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– Mire, hasta que llegaba la señorita maestra, yo echaba de vez en cuando una ojeada a la clase, o lo hacía mi marido, para ver lo que tramaban. Imagínese que una noche que vinieron mucho antes que la maestra, intentaron meter en la clase a una chica, pero mi marido telefoneó a la policía y tuvieron que soltarla. Por esto el director quiso cerrar el aula A, pero los asistentes sociales protestaron, dijeron que esos jóvenes no iban a la escuela a hacer daño, que había que tener paciencia, y el director, que es un poco débil, no insistió. – La vieja hablaba con furia y melancolía. – Tenía que haberlos visto hace dos años, cuando vino de Bergamo una señorita maestra muy bajita, que parecía una monjita y vestía un poco como las monjas de azul oscuro con cuellecitos blancos. Resistió sólo tres días. La tercera noche me vino a ver llorando. "Diga al señor director que no puedo, que me es imposible, que me es imposible." Y ni el director ni yo logramos saber qué le habían hecho esos golfos, pero se puede imaginar.

Pacientemente, Duca dijo:

– Es muy interesante.

A nadie se le había ocurrido que para un alumnado semejante hubiera sido mejor un hombre, un maestro varón, incluso elegido entre los sargentos de la legión extranjera, y por tanto capaz de tener metidos en un puño a alumnos como aquéllos. ¿Era falta de imaginación o falta de maestros varones capaces de sacrificarse en aquel desagradable, ingrato y mal pagado trabajo, al que, en cambio, se sometían tantas mujeres, no sólo por necesidad, sino muchas, como la muerta, con una sincera pasión por su misión? Quién sabía por qué.

– Muy interesante, pero quisiera saber cómo fue posible que no se oyera ningún ruido. Estaban enloquecidos, habían volcado las mesas, y usted estaba cerca del aula…

– No se oye nada, doctor. Usted no tiene idea del ruido que arman los coches, el tranvía, los camiones que pasan por esta calle durante todo el día hasta cerca de las nueve – dijo la vieja con decisión, interrumpiéndolo -. Algunas veces mi marido y yo tenemos que hablar en voz alta en la cocina, si queremos entendernos.

Duca asintió, un entresuelo como el de aquella escuela, con el tranvía a tres metros de distancia, los camiones: era verdad, nadie podía oír nada.

– ¿Y cómo descubrió lo que había ocurrido? – preguntó a la portera.

Ésta repuso con rapidez:

– Porque después de las nueve salí al jardinito a retirar la maceta que sacamos afuera de día, pero que por la noche, con estos fríos, metemos dentro, y mi marido salió conmigo porque la maceta pesa mucho, y cuando la agarramos entre los dos y la colocamos cerca de la escalera, nos dimos cuenta de que la luz del aula A estaba apagada; y por la ventanita de arriba, sobre la puerta del aula, sólo había oscuridad.

– ¿Estaba apagada la luz? – preguntó Duca.

Absurdamente, en el horror de aquel lugar recordó la carita de Sara. La hija de su hermana se iba haciendo mayor, crecía cada vez más y le decía: "Tiíto, tiíto, ¿qué me has traído?". Realmente tenía que llevarle algo a la pequeña.

– Sí, apagada. Mi marido dijo: "Stüden o ronfen?" - estudian o roncan-, pero yo repliqué: "Me pias minga, ndem a vede" - no me gusta, vamos a ver -. Fuimos, entramos y lo vimos.

La vieja tragó saliva y miró al suelo para no ver la pizarra.

– Gracias-dijo Duca.

La dejó libre, miró a Mascaranti, trató de no mirar más aquellos círculos pequeños y grandes, ni a la pizarra. -Vamos a casa – dijo. Es decir, a la Jefatura.

3

Llegaron. Mandó a Mascaranti a que comiera algo y se dirigió inmediatamente a su despacho, si podía llamarse despacho, y encontró sobre el escritorio una nota: "Ha telefoneado dos veces tu hermana. Llámala en seguida. Càrrua", si podía llamarse escritorio, pero era más bien una mesa rústica.

Marcó el número.

