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– Sí, doctor.

– Me lo envías con dos agentes que servirán de testigos. Y despierta al taquígrafo para que taquigrafíe todo el interrogatorio.

– Usemos el magnetófono, doctor.

– No, el magnetófono registra también el "plaf" de las bofetadas. Necesito al taquígrafo – dijo Duca.

– Doctor – interrumpió Mascaranti -, el doctor Càrrua me dijo que le advirtiera que si pega a uno de esos chicos lo echará a la calle.

– De acuerdo, me echará a la calle, pero ahora llévame a mi despacho al muchacho. Recuerda: Carletto Attoso.

– Sí, doctor.

Duca regresó a su cuarto y volvió a abrir la ventana. Se quedó mirando la niebla fosforescente por la luz de los faroles, pero cada vez más densa, respiró con ansia, cerró la ventana y fue a sentarse tras la mesa. Seguro que Gigi había ido a visitar a la pequeña Sara, y como no le habían telefoneado, quería decir que la cosa no era nada grave. Pero acaso sería mejor que telefonease él. Marcó el número y oyó la voz de Livia.

– ¿Cómo va, Livia?

La voz de ella, tan cálidamente ansiosa, se heló.

– Va mal – era una voz casi enemiga -. Espera, que el profesor quiere hablarte.

Esperó, v mientras aguardaba con el auricular pegado a la oreja, se abrió la puerta de su despacho y entraron dos agentes con un chiquillo larguirucho, huesudo desde la nariz a la boca, entre los dos, y que parpadeaba, adormecido todavía, a la luz de la lámpara que momentos antes Duca había colocado de manera que el. haz de luz diese de lleno a los que entraban. Luego entró Mascaranti con el taquígrafo, un joven muy gordo con una barba teatral.

– ¿Oyes, Duca?

– Sí, Gigi, dime – dijo Duca mirando al chico, una especie de rubianco, de un rubio más bien mezclado, los ojos saltones, basedovianos, y con cierto aire renuente y perverso que no tienen los muchachos normales de trece años.

– No es nada grave, pero – dijo Gigi, el ilustre pediatra, y a Duca no le gustaban los "pero", los "sin embargo" ni los "si" -, es una bronquitis un poco fuerte. Ya le he dado una inyección y espero detenerla. No quisiera que se convirtiese en pulmonía. La que me preocupa es tu hermana; sería conveniente que vinieras. Ella se sentiría más tranquila.

Duca bajó la pantalla de manera que la luz no diese en el rostro del chico y le hizo una seña a Mascaranti para que lo hiciera sentar en la silla delante de la mesa, y el muchacho se sentó, siempre con su aire renuente y perverso. Duca siguió hablando por el auricular.

– Gigi, dale un sedante – dijo al ilustre pediatra. Sacó de la gruesa carpeta la fotografía de la difunta maestra Matilde Crescenzagni, hija del difunto Michele y de Ada Pirelli, y se la tendió al chico de trece años Carletto Attoso -. Mira esta foto – dijo tapando con la mano el aparato del teléfono -, pero mírala de veras, sostenía con ambas manos ante los ojos y mírala, mientras yo hablo por teléfono, o te rompo la cara.

A pesar de tono sordo y violento, el chico obedeció materialmente, es decir, sostuvo la fotografía con ambas manos y la miró, pero su actitud siguió siendo hostil y sin miedo.

– Duca, Duca – decía el pediatra por teléfono -, ¿me oyes?

– Sí, te oigo.

– Duca, no se trata de sedantes. Tu hermana no se halla en condiciones de estar sola con la niña así. Además, también para la pequeña es mejor que estés tú. Si dentro de dos o tres horas se le hace difícil la respiración, podrás ponerle una inyección de Leather. Ella sola se asusta demasiado.

Duca escuchaba y miraba al chico que sostenía la fotografía con las dos manos, bajos los párpados sobre los ojos saltones, con cierta superioridad, tanto más irritante cuanto que procedía de un miserable mocoso.

