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– Vete a tomar el biberón, imbécil – le dijo el compañero de clase Ettore Ellusic, y fue apartado de allí.

– Ya habrá tiempo para ti – intervino ella-; mientras, bebe.

Carolino bebió. Y sin toser.

– Bebe también tú – dijo ella a otro muchacho sentado detrás de su banco y que también miraba, pero de modo distinto de como miraban los demás.

– Con ése no hay nada que hacer: es un sarasa – explicó Ettorino a la madre, porque ahora ya había comprendido cuál era su venganza y los tres o cuatro sorbos de anís lactescente preparado con anfetamina le hacían apreciar aquella venganza -. Es el Fiorello de la clase – añadió Ettorino y rió bajo.

Ni siquiera él, que había sido el primer torturador, conseguía apartar la mirada de la escena, y hablaba y reía sin mirar a su madre ni a Fiorello Grassi, sino a la joven maestra y a su martirizador de turno, que era ahora Benito Rossi, joven pero violento, y que ponía de manifiesto su violencia precisamente en lo poco que sobrevivía ya de aquella desdichada criatura humana que era la joven maestra.

– Hasta un sarasa puede beber – dijo ella, y ofreció la botella a Fiorello Grassi.

Fiorello no tenía nada que lo relacionara con los demás, nada que lo asemejase a ellos ni siquiera remotamente: no tenía padres ladrones o madre prostituta, no era luético ni ladrón, nunca había estado en el reformatorio. Su única culpa – y no era suya – era ser una mujer con una superficial apariencia masculina. Esto le había proporcionado muchos disgustos, incluso con' la policía, pero no era un delincuente.

– Una señora te ha ofrecido bebida y tienes que beber – dijo entonces Ettorino, y dijo "señora" aludiendo a su madre, pero sonriendo por lo inapropiado del término, y había agarrado a Fiorello de una oreja, como un escolar porfiado v lo obligaba a levantarse -. Adelante, bebe, sarasa.

Sabido es que los invertidos temen grandemente la violencia física, y también Fiorello la temía. Tomó en seguida la botella que ella le tendía y bebió. Tosió convulsivamente, pero Ettorino siguió obligándole a beber.

– Vamos, bebed, muchachitos.

Delirante figura humana con aquellos lentes oscuros, el abrigo azul oscuro también, yendo de un lado a otro con la botella en la mano en la infamia de lo que estaba ocurriendo y que ella había provocado, incluso creado, reduciendo a seres humanos, ya muy próximos a los animales, a mayor animalidad aún. Ofrecía de beber a Federico dell'Angeletto, que ya había bebido por su cuenta antes de llegar a la escuela; al torvo Carletto Attoso, de trece años, que necesitaba beber para cobrar nuevas energías y continuar la tortura de la maestra a quien odiaba, como odiaba a toda autoridad, toda ley y toda regla. Y ofrecía de beber a los jóvenes leones Paolino Bovato, precoz consumidor de opio, y a Michele Castello, que hacía tiempo deseaba a la joven maestra, y ahora, por fin, podría hacer reales sus turbios pensamientos y bebiendo y riendo suavemente esperaba realizarlos, mirando con la botella en la mano, y en algunos momentos a través del claro cristal de la botella, a su maestra que luchaba contra su martirizador de turno, pero era ya una lucha sin esperanza, una especie de movimiento maquinal bajo la torturadora bestialidad de lo que estaba sufriendo, y luego devolvió la botella a la madre de Ettore, sin dejar de mirar, chorreándole el anís por las comisuras de los labios, mientras miraba.

Y ella recorrió con la botella toda el aula A, corrompiendo con las palabras y el alcohol, azuzando, impulsando al más tímido o al menos ebrio, ayudada por su hijo, sonriendo a aquel que llamaba sarasa, pero obligándole igualmente a beber. Fue la primera que dibujó obscenidades en la pizarra, fue ella quien tendió una media de la maestra Matilde Crescenzaghi entre un banco y otro e hizo que los jóvenes señoritos la saltaran, y el que lo conseguía se ganaba otro sorbo de anís lactescente. Fue ella quien detuvo a Silvano Marcelli, hijo también él de padres honestos, impidiéndole salir porque quería subir al lavabo.

