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Mientras Patta seguía perorando, Brunetti se dijo que, si hablaba de la gloriosa historia musical de la ciudad, aquella tarde llevaría flores a Paola.

– Ésta es la ciudad de Vivaldi. Aquí estuvo Mozart. Estamos en deuda con el mundo de la música. -Lirios, pensó; eran las flores que más le gustaban. Y los pondría en el jarrón azul de Murano.

– Quiero que lo deje todo y que se dedique por entero a este caso. He repasado las listas de servicio -prosiguió Patta, y Brunetti se sorprendió de que el otro conociera siquiera su existencia-, y le he asignado dos hombres para que le ayuden.

«Que no sean Alvise y Riverre, y le llevaré dos docenas.»

– Alvise y Riverre. Son dos buenos elementos, muy concienzudos. -Traducido libremente: leales a Patta-. Y quiero progresos. ¿Entendido?

– Sí, señor -respondió Brunetti suavemente.

– Bien. Eso es todo. Ahora tengo trabajo, y estoy seguro de que a usted no le faltarán cosas que hacer.

– No, señor -dijo Brunetti, levantándose y yendo hacia la puerta. Se preguntaba cuál sería el último disparo. ¿No había pasado Patta sus últimas vacaciones en Londres?

– Y buena caza, Brunetti.

Efectivamente, Londres.

– Gracias, señor -respondió el comisario quedamente, al salir del despacho.

CAPÍTULO VII

Durante la hora siguiente, Brunetti se dedicó a leer la información que publicaban los cuatro diarios más importantes sobre el crimen. II Gazzettino, como era de esperar, la ponía en primera plana y consideraba que el suceso comprometía a la ciudad. En el editorial se leía que la policía debía encontrar al culpable rápidamente no ya para llevar ante la justicia al responsable del hecho, sino para borrar esta mancha del honor de Venecia. Mientras lo leía, Brunetti se admiró de que Patta hubiera leído este artículo en lugar de esperar a que saliera L’Osservatore Romano, su diario habitual, que no llegaba a los quioscos hasta las diez.

La Repubblica presentaba el caso a la luz de recientes sucesos políticos, pero la relación que sugería era tan alambicada que sólo el propio periodista, o un psiquiatra, podrían comprenderla. Corriere della Sera hacía como si el maestro hubiera muerto en su cama, y dedicaba toda una página a un análisis objetivo de su aportación al mundo de la música, haciendo hincapié en el apoyo que había prestado a la causa de ciertos compositores modernos.

Brunetti guardó L'Unitá para el final. Como era de prever, vociferaba lo primero que se le ocurría, en este caso, que se trataba de una venganza, confundiendo el término, también como era de prever, con el de justicia. En el editorial se aludía una vez más a las conjuras de rigor, y se sacaba a relucir, ¿cómo no?, al pobre Sindona, muerto en su celda de la cárcel. El editorialista se hacía la retórica pregunta de si estas dos muertes, «espantosamente similares», no estarían relacionadas por una oscura trama. Brunetti no veía similitud alguna, espantosa o no, entre uno y otro caso, como no fuera la de que se trataba de dos ancianos que habían muerto envenenados con cianuro.

No por primera vez en su carrera, Brunetti pensó en las posibles ventajas de la censura. En el pasado, el pueblo alemán había vivido la mar de bien con un gobierno que la exigía, y actualmente el gobierno norteamericano también parecía vivir bien con una población que la deseaba.

Brunetti volvió a acercarse el Corriere y arrojó los otros tres periódicos a la papelera. Releyó el extenso artículo y tomó alguna que otra nota. Wellauer, si no era el director de orquesta más famoso del mundo, ocupaba sin duda un lugar preeminente entre los más importantes. Había dirigido una orquesta por primera vez antes de la guerra, cuando era considerado el joven prodigio del Conservatorio de Berlín. El periódico no decía mucho acerca de los años de guerra, salvo que había seguido dirigiendo en su Alemania natal. Durante los años cincuenta, empezó su ascenso meteórico, Wellauer entró en la élite internacional, volaba de un continente a otro para dirigir un único concierto y, después, a un tercero, para dirigir una ópera.

