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Brunetti buscó y buscó en vano alguna referencia a lo que Wellauer había hecho durante los años de guerra. Se mencionaba su primer matrimonio, en 1936, con la hija de un industrial alemán, de la que se divorció después de la guerra. Daba la impresión de que, entre estas dos fechas, el hombre no había existido, lo cual, a ojos de Brunetti, daba cuenta elocuentemente de lo que había estado haciendo o, en cualquier caso, apoyando. Pero no sería fácil obtener la confirmación de esta sospecha, y menos, en un informe de la policía alemana.

En suma, oficialmente, Wellauer estaba tan limpio como el que más. A pesar de lo cual, alguien le había echado cianuro en el café. La experiencia había enseñado a Brunetti que la gente suele matar por dos motivos: dinero y sexo. No importaba el orden, y con frecuencia a lo último se le llamaba amor. En los quince años que había pasado entre asesinos, había encontrado pocas excepciones a esta regla.

Bastante antes de las once, Brunetti ya había terminado de leer el informe de la policía alemana. Entonces llamó al laboratorio y se enteró de que no se había hecho nada ni se habían tomado las huellas de la taza ni del camerino, que permanecía cerrado, circunstancia que ya había dado lugar a tres llamadas telefónicas del teatro. El comisario dio unos cuantos gritos, aunque sabía que no servirían de nada. Habló brevemente con Miotti, quien dijo no haberle sacado nada más al portiere la noche antes, salvo que el director de la orquesta era «un tipo seco», que su mujer, por el contrario, era amable y cordial y que la Petrelli no le caía bien. El hombre no dijo por qué, sólo que era antipatica. Para él era suficiente. De nada serviría enviar a Alvise o Riverre a tomar huellas mientras el laboratorio no determinara si en la taza había otras que no fueran las de la víctima. Esto no corría prisa.

Disgustado por no poder ir a almorzar a su casa, Brunetti salió del despacho poco después de mediodía y se encaminó al bar de la esquina, donde tomó un bocadillo y un vaso de vino que dejaban bastante que desear. Aunque en el bar todos sabían quién era, nadie le preguntó por el caso y sólo un anciano abrió el periódico con una elocuente sacudida. Brunetti fue hasta la parada de San Zaccaria y tomó el barco número 5 que, cortando por el Arsenale y la parte posterior de la isla, lo llevaría a la isla del cementerio de San Michele. Él casi nunca iba al cementerio, ya que no practicaba el culto a los difuntos, tan común entre los italianos.

Ya había estado aquí otras veces, desde luego; es más, uno de sus primeros recuerdos era del día en que lo trajeron al cementerio para que ayudara a cuidar la tumba de su abuela, que había muerto en Treviso durante la guerra, en un bombardeo de los aliados. Recordaba el brillante colorido de las flores que cubrían los simétricos rectángulos de las tumbas, separados por espacios verdes pulcramente recortados. Recordaba la tristeza de la gente, mujeres la mayoría, cargadas de flores. Y recordaba su aspecto desvaído y descuidado, como si todo su afán de aseo y adorno fuera para los espíritus que estaban bajo tierra y no reservaran ni un ápice para sí mismas.

Ahora, treinta y cinco años después, las tumbas seguían estando tan cuidadas y floridas como entonces, pero la gente que caminaba entre ellas parecía pertenecer al mundo de los vivos, a diferencia de aquellos espectros de los años de la posguerra. Era fácil encontrar la tumba de su padre, que no estaba lejos de la de Stravinsky. El ruso estaba seguro; aquí seguiría, inamovible, mientras existiera el cementerio y mientras el público recordara su música. La permanencia de su padre, por el contrario, era precaria, y ya se acercaba la fecha en que se abriría la tumba y los restos serían exhumados y puestos en un osario de una de las largas y abarrotadas tapias del cementerio.

