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Duca hizo una seña al taquígrafo-Cavour para que empezara y preguntó al muchacho:
– ¿Cómo te llamas?
– Carletto Attoso.
– ¿Y tu padre?
– Giovanni Attoso.
– ¿Y tu madre?
– Marilena Dovati.
– ¿Cuándo naciste?
– El cuatro de enero de mil novecientos cincuenta y cuatro.
Eran preguntas formales sólo para el taquígrafo. Luego Duca empezó:
– Hace tres días ¿fuiste a la escuela como todas las noches?
Era una pregunta para animar al chico a mentir y a caer en contradicciones.
Y el chico, en efecto, no respondió en seguida: la seducción de aquella pregunta era excitante: realmente podría decir que no había ido a la escuela aquella noche, y así se colocaba al margen del asunto. Pero no era un tonto; sabía que la portera había declarado ya que él estaba en la escuela aquella noche, y recordaba, por si fuera poco, haber dicho ya en el primer interrogatorio que había estado en la escuela.
– Sí, fui a la escuela, pero yo no he hecho nada – dijo.
Era la línea de defensa que habían adoptado todos aquellos repugnantes muchachos menores de veinte años. Duca tomó del suelo una de las botellas de anís, soltó el tapón automático y olió el licor; la etiqueta decía: 78 grados. Era un licor siciliano, el más fuerte licor del mundo; setenta y ocho grados significaba que apenas se humedece uno la lengua con aquel brebaje, el alcohol se evapora, y el whisky o la ginebra se convierten en aguas minerales en comparación con él. Hasta un buen bebedor, con cuatro o cinco cucharadas de anís lactescente, se lanza al mundo de la locura y de la violencia, porque una particularidad de esta bebida superalcohólica es que desencadena un poderoso eretismo psíquico: no adormece, quema el sistema nervioso y erótico. Los jóvenes que se drogan con cosas estúpidas, no conocen evidentemente el anís lactescente, y hay incluso tipos de graduación más débil. Aquél era el más fuerte.
– Sí, sé que no has hecho nada – dijo, tranquilo Duca – ¿Quieres probar un poco de esto? ¿Te quitará el sueño?
– ¡Oh, no, es demasiado fuerte! – dijo el muchacho.
Había caído. Eran astutos, pero no inteligentes.
– ¿Cómo sabes que es fuerte? ¿Lo probaste? – preguntó Duca amablemente.
– No, pero se ve que es muy fuerte.
– ¡Ah! ¿Sí? ¿En qué se ve?
– No lo sé; acaso en la botella. Es como la de la grappa.
– Podría ser una botella de jarabe de cidra. Vamos, prueba un poco.
Bajo la mirada fija de Duca el chico comprendió que estaba deslizándose por un camino engañoso y por esto perdió el dominio de sí y volvió a equivocarse:
– No, no, no – dijo agitadamente, asustado, temiendo que le hicieran beber a la fuerza -. Me sienta muy mal.
– ¿Y cómo sabes que te sienta mal? ¿Acaso lo has bebido?
Un poco vencido, pero en absoluto del todo, Carletto Attoso bajó la cabeza.
– Sí, aquella noche en la escuela. – Esto podía confesarlo, no comprometía a nada. – Me lo hicieron beber a la fuerza.
– Nosotros no – dijo sosegado Duca -, no te obligaremos a beberlo. Me contentaré con que lo huelas – y como si el niño oyera por primera vez el verbo oler, se lo explicó más claramente: -Ponte la botella bajo la nariz y aspira el olor.
El muchacho obedeció y apenas olió la botella destapada hizo una mueca.
– ¿Es éste el licor que te obligaron a beber la otra noche en la escuela? – preguntó Duca.
Con el rostro pálido por la náusea, el chico dejó la botella sobre la mesa y dijo:
– Sí.
Duca se levantó.
– Bien, de vez en cuando dices también la verdad. – Se colocó a la espalda del muchacho, tras la silla en la cual estaba sentado y le puso las manos en los hombros. – No te vuelvas y sigue mirando la fotografía que tienes delante. Según la mayoría de la gente tú eres un pobre chico de trece años, extraviado por las malas compañías y por la sociedad acomodada. Para mí has nacido criminal, como se nace rubio, porque un muchacho de tu edad no puede permanecer impasible ante una fotografía como ésa; un chico como tú se pondría a gritar y a vomitar al ver a su maestra reducida de este modo, pero tú no eres un chico, eres un aspirante a criminal y triunfarás plenamente en esta carrera. ¿Me oyes, delincuente? – y Duca oprimió un poco los hombros del muchacho, hombros flacos, de tuberculoso -. Y no te vuelvas, contesta sin volverte.
