– … Y entonces me llevó a su casa, me dio el traje, la camisa, todo nuevo… – contaba Carolino, sentado en el brazo de una butaca, mientras Marisella, de pie, volviendo la espalda al ventanal para que la viva luz no le iluminase el rostro, permanecía inmóvil.
Y cuanto más hablaba Carolino, más inmóvil y más rígida se mostraba. No fumaba ya, mantenía el cigarrillo entre los dedos, el brazo rígido a lo largo del cuerpo, inmóvil, tanto que el cigarrillo se apagó.
– El policía quería saberlo todo – continuaba contando Carolino -, me hizo salir del Beccaria para eso, pero no he dicho ni una palabra.
La miró, satisfecho de haber sido capaz de resistir a los halagos del policía y buscando en ella una señal, por levísima que fuese, de aprobación, y ella, en efecto, le dijo:
– Bravo.
Pero fue un "bravo" que, dicho así, sin sonreír, bajo la sombra de aquellos lentes oscurísimos, en un rostro sin expresión y con una voz sin expresión, dejó empavorecido a Carolino, en lugar de confortarlo.
– … Me habría tenido así un par de días más y me hubiera enchiquerado otra vez. Y yo al Beccaria no quiero ir… – continuó.
A través de los lentes ella lo miró con odio, odio que el muchacho no podía ver. Y había ido a ella, justamente a ella, pensó con aborrecimiento.
– ¿No se te ha ocurrido pensar que pueden haberte seguido? – preguntó al muchacho, pero sin tono de reproche.
– ¿Por qué? – dijo Carolino, espontáneo.
Estaba en casa de un policía y no podía admitir que otros policías lo hubiesen seguido.
– Porque no pueden dejarte escapar tan fácilmente – explicó ella con paciencia. Había logrado dominarse y dominar todo su histrionismo, porque sólo ella sabía que el momento era peligrosísimo -. No son estúpidos, conocen su oficio. Te escapaste v te han seguido por ver dónde ibas.
Y aquel idiota había ido precisamente a su casa.
Carolino se rebeló aún a lo que le parecía un absurdo.
– Pero hubiese podido escapar cuando hubiera querido, en todos esos días.
– Precisamente, y ellos estaban dispuestos a seguirte en cualquier momento, como han hecho hoy – le explicó tranquila, porque cuanto mayor es el peligro más tranquilidad hay que tener.
Carolino permaneció un momento en silencio, tragando penosamente aquel desagradable bocado: parecía increíble.
– ¿Estás segura? – preguntó, ingenuo.
– Estoy segura – respondió ella -. Pero miremos por la terraza.
Abrió la ventana de cristales, salió seguida de Carolino y se acercó a la baranda, junto a una chumbera decorativa, y, sin asomarse, miró a la plaza Eleonora Duse.
Una prostituta veterana sabe reconocer a un policía desde treinta metros de altura. Estudió un instante la plazuela, casi toda ella ocupada por coches parados, excepto un espacio en forma de anilla dejado libre para el tráfico, y dijo:
– Ahí los tienes, esos dos que están junto al 1100.
Carolino miró. No era un veterano del reformatorio, ni veterano de nada, porque tenía sólo catorce años, pero en unos años de malas compañías y con su espíritu de observación, reconocía muy fácilmente a un común mortal de un policía, incluso a distancia. Y tuvo miedo al ver a aquellos dos parados junto al 1100. También a aquella altura distinguió el corte de la chaqueta de uno de los dos, un poco abundante, que quería decir policía de primera clase, un pequeño cabo (era Mascaranti) y su compañero, en cambio, con la chaqueta muy estrecha sobre los robustos miembros, que quería decir un policía de medio pelo, de los que conducen el coche o los furgones celulares, de los que se emboscan junto con el policía de primera clase. Carolino se apartó bruscamente de a baranda como si temiera que los dos policías pudiesen verlo. No podía equivocarse y no estaba sugestionado por Marisella.
– ¿Qué hago? – dijo, y fue todo menos palabras, fue una mirada llena de ansiedad dirigida a la prostituta veterana, moviendo los labios como si diera las boqueadas. ¿Qué hago?, pensó, y luego lo dijo: -¿Qué hago?
Ella, Marisella Domenici, no contestó. Entró en la salita y miró el reloj de pulsera: eran las dos.
