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Era una pregunta muy vaga y la respuesta podía ser vaguísima.

Sin embargo, fue curiosa la contestación.

– Más bien demasiado – repuso la portera -. En el primero y el segundo pisos están los despachos, y allí, a las siete de la tarde, todo está cerrado. Los demás inquilinos son todos personas mayores, la más joven de las cuales es la que vive en a buhardilla, que el administrador llama ático, pero andará también por los cincuenta. Sólo las criadas son jóvenes, pero es mejor no hablar con ellas, pues siempre dan un montón de disgustos.

Duca había llegado al final del registro y de los distintos nombres hallados en aquellas gastadísimas páginas, uno le recordaba algo: Domenici. Acaso no conocía a ninguna señora Maria Domenici de profesión sus labores, pero había oído el nombre, y no hacía demasiado tiempo: era un nombre "nuevo", reciente. Se levantó.

– Esté al cuidado – dijo a la joven portera en el umbral de la terraza – por si ve pasar a ese muchacho alto, flaco, con la nariz grande; tiene también un abrigo claro. No le diga que ha preguntado por él un policía. ¿Comprende?

– ¿Y por qué tenía que decírselo? – repuso ella, confidencial-. Sé que lo que me diga la policía no he de ir pregonándolo por ahí.

– Gracias – interrumpió Duca, y salió.

Hay deseosos de diálogo con sus semejantes, cualquier diálogo y con cualquier semejante. Atravesó la plazuela, hizo una seña de saludo a Mascaranti y se sentó en el coche junto a Livia.

– A casa – dijo, y se entendía la Jefatura.

También decía "a casa", cuando quería ir a su hogar de la plaza Leonardo da Vinci, pero el matiz de su voz era distinto, y Livia lo advirtió en seguida, sin necesidad de que se lo explicase.

Cuando ella detuvo el coche en el patio de la Jefatura, Duca se apeó y le dijo:

– Date una vuelta por ahí mirando escaparates. Pero no te alejes demasiado.

Subió a su despachó, abrió el acostumbrado cajón, sacó la carpeta y en seguida encontró el nombre, Domenici, aquel nombre "nuevo" que tenía en la mente: Ettore Domenici, 17 años, madre prostituta, confiado a una tía, dos años de reformatorio. Era uno de los once muchachos del crimen y el resumen de las notas características sintetizadas nerviosamente por el nervioso Càrrua.

Ese Ettore Domenici debía de tener, además del padre, también una madre, y esa madre podía ser aquella Maria Domenici que vivía en la plaza Eleonora Duse, a menos que no se tratase de una coincidencia de nombres. Pero no podía ser una homónima, pensaba jugando con un lápiz rojo y azul, porque hubiera sido un poco extraño que Carolino hubiese ido al edificio de la plaza Duse, donde daba la casualidad que vivía una homónima de la madre de su colega de reformatorio. Concomitancia demasiado difícil.

Pero si esta Domenici de la plaza Duse era la madre del joven recluso Ettore Domenici, entonces, era además una prostituta y alguna documentación sobre ella habría en el archivo.

Se metió en el archivo con muchas esperanzas. Naturalmente, el archivo era el lugar más oscuro de toda la Jefatura y las pocas lámparas fluorescentes que rayaban el techo, no hacían otra cosa que acentuar aquella oscuridad con su cadavérica luz. Y, naturalmente, el archivero jefe era el hombre más nervioso y enemigo de los policías que pudiera existir.

– Estos policías creen poder detener a ladrones y asesinos hurgando en mis ficheros, y si no lo consiguen yo tengo la culpa. Que vayan a hacer… -y con colorido napolitano indicaba las diversas cosas que sería mejor que hicieran los policías.

– Buenos días, doctor Lamberti-dijo el archivero jefe, sin levantarse, y sin levantar siquiera la cabeza de la máquina de escribir en la cual tecleaba lentamente.

– Maria Domenici, prostituta – dijo Duca, sabiendo que el viejo archivero era un amante de la concisión.

No era de los que gustaban de dialogar con sus semejantes, como la portera de la plaza Duse. Probablemente se sentía más feliz cuando menos semejantes tenía a su lado.