– ¿Qué ocurre? – dijo cuando oyó la voz de su hermana.

– Sara tiene casi cuarenta de fiebre, quema como una plancha – repuso Lorenza, su hermana.

– Mira si tiene en la garganta puntos blancos o placas.

– Ya lo hice: no tiene nada, pero la fiebre es muy alta – añadió -. Ven en seguida, Duca; tengo mucho miedo.

Él miró la gruesa carpeta gris que tenía sobre la mesa: eran los interrogatorios de los once muchachos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, aula A, y tenía que leérselos todos.

– No tengas miedo, ahora mismo te enviaré Livia con unos supositorios que debes ponerle a la niña. Luego, en cuanto naya terminado mi trabajo, iré yo. Mientras tanto ponle también a la pequeña alguna compresa de agua helada en la frente.

– Pero ¿por qué no vienes? – Casi lloraba.

– Trataré de ir lo antes que pueda; pero no te asustes. Sólo es gripe.

Telefoneó a Livia.

– Livia.

Ella respondía siempre con aquella voz suya ansiosa y límpida:

– ¡Oh, Duca!

– Óyeme, Sara tiene un poco de fiebre. Yo ahora no puedo moverme de aquí.

– ¿Estás en la Jefatura?

– Sí. Por favor, ve tú a ver a Lorenza, pero antes pasa por una farmacia y compra supositorios de Uniplus y le pones uno en seguida. Si al cabo de una hora no le baja la fiebre, ponle otro. Compra también luminaletas y dale una. Dale el chupete pero mójalo constantemente en agua, sin azúcar. En cuanto haya terminado, iré yo. Si ocurre algo, telefonéame, claro está.

Ansiosa y clara llegó la voz de ella a su oído:

– Sí, en seguida.

– Gracias, querida.

– No es nada grave, ¿verdad? – preguntó ella.

– No lo sé, creo que no. Ve en seguida, querida.

– Sí, querido.

Duca colgó, se levantó y fue a abrir la ventana del cuarto, tan pequeño que la ventana era casi la mitad de la pared. Y entró de pronto aire a tres grados bajo cero, y afuera no se veía nada, sólo la niebla, pero aquel aire helado se llevaba los malos olores de madera vieja, de carpetas viejas, de humo viejo que se estancaban en un despacho tan pequeño. La dejó abierta y fue a sentarse ante su mesa, se subió las solapas de la chaqueta y abrió la carpeta, bastante voluminosa.

Comenzó a leer ordenadamente, hoja por hoja. La carpeta contenía once pliegos, tantos como muchachos de la escuela nocturna, autores del asesinato. De cada muchacho se daban las generalidades y en tres o cuatro líneas la biografía; además, figuraba la opinión del médico y el psiquiatra que lo habían visitado. A continuación, el interrogatorio tomado del registro del magnetófono. Cada pliego, como Duca lo cronometró, requería unos veinte minutos de lectura, porque incluso tomaba apuntes; es decir, hacía en pocas líneas un resumen de todo el pliego.

Al terminar el tercer pliego oyó abrir la puerta: era Mascaranti.

– Doctor, aquí hace un frío terrible. ¿No lo siente?

– Lo siento – casi le castañeteaban los dientes -. Cierre.

Mascaranti cerró la ventana.

– ¿Puedo ayudarle, doctor?

– Sí, vete al despacho de Càrrua, mientras él está en casa, acomódate en una butaca y trata de dormir. Luego te llamaré – dijo Duca -. Procura dormir bien, porque hay mucho trabajo.

– Sí, doctor-dijo Mascaranti. Ya en la puerta añadió: – ¿Un cigarrillo?

– No – respondió Duca -. Tres paquetes, nacionales corrientes, no de exportación, y dos cajas de cerillas.

– Tres pa…-exclamó Mascaranti.

Duca fumaba muy poco.

– Sí, oíste bien – cortó Duca, continuando leyendo; no sólo el rostro sino también las manos lívidas por el frío después de haber estado más de una hora quieto con la ventana abierta. Pero lo había hecho adrede, porque quería ser objetivo: ¡frío!-. Pero antes de dormir ve a buscarme dos botellas de anís lactescente.