– Sí, oigo, pero yo no he hecho nada – replicó el chico.
– Es verdad – respondió Duca -, pero escucha, trata de oír claramente también esto. No quiero que confieses todo lo que has hecho. No me importa nada porque sé muy bien lo que hiciste, como si lo hubiera visto. Apuesto mil liras a que fuiste tú quien ató una media de tu maestra entre dos bancos por los extremos para saltar por encima, porque eres pequeño y todavía te gusta saltar a la comba, sobre todo cuando estás borracho de anís de setenta y ocho grados.
– No, yo no hice nada.
– Bueno, joven Carletto – dijo Duca, cuya voz comenzaba a endurecerse, continuando detrás del muchacho, con las manos sobre sus hombros -. Tú no hiciste nada, pero yo tampoco quiero saber lo que has hecho o lo que no has hecho. Sólo voy a pedirte un favor. ¿Vas a hacérmelo?
El chico se volvió y lo miró inseguro.
– ¡No te vuelvas! -gritó Duca, y hasta Mascaranti se sobresaltó ante aquel grito repentino, y lo mismo el taquígrafo y los agentes -. No te vuelvas y mira la fotografía, y mírala de veras o te llevo a la cámara mortuoria, a la celda donde tu ilusa maestra que pensaba civilizarte está esperando la autopsia, y te dejo a solas con ella toda la noche con las luces encendidas.
El muchacho jadeaba.
– La miro, la miro – dijo apresuradamente.
– Bueno, y mientras la miras, escucha – Duca volvió a hablar en voz baja -. Te he dicho que tienes que hacerme un favor. Sólo quiero que me digas una cosa: ¿quién llevó a la escuela la botella de anís? No te preguntaré nada más y te dejaré ir inmediatamente a dormir. Aunque tú fueras el que le haya dado el golpe de gracia a la maestra, no me importa; no te lo pregunto. Lo único que te pido es esto: ¿quién llevó a la clase la botella de anís? Luego quedarás libre.
– No lo sé, no lo vi, no podría decirlo.
El muchacho respondía agitado, las manos de Duca que le apretaban los hombros sin hacerle daño, porque no se pega a los chicos tuberculosos, lo agitaban mucho.
– Escucha, estúpido, espera y reflexiona antes de contestar tonterías – dijo Duca -, acuérdate del libro negro. Sólo te he pedido una cosa, es muy pequeña, y no una confesión completa. Pero si tú no me dices ni siquiera esta pequeña cosa, piensa entonces que, por lo menos durante veinte años, no tendrás paz: te enviaré al Beccaria con tal informe que te vas a pasar la mitad de tu adolescencia en celdas de castigo y diez años en presidio. Piénsatelo bien antes de tomarme el pelo. Te lo repito: ¿quién llevó a la clase la botella de anís?
Silencio. Mascaranti, que iba a encender un cigarrillo, se detuvo con el encendedor apagado en la mano. El muchacho seguía mirando la impresionante fotografía que tenía delante. Luego dijo:
– Fiorello Grassi.
Simplemente este nombre: Fiorello Grassi.
Duca volvió a sentarse detrás de la mesa y miró al chico de los ojos hinchados, fijos en la foto. En silencio releyó las notas que antes había tomado. Y levó: Fiorello Grassi. Padres honestos; ningún antecedente; buen muchacho. Dominándose, con toda la fuerza de voluntad que poseía, dijo despacio:
– Tengo mucha paciencia, pero no abuses de ella; dime la verdad.
Fiorello Grassi era el único muchacho limpio entre aquellos once desechos de reformatorio. Por lo menos a juzgar por los interrogatorios, y el propio Càrrua había sido quien lo interrogó y quien había escrito "buen muchacho". Podía darse el caso de que el joven delincuente Carletto Attoso culpase al único buen chico, para salvar a los demás que eran criminales.