– Escucha, Gigi – dijo al teléfono -, me es de todo punto imposible ir. Aunque me digas que la niña se está muriendo tampoco iría porque no serviría para nada, y aquí sirvo. No soy un pediatra, ni siquiera soy médico. Si es por las inyecciones dile a Livia que busque inmediatamente una enfermera. Y si es por la asistencia moral, dile a Lorenza que sufro más yo estando lejos de ella, que ella estando sola. Lo siento, pero no tengo tiempo. Gracias.

Dejó el auricular.

Y durante mucho rato, durante casi un minuto, estuvo contemplando la escenografía: el muchacho sentado en la dura silla ante su mesa, con la fotografía entre las manos fingiendo mirar, insensible a la carnicería de aquella imagen, y detrás los dos agentes, preparados para intervenir, porque la gente tiene la idea de que los chicos son siempre chicos, débiles e incapaces, pero los policías saben que también un chiquillo de trece años puede ser tan peligroso como un adulto.

Y a la izquierda de la mesa estaba Mascaranti, de pie, y a la derecha el taquígrafo, con la barba a lo Cavour, sentado en una banqueta apenas suficiente para sus anohas posas, con el bloc taquigráfico en la mano y el bolígrafo. Todo en un cuartito de dos metros y medio por tres y medio, que más se parecía a un depósito de escobas y de otros útiles de la limpieza que a un despacho.

Y después de haber contemplado la escenografía y la escena, habló:

– Deja la fotografía sobre la mesa, pero tenla delante de ti y sigue mirándola mientras te interrogo.

Maquinalmente, con irritante obediencia, el chico dejó la fotografía sobre la mesa y con los párpados sobre sus hinchados ojos, fingía mirarla.

– Bien – dijo Duca -. Ahora, antes de interrogarte, he de hacerte un pequeño discursito. Tú te sientes muy seguro, no sólo porque tienes trece años, sino sobre todo porque estás tuberculoso; los certificados son indiscutibles: vastas infiltraciones biapicales con tendencia degenerante. -¿Qué policía se atrevería a rozar sólo con un dedo a un inerme chiquillo de trece años enfermo de tuberculosis? – No te puedo romper la cara como te dije antes. Era una vana amenaza, lo confieso, pero puedo hacer algo peor y te lo diré en seguida. Tú sabes que acabarás en el reformatorio, pase lo que pase, y yo te digo esto: si respondes bien a las preguntas que voy a hacerte, te recomendaré a los amigos que tengo en el Beccaria, y serás tratado un poco mejor. Pero si tratas de engañarme, mis amigos del Beccaria te pondrán en el libro negro. Tú no has estado todavía en el Beccaria, pero sin duda ha estado algún amigo tuyo y te habrá contado ya lo que quiere decir estar en el libro negro. En el Beccaria te curarán muy bien la tuberculosis, sanarás y engordarás, pero los malos, es decir, los que están en el libro negro, no salen jamás, son condenados a dos años, y cumplen tres, cuatro, cinco, por indisciplina, rebeldía, y llegados a la mayoría de edad pasan a la cárcel normal por agresión a un guardián, porque vosotros no sólo sois delincuentes, sino también estúpidos, y agredís a los guardianes.

Carletto Attoso, imprevisiblemente, levantó los párpados y fijó la mirada en él. Era una mirada terriblemente segura. En raros casos un adulto encuentra tamaña seguridad y descaro. Acaso sólo un chico de trece años podría tenerla.

– Yo no he hecho nada – dijo, y en su mirada aumentaron la seguridad y el descaro -. Soy demasiado pequeño, tenía miedo y estaban enloquecidos – ahora se chanceaba claramente.

Pero había que tener paciencia.

Duca sacó el paquete de cigarrillos, lo abrió, tomó uno y se lo dio.

– Fuma.

El chiquillo tomó el cigarrillo y él se lo encendió, luego encendió otro para él y dijo:

– Ahora vamos a empezar, y acuérdate del libro negro.

CAPITULO II

En un interrogatorio, el que suele perder es el que interroga, porque - a menos que no recurra a ¡a fuerza física - el interrogado camina plácidamente sobre mentiras e invenciones y la ley no puede hacerle nada.