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– No es posible, Carolino – dijo Duca -, ya te cuesta mucho respirar sin fumar. Mañana.

Quiso al menos tener el cigarrillo en la mano, apagado; apagado se lo llevaba a la boca, aspiraba y hablaba. También estaba allí Mascaranti, que había ido como taquígrafo y como testigo.

– ¿Quién te hirió con el cuchillo?

Con el rostro pálido y muy demacrado después de aquellos días, con el cigarrillo apagado en los labios, Carolino repuso:

– Ella.

– ¿Quién es ella? – preguntó Duca muy despacio.

– Marisella.

– ¿Marisella Domenici?

– Sí.

– ¿La madre de Ettore Domenici, tu compañero de escuela?

– Sí.

– ¿Por qué te dio esa cuchillada?

Carolino se quitó el cigarrillo de los labios, y la punta que había tenido en la boca estaba húmeda y ennegrecida.

– No lo sé – respondió.

Realmente no lo sabía.

– Nosotros lo sabemos – dijo Duca -. Tenía miedo de que se lo contases todo a la policía.

– Pero yo le dije que no le contaría nada a la policía.

– No te creyó. Pensó que más tarde o más temprano nos lo contarías todo – respondió Duca.

– Me escapé para ir a su casa. Si hubiera querido contárselo a la policía no habría huido.

No lograba convencerse todavía de que Marisella hubiese desconfiado de él. ¿Por qué no se había fiado? ¿Por qué había intentado matarlo?

– De manera que ahora debes decirme todo lo que sabes – dijo Duca.

Él asintió, se llevó a la boca el cigarrillo también atormentado un poco por sus dedos.

– ¿Quién fue el primero que agredió a vuestra maestra? – pregunto Duca.

Observaba el rostro del muchacho para descubrir en seguida los primeros síntomas de cansancio, y comprobaba de vez en cuando su pulso.

Y vio que el rostro del chico enrojecía ligeramente.

– ¿Quién fue? – repitió, pensando que Carolino se resistía aun a la idea de traicionar a un compañero.

Hasta en los más corrompidos existe esta estúpida idea del honor.

Pero Carolino no vacilaba por esto; miraba a Duca, miraba a Livia, miraba a Mascaranti dispuesto a escribir y que no decía nada sólo porque no quería pensar en aquella noche.

– ¿Quién fue el primero en agredirla? – repitió Duca.

Carolino afirmó con la cabeza.

– Ella.

Duca esperaba el nombre de un muchacho, de uno de los once jovenzuelos que asesinaron a la maestra, en resumen, el nombre de un hombre. No pensaba en la palabra "ella". ¿Que tenía que ver ella en un acto de violencia contra una mujer?

– Ella, ¿quién? – preguntó, pero era como si ya supiese quien era esta ella, y era, en efecto, la que él pensaba.

– Marisella – repuso Carolino.

Difícil de creer. Hasta Mascaranti anotó este nombre con la sensación de que escribía algo equivocado.

– ¿Quieres decir que la madre de tu compañero Ettore estaba allí, en la clase, aquella noche? – preguntó Duca.

Una mujer en el aula A de una escuela nocturna. Había pensado en una mujer como instigadora de aquellos muchachos, que los impulsó al delito, pero no que ella estuviese allí, en la clase, con los demás chicos, durante el asesinato.

7

Y, sin embargo, Carolino lo explicó bien. Aquella noche de densa niebla se presentó con un viejo abrigo azul, porque así llamaba menos la atención y podía parecer la madre de un alumno de la escuela nocturna, y bajo el abrigo llevaba la botella de anís lactescente siciliano, ese aguardiente que se evapora en la lengua, al que había añadido unas gotas de un anfetamínico que todavía lo hacía aún más fuerte.

Entró muy sencillamente por la puerta, sin ser vista por la portera. La portera, cuando las clases habían comenzado, cerraba la puerta de la escuela para que nadie pudiese entrar sin que ella lo viese. Pero la cerradura de pestillo podía abrirse desde dentro, no sólo por ella, sino por cualquiera que quisiera salir.

Su hijo Ettore la había ayudado. Estaba en clase con sus compañeros y la joven maestra Matilde Crescenzaghi, sentada detrás de la mesa que hacía las veces de cátedra, había comenzado su lección de geografía. Aquella noche correspondía a Irlanda y la intención de la joven maestra era explicar qué era Irlanda, qué era Eire, y la razón histórica y religiosa de la diferencia.

El joven Ettore Domenici, su hijo, a la hora fijada se levantó del banco y salió de la clase.

