos ocultos tras unos lentes oscurísimos que hacían aún más evidentes aquellos fláccidos surcos, llenos de cremas. En cambio, las piernas, que la minifalda dejaba ver hasta varios centímetros por encima de las rodillas, eran bellas y de aspecto juvenil en las medias plateadas que seguían la sinuosidad de la pantorrilla.

– Entra.

Carolino entró. Advirtió el olor intenso y estancado de todos los perfumes que ella usaba, de todas sus cremas, coloretes y lacas, olor que flotaba en el calor de una estufa de querosén. Y al seguirla al otro lado del pequeño recibidor casi oscuro a la sala contigua, notó el olor ya rancio del humo. Marisella fumaba constantemente y los enormes ceniceros que había por todas partes, incluso en el suelo, los vaciaba solamente cuando estaban llenos a rebosar.

Marisella miró al chico y le preguntó:

– ¿No estabas en el Beccaria?

Luego encendió un cigarrillo y miró atentamente a Carolino, como si no lo reconociera, a causa de su traje nuevo, los cabellos bien cortados, la camisa blanca, los zapatos nuevos y brillantes. No entendía el cambio de prendas de vestir y aquello no le gustaba. Además, uno del Beccaria ha de estar en el Beccaria, y tampoco le gustaba que estuviese fuera.

– Me han hecho salir – respondió Carolino.

Ahora las manos no le temblaban ya. Para bien o para mal, ahora estaba allí. Marisella haría lo que fuese para que no volviera al Beccaria.

– Cuéntamelo todo – dijo Marisella.

La salita, con el techo inclinado, tenía una pared toda de cristales que daba a un tejado-terraza lleno de macetas sin flores, algunas sin plantas, sólo tierra salpicada aquí y allá por alguna colilla. A pesar de la desolación de aquel pretexto de jardín colgante, un poco de sol, un poco de azul y alguna racha de niebla, daban un color crepuscular y decadente, vivo no obstante, a la terraza.