– Perdóneme, doctor Lamberti – dijo el archivero levantándose. Era alto, delgadísimo y un poco cargado de espaldas, y llevaba unos lentes enormes -, pero usted seguramente no sabe de esa mujer ni quiénes son sus padres, ni el lugar de su nacimiento, ni la edad, y si en mi fichero hay veintisiete Marías Domenici que hagan de prostituta, ¿qué va a hacer usted?

Mientras tanto lo guió por los largos y tenebrosos corredores abarrotados con las cajas metálicas de los ficheros.

Duca no sabía lo que estaba dispuesto a hacer si entre aquellos ficheros había veintisiete Marías Domenici entre los que escoger. Confió en que hubiera menos de veintisiete.

– Tiene usted suerte, doctor Lamberti – dijo el archivero, entregándole un cartoncito que había sacado de uno de aquellos abisales ficheros -. Hay sólo dos Domenici prostitutas y sólo una que se llame Maria.

Duca leyó la ficha ávidamente. En ella figuraban todos los datos de Maria Domenici, hasta su nombre artístico, Marisella, además del apellido de soltera, Faluggi. Figuraba el nombre del hombre que se había casado con ella y que reconoció a un hijo que ella tuvo de otro, desconocido en cuanto a efectos civiles. El cónyuge de Marisella se llamaba Oreste Domenici llamado Francone (véase ficha personal, también bajo el nombre de Francone), había anotado minuciosamente el archivero. Era una ficha nutrida porque en ella estaban relacionadas todas sus "hazañas" a causa de su verdadera profesión, más las condenas, cuatro en conjunto, por un total de siete años, en razón de diversos hobbies practicados por ella: hurto, acuchillamiento de una colega callejera, tráfico de estupefacientes y consumo propio de los mismos.

Pero, aunque nutrida, no se deducía mucho de la ficha. Hizo acopio de valor para dirigirse de nuevo al archivero:

– Por favor, deme también la ficha de este Oreste Domenici, llamado Francone.

Consiguió obtenerla y se dirigió corriendo a su despacho a estudiarlas. Las leyó tres veces y tomó apuntes; allí estaba todo y, sin embargo, no se hacía la luz. Las cifras, los hechos desnudos, no significaban mucho. Son los detalles, los matices, los "nada", lo que da luz a la realidad. De todos modos tomó nota de los hechos. El señor Oreste Domenici, llamado Francone, había ejercido desde la adolescencia la profesión de explotador y de alcahuete. Se había casado por primera vez a los veintiséis años y, claro está, había prostituido a su mujer – hecho por el cual había sido condenado -, "vendiéndola" a un colega por la cantidad – el hecho se remontaba a antes de la guerra – de dos mil liras. Después de cumplidos los cuarenta años Francone había ampliado sus actividades dedicándose a los estupefacientes, y había cumplido diversos años de cárcel también por esto. Recientemente incluso, es decir, el año anterior, 1967, había sido encarcelado por tráfico de estupefacientes procedentes de Suiza. Entre las muchas cosas que afectaban al señor Domenici figuraba ésta: el 27 de setiembre de 1960 se había casado con Maria Faluggi – convertida así en Maria Domenici – y había reconocido a su hijo natural, Ettore, de nueve años de edad. Pero en 1964 se le había despojado de la patria potestad porque un padre como ése era mejor perderlo, y el turbulento muchacho, su hijo legalizado, fue confiado a su tía, es decir a la señora Faluggi, viuda de Novarca, es decir la hermana de la madre del chico.

Por último, directísimamente relacionada con el señor Oreste Domenici, llamado Francone, figuraba la noticia de que había muerto de pulmonía en la cárcel de San Vittore en Milán el día 30 de enero de 1968. Hallábase en la cárcel por motivo, frecuente en los últimos años, de contrabando y venta de estupefacientes.

De todo se había tomado nota; allí estaban las fechas, los nombres, las direcciones, la edad, pero todo esto no decía mucho; decía sólo que Oreste Domenici era un mal sujeto, del mismo modo que la ficha de Marisella, su mujer, decía sólo que era una prostituta. Esas fichas eran como balances; en ellas estaba escrito todo, hasta el último céntimo, pero pocos saben que en el apartado "gastos generales", están comprendidas las trescientas mil liras mensuales que entregar a cierta señora X que muy pocos sabían era la amiga de un director general.