– Ahora lo pensaré – respondió al chico, que entró detrás de ella -, Si quieres beber o comer algo ve a la cocina.
– No – repuso Carolino.
Con los ojos turbios de miedo miraba a la mujer y a la terraza, como si tuviera encima a los dos policías que había visto. Encendió un cigarrillo, pero inseguro, sin ganas.
– Voy un momento al otro lado – dijo ella.
Abrió una puerta y entró en su alcoba. Estaba cansada, como siempre apenas se levantaba, porque se había acostado casi a la una, y la tensión nerviosa provocada por la imprevista visita la había cansado todavía más. Se sentó en la cama y abrió el cajón de la mesilla de noche; estaba lleno de tubos y frasquitos de medicamentos, depresivos o excitantes, según las circunstancias. Eligió uno, tomó una pastilla del frasco y bebió un poco de agua del vaso que había sobre la mesita y tragó la pastilla, haciendo una mueca. Luego se tendió en el lecho sin quitarse los lentes, aguardando el efecto energético de la medicina.
"Maldito."
Pensaba en Carolino. Había llevado a la policía hasta allí, hasta ella. Nunca la policía habría llegado por sí sola hasta allí.
"Maldito", siguió pensando.
Ahora no había escapatoria. La policía descubriría en seguida que en aquella casa vivía ella, la Domenici; no era difícil – rió amarga y con fuerza -, estaba la tarjeta en la puerta e investigarían. Ella no estaba en condiciones de resistir los interrogatorios, con los nervios en aquel estado; no tardarían en hacérselo decir todo.
La pastilla comenzaba a producir efecto: leves ondas de energía y bienestar ascendían de su estómago hasta su cerebro; su corazón latía con fuerza, la circulación era rápida, su cara comenzaba a arder un poco. Acaso hubiera un medio de salvarse. No estaba muy segura, pero se levantó de pronto y abrió uno de los cajones de la cómoda; dentro, entre otras cosas, había una caja, y dentro de la caja que abrió febrilmente había una navaja de muelles.
En otro tiempo en aquella caja hubo también un revólver, regalo que ella le había hecho a Francone, pero Francone había muerto en la cárcel y la policía se había quedado con el revólver, y ella ahora era una mujer sola, llevando dentro aquel recuerdo de Francone que le quemaba y fuera aquel otro recuerdo, la navaja. Él era valiente, hacía saltar el muelle, salía la hoja y ya había herido.
Ella lo intentó. La primera vez se asustó, tuvo un sobresalto, porque sin haberse dado cuenta tenía la navaja encarada hacia ella y la hoja le arañó un brazo. Rió ásperamente de miedo. Como le explicaba Francone, probó de asestar el golpe un instante antes de accionar el muelle, "de manera – decía él, sereno y apasionado por el tema -, de manera que la violencia del golpe que des se sume a la violencia de la hoja que salta, y así ésta entra toda, hasta en un toro".
Sonrió al recuerdo de las explicaciones de Francone, y probó y volvió a probar muchas veces a herir el aire con la navaja. La pastilla le daba cada vez más energía y también felicidad. Era feliz. Sabía que no debía fiar demasiado en aquella felicidad, pero sabía también que la despabilaba, que le daba rapidez y agudeza. Metió la navaja en el bolso que estaba en una silla. Se puso el abrigo de pieles que sacó del armario, una imitación de color rojo oscuro, corto como la minifalda, y llamativo para ella tan llamativa ya con aquellos lentes y aquellos labios tan pintados.
– Tranquilízate, que te sacaré del apuro – dijo a Carolino, volviendo a la salita. Se dirigió a la cocina y se sirvió medio vaso de coñac-. ¿Quieres? -preguntó al chico, que la había seguido. Carolino dijo que no y ella tosió y bebió otro sorbo-. Sal inmediatamente fuera de aquí por los tejados. Recuérdalo, porque lo hiciste otra vez.
Carolino asintió, lo recordaba. Por la terraza de aquella buhardilla se saltaba fácilmente a otra terraza vecina, y de ésta a otra y otra, y luego había que forzar una portezuela desquiciada que daba a una escalera y al fondo de la escalera había un patio que daba a Vía Borghetto, al otro lado de la manzana.