De todos modos, la tumba estaba cuidada, porque su hermano era más escrupuloso que él. Los claveles que había en el jarrón de vidrio colocado en el suelo tenían que ser frescos, o la helada de tres noches atrás los hubiera quemado. Brunetti se agachó y retiró unas hojas que el viento había arrastrado hasta el jarrón. Se enderezó y volvió a inclinarse para quitar una colilla que había al lado de la lápida. Al volver a levantarse, contempló la fotografía colocada en la parte frontal de la piedra. Vio sus propios ojos, su mandíbula y unas orejas grandes de las que él y su hermano se habían librado y que habían heredado los hijos de ambos.

– Ciao, papá -dijo. No se le ocurrió nada más. Caminó hasta el extremo de la hilera de tumbas y dejó caer la colilla en un gran recipiente metálico hincado en la tierra.

En la oficina del cementerio, dio su nombre y su cargo y fue conducido a una salita por un hombre que le dijo que tuviera la bondad de esperar, que el doctor saldría enseguida. En la sala no había nada que leer, por lo que el comisario tuvo que conformarse con mirar por la única ventana al claustro en torno al cual se habían levantado los edificios del cementerio.

Al principio de su carrera, Brunetti había insistido en presenciar la autopsia de la víctima del primer asesinato que había investigado, una prostituta a la que había matado su chulo. Había mirado atentamente cómo entraban la camilla en el aula y contemplado, fascinado, el cuerpo casi perfecto que apareció cuando levantaron la sábana. Pero, cuando el médico empuñó el escalpelo para iniciar la gran incisión en forma de Y, Brunetti cayó hacia adelante, desmayado, entre los estudiantes de medicina. Éstos, con toda naturalidad, lo sacaron al pasillo, lo sentaron en una silla, semiinconsciente, y volvieron a entrar rápidamente en el aula. Desde entonces, Brunetti había visto muchas víctimas de asesinato, había contemplado el cuerpo humano destrozado por cuchillos, balas y hasta bombas, pero aún no era capaz de verlo fríamente, y sabía que nunca podría ser testigo de esa violación calculada que es una autopsia.

Se abrió la puerta de la salita y entró Rizzardi, vestido tan impecablemente como la noche antes. Olía a jabón caro y no al ácido carbólico que Brunetti asociaba automáticamente con su trabajo.

– Buenas tardes, Guido -dijo el médico, tendiendo la mano al comisario-. Siento que se haya molestado en venir. Hubiera podido llamarle para decirle lo poco que he descubierto.

– No importa, Ettore; de todos modos, quería venir. No puedo hacer nada hasta que esos cretinos del laboratorio me envíen el informe. Y para hablar con la viuda aún es pronto.

– Entonces le diré lo que hay -dijo el doctor cerrando los ojos y hablando de memoria. Brunetti sacó la libreta y fue escribiendo lo que oía-. El hombre gozaba de perfecta salud. De no saber que tenía setenta y cuatro años, le hubiera calculado diez menos o, incluso, quince. El tono muscular, magnífico, seguramente, gracias a los beneficios del ejercicio en un cuerpo sano. No había indicios de enfermedad en los órganos internos. No debía de beber, porque el hígado estaba en perfecto estado. Algo insólito en un hombre de su edad. No fumaba, aunque debió de fumar hace años, y dejarlo. Yo diría que hubiera podido vivir diez o veinte años más. -Terminado el informe, el médico abrió los ojos y miró a Brunetti.

– ¿Y la causa de la muerte? -preguntó Brunetti.

– Cianuro de potasio. En el café. Calculo que ingirió unos treinta miligramos, más que suficiente para causarle la muerte. -Hizo una pausa y agregó-: En realidad, nunca lo había visto. Un efecto tremendo. -Su voz se apagó y el médico cayó en una especie de ensimismamiento que Brunetti encontró truculento.

Al cabo de un momento, Brunetti preguntó:

– ¿Es tan rápido como se dice?

– Creo que sí -respondió el doctor-. Como le decía, nunca había visto un caso de éstos en la práctica. Sólo sabía lo que había leído.

– ¿Instantáneo?

Rizzardi pensó un instante antes de contestar:

– Creo que sí, o casi. Quizá, durante un momento, se dio cuenta de lo que le pasaba, pero pensaría que era una embolia o un infarto. De todos modos, antes de que pudiera descubrir lo que era, ya estaba muerto.