– Voy al lavabo – había dicho.

Todos lo decían así, y siempre, a la palabra "lavabo" había alguien que se reía nervioso, porque todo lo que se refiere a las funciones fisiológicas del organismo provoca en los niños, los atrasados y los anormales, un interés anormal. Por otra parte, la joven maestra Matilde Crescenzaghi no podía hacer nada contra aquella risa neurótica. Los lavabos estaban en el piso de encima, y los muchachos se aprovechaban también ampliamente de ello para fumar un cigarrillo, y siempre que salían de la clase decían: "Voy al lavabo".

El joven Ettore Domenici no fue al lavabo del piso de arriba, sino que fue a abrirle a ella la puerta, rápida y silenciosamente, de manera que ella entró sin que la portera la viese y entonces, siguiendo a su hijo, se fue al aula A. Ettore, su hijo, abrió la puerta del aula.

– Señorita – dijo -, mi madre quiere hablarle.

La señorita Crescenzaghi se levantó inmediatamente, interrumpiendo su explicación sobre Irlanda. Las visitas de los padres y parientes de los alumnos eran muy raras, y de todos modos no estaban previstas de aquel modo repentino. Por otra parte, aquella madre había entrado ya en el aula y quería hablar con ella, la maestra de su hijo, y ella tenía la obligación de escucharla.

– Pase, señora – dijo la joven maestra, yendo a su encuentro y tendiéndole la mano. Siempre era importante e interesante hablar con los padres de los propios alumnos, sobre todo con las madres.

Ella no respondió al saludo ni estrechó la mano que ella le había tendido. En silencio, sacó de debajo del abrigo azul la botella y la dejó sobre la mesa, junto a los cuadernos, la lista y la cajita con los bolígrafos y los lápices rojos y azules.

Por fin veía cara a cara a la mujer que había sido la causa de la muerte de Francone, su hombre. Nunca hasta entonces había visto a la maestra de su hijo; no era el tipo de madre que se preocupa por informarse, a través de las maestras, de la marcha de los estudios de sus hijos. Sabía sólo una cosa: que aquella joven la había denunciado a ella y a Francone y había hecho que los metieran en la cárcel y que Francone había muerto cumpliendo condena, mientras que si hubiese estado en libertad, ella lo habría hecho curar en la mejor clínica y Francone no habría muerto y ella no estaría ahora sola y acabada toda su vida, porque ya era demasiado vieja para poder vivir sola.

En el silencio denso de toda la clase, de todos aquellos once muchachos que contemplaban la escena, silencio tanto más inquietante cuanto que afuera, a causa del tráfico continuo de tranvías, coches y camiones, todo retumbaba, escupió con violencia en la cara de la joven maestra Matilde Crescenzaghi, y era tal el silencio interior, en medio del estruendo que llegaba de la calle, que los once muchachos oyeron el silbido espurreante del salivazo, y escucharon, pero permanecieron rígidos, como ya antes estaban rígidos.

Con la frente, junto a la nariz, manchada por el salivazo, la señorita Crescenzaghi miró un instante a la mujer de los grandes lentes negros, y sólo un momento después se tapó la cara con un brazo, sin decir nada, psíquicamente aturdida por la sorpresa, incapaz incluso de gritar.

– Hiciste que mi marido y yo fuéramos a la cárcel, puerca asquerosa – murmuraba resoplando como una gata rabiosa.

Y realmente estaba llena de rabia porque, desde que había muerto Francone, tenía que desahogar su amarga soledad sobre alguien, y ese alguien era para ella la joven maestra, mientras que Matilde Crescérizagni no comprendía sus palabras porque no había querido hacer daño a nadie. Ella sólo había dicho a la policía que su alumno Ettore Domenici, malo aparentemente, pero de buen fondo, como se expresan las redentoras de los jóvenes extraviados, el tal Ettore Domenici hacía mucho tiempo que no iba por la escuela, y la policía había tomado nota de la comunicación de que este joven díscolo no iba a la escuela y descubrió fácilmente que el joven díscolo en lugar de ir a la escuela iba a Suiza y ayudado por su padre adoptivo Oreste Domenici llamado Francone y por su madre Marisella, de profesión meretriz, hacía contrabando de opio y luego ayudaba a sus padres a venderlo. A la policía no le gusta que los menores estén inmiscuidos en el tráfico y venta de drogas y por esto detuvo a Francone y a Marisella, pero la joven maestra nunca había pensado en denunciar a los dos: sólo quiso que su discípulo volviese a la escuela, en lugar de cometer esas fechorías.