– ¿Estás loco? Si encuentras a alguien, se acabó todo. Hazlo aquí.

Fue ella quien aconsejaba de vez en cuando alborotar menos, pero fue ella quien le quitó el pañuelo de la boca a la maestra, comprendiendo que ya no podía gritar o quejarse con demasiada fuerza, y se lo metió en el bolsillo, sucio de saliva y sangre, para que no quedase de ella huella alguna.

Y cuando la botella estuvo vacía y el último desenfrenado se sentó en el suelo y miró en torno suyo como un borracho, fue ella también quien dio la orden de irse, quien explicó que había que irse a casa a dormir y que cada uno había de decirle a la policía que no habían hecho nada, que habían sido los demás, y que éste era el único medio de salvarse. Y Ettorino, con la botella vacía ya, en la mano, añadió que si alguno traicionaba a su madre diciendo su nombre, él lo mataría, lo haría pedazos. Pero las amenazas estaban de más: tratábase de gente que no tenía amistad con la policía, que además era capaz de cometer los más nefandos delitos con tal de reírse de la policía y de la ley.

Y antes de salir del aula A junto con los muchachos, fue ella quien miró los restos de aquel pobre ser humano de quien se había vengado y que todavía se estremecían, mientras un brazo, arañando el suelo, intentaba aún levantar el cuerpo. Aquellos gimientes restos humanos sin voz eran su triunfo, y firmó éste dando un bestial puntapié en el pubis a la maestra Matilde Crescenzaghi, provocando con ello una hemorragia que luego, como dictaminaría el forense, le causaría la muerte, precisamente lo que ella quería causar.

Carolino no era un orador, pero lo había contado todo con la precisión de un adolescente que no olvida los detalles, y no se había dejado ninguno.

Duca se levantó y no dijo nada. También Livia se levantó con el estómago lleno de náuseas y la mente de horror. También Mascaranti se levantó y cerró su bloc, también con el estómago revuelto.

– Gracias – dijo Duca, y puso una mano sobre la frente de Carolino.

– No quiero ir al Beccaria – murmuró éste.

Había hablado por eso. Acaso ahora la policía, aquel policía bueno que le acariciaba la frente, no lo pondría en manos de la policía.

– Ya no irás al Beccaria – contestó Duca y le hizo otra caricia-. Te lo juro.

Nunca en su vida había dicho "te lo juro", ni siquiera "palabra de honor" ni tampoco "lo prometo". Pero en aquel momento sintió el impulso de decir: "Te lo juro".

8

– Ahora hay que encontrar inmediatamente a esa mujer – dijo Càrrua.

También él sentía una profunda náusea. El relato taquigráfico de Mascaranti sobre lo que había contado Carolino, le había impresionado. Había ensañamientos y ensañamientos. Había estado en Rusia y visto ensañamientos mucho peores que el de una sola mujer, como la maestra Matilde Crescenzaghi. Sin embargo, el numero no era lo que contaba en un ensañamiento, sino el modo y el espíritu de éste. Y el ser más sanguinario que había conocido en su vida era aquella mujer, Marisella Domenici. Acaso sólo Ilse Koch, la hiena de Buchenwald, que durante la guerra se hizo hacer pantallas con la piel de las jóvenes hebreas hechas prisioneras por los nazis, acaso sólo ésta había superado a Marisella.

– Tendrás todos los hombres y medios que quieras, pero has de encontrármela en seguida.

En la vieja, caldeada y suntuosa oficina, la noche era caliente y quieta, y en la butaca, ante la mesa de Càrrua, Duca se hallaba relajado, casi durmiendo y casi infeliz.