A pesar de la adulación y la fama, había seguido siendo ante todo el maestro consumado que exigía precisión y delicadeza a la orquesta que dirigiera, e insistía en la fidelidad absoluta a la partitura original. Su fama de déspota y difícil quedaba ampliamente compensada por su total entrega a su arte, que le valía el elogio universal.

El artículo dedicaba poco espacio a su vida privada y únicamente mencionaba que su actual esposa era la tercera y que la segunda se había suicidado hacía veinte años. El maestro tenía casa en Berlín, Gstaad, Nueva York y Venecia.

La fotografía que el diario sacaba en primera plana no era reciente. En ella, Wellauer aparecía de perfil, hablando con Maria Callas, que estaba vestida para salir a escena y que, evidentemente, era el sujeto principal de la foto. Le pareció curioso que el Corriere publicara una foto que tenía, por lo menos, treinta años.

Brunetti alargó el brazo hacia la papelera y rescató II Gazzettino. Éste, como era habitual, insertaba una foto del lugar en el que había ocurrido la muerte, la fachada austera y simétrica del teatro La Fenice. Al lado, otra foto más pequeña de la entrada de los actores, por la que dos hombres uniformados sacaban un bulto. Debajo había una fotografía reciente del busto del maestro, hecha por un estudio para publicidad: corbata blanca, cara angulosa y melena gris peinada hacia atrás. Los ojos, muy claros y rasgados, destacaban bajo las cejas espesas y oscuras. La nariz era excesivamente larga, pero era tanta la fuerza de la mirada que casi no se notaba este defecto. La boca, grande, sensual y de labios carnosos, ofrecía un extraño contraste con la severidad de los ojos. Brunetti trató de recordar la cara de aquel hombre tal como la había visto la noche antes, crispada y desfigurada por la muerte, pero la energía que despedía la fotografía borraba la otra imagen. Brunetti observó fijamente aquellos ojos claros, tratando de imaginar quién podía sentir un odio tan fuerte como para destruir a ese hombre.

Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de una de sus secretarias, con el informe de la policía de Berlín ya traducido al italiano.

Antes de empezar a leerlo, Brunetti se recordó a sí mismo que en Alemania Wellauer era una especie de monumento viviente y que los alemanes siempre andaban en busca de héroes, de manera que, probablemente, lo que ahora iba a leer estaría condicionado por ambas cosas. Ello significaba que unas verdades estarían reflejadas en el informe sólo por alusión indirecta y otras, por omisión. ¿No eran muchos los músicos y artistas que habían pertenecido al partido nazi? ¿Y quién se acordaba ahora de eso, al cabo de los años?

Abrió el informe y empezó a leer el texto en italiano, ya que el alemán no le servía de nada. Wellauer no tenía antecedentes penales, ni siquiera una simple infracción de tráfico. En su apartamento de Gstaad habían entrado ladrones dos veces; en ninguna de las dos ocasiones se recuperó nada ni se detuvo a nadie, y el seguro pagó religiosamente, a pesar de que se trataba de sumas enormes.

Brunetti leyó por encima otros dos párrafos redactados con minuciosidad germánica hasta llegar al suicidio de la segunda esposa, que se había ahorcado en el sótano de su casa de Munich el 30 de abril de 1968, después de lo que el informe describía como «un largo período de depresión». No se había encontrado carta alguna. Dejaba tres hijos, dos varones, gemelos, de siete años y una niña de doce. El propio Wellauer había encontrado el cadáver y, después del funeral, observó un retiro absoluto durante seis meses.

La policía no había recogido más datos sobre él hasta el momento de su tercer matrimonio, contraído hacía dos años, con Elizabeth Balintffy, natural de Hungría, médico de profesión y súbdita alemana por su primer matrimonio, que había terminado en divorcio tres años antes de su boda con Wellauer. La mujer carecía de antecedentes policiales, tanto en Alemania como en Hungría. Tenía de su primer matrimonio una hija de trece años, Alexandra.