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Nadie habló durante un rato. Brunetti reflexionaba y se preguntaba si lo que acababa de oír podría ser la causa de su instintiva reserva hacia la norteamericana. No obstante, Paola y él tenían buenos amigos homosexuales, y comprendía que no podía ser ésta la causa de su reticencia, aunque fuera cierta la acusación.

– ¿Y bien? -preguntó al fin la cantante.

– ¿Y bien, qué? -dijo él.

– ¿No va a preguntar si es verdad?

Él rechazó la pregunta con un movimiento de cabeza.

– Si es verdad o mentira, no hace al caso. Lo que importa es saber si él hubiera cumplido la amenaza de decírselo a su marido.

Brett Lynch se había vuelto hacia él y le miraba con aire especulativo.

La norteamericana dijo con voz serena:

– Se lo hubiera dicho. Todo el que le conociera bien lo sabría. Y el marido de Flavia removería cielo y tierra para conseguir la custodia de los niños. -Al decir el nombre de su amiga, la miró, y sus ojos se encontraron un momento. Luego se arrellanó en la butaca, metió las manos en los bolsillos y estiró las piernas.

Brunetti la observaba. ¿Eran las relucientes botas y el negligente despliegue de riqueza que se observaba en el apartamento la causa de su prevención hacia ella? Trató de despejar la cabeza, de hacer como si la viera por primera vez: una mujer de treinta y tantos años que le había brindado hospitalidad y ahora parecía brindarle confianza. A diferencia de su jefa -suponiendo que Petrelli fuera su jefa-, ella no hacía ademanes teatrales ni trataba en modo alguno de acentuar la angulosa belleza de su cara anglosajona.

El comisario vio que su bien cortado pelo estaba húmedo en la nuca, como si hiciera poco que había salido del baño o de la ducha y, al mirar a Flavia Petrelli, creyó detectar también en ella ese aspecto fresco de la mujer que acaba de bañarse. De improviso, se encontró inmerso en una fantasía erótica, imaginando a las dos mujeres desnudas y abrazadas, seno contra seno, en la ducha, y se asombró del poder de excitación de la imagen. Ay, Dios, qué fácil era todo en Nápoles, a guantazos.

La norteamericana lo sacó de su abstracción al preguntar:

– ¿Piensa usted que Flavia pudiera haberlo hecho? ¿O yo?

– Aún es pronto para hablar de eso -dijo él, aunque no era exacto-. Aun es pronto para hablar de sospechosos.

– Pero no para hablar de móvil -dijo la cantante.

– No -concedió. No le hizo falta añadir que ahora ella parecía tenerlo.

– Imagino que yo también tengo un móvil -dijo entonces la amiga, y el comisario descubrió que ésta era la declaración de amor más extraña que había oído en su vida. ¿O de amistad? ¿O de lealtad? Y dice la gente que los italianos son complicados.

Decidió contemporizar.

– Como ya le he dicho, aun es pronto para hablar de sospechosos. -Y cambiando de tema-: ¿Cuánto tiempo – piensa quedarse en la ciudad, signora?

– Hasta que terminemos las representaciones -respondió la cantante-. Otras dos semanas. Hasta últimos de mes. Aunque me gustaría ir a Milán los fines de semana. -Lo formuló como una afirmación, pero era evidente que estaba pidiendo permiso. Él asintió expresando con el gesto a un mismo tiempo comprensión y autorización oficial para abandonar la ciudad-. Después, no sé -prosiguió ella-. No tengo otros compromisos hasta… -Miró a su amiga, que inmediatamente facilitó la información:

– El cinco de febrero. Covent Garden.

– ¿Y estará en Italia hasta entonces?

– Desde luego. Aquí o en Milán.

– ¿Y usted, Miss Lynch?

La mirada de la norteamericana fue glacial, tan glacial como su respuesta:

– También estaré en Milán. -A pesar de que no era necesario, agregó-: Con Flavia.

El comisario sacó la libreta del bolsillo y preguntó si podían darle la dirección de Milán. Flavia Petrelli se la dio, y también, el número de teléfono, a pesar de que él no se lo había pedido. Brunetti tomó nota, se guardó la libreta en el bolsillo y se puso en pie.

– Muchas gracias a las dos -dijo ceremoniosamente.

– ¿Querrá volver a hablar conmigo? -preguntó la cantante.

– Eso depende de lo que me digan las otras personas -dijo Brunetti, lamentando la implícita amenaza, pero no, la sinceridad de la respuesta. Ella sólo captó la primera, y volvió a colocarse la partitura, abierta, en el regazo. El comisario había dejado de interesarle.

Él dio un paso hacia la puerta, pisando uno de los haces de luz que incidían en el suelo. Levantó la mirada buscando la fuente, se volvió y preguntó a la norteamericana:

– ¿Cómo consiguió esas claraboyas?

La mujer pasó por delante de él, le precedió hasta el recibidor, se paró junto a la puerta y le preguntó:

– ¿Le interesa saber cómo conseguí las claraboyas o cómo conseguí el permiso para ponerlas?

– El permiso.

Con una sonrisa, ella respondió:

– Sobornando al concejal de urbanismo.

– ¿Cuánto? -preguntó el comisario automáticamente, calculando la superficie total de las claraboyas: seis, de un metro cuadrado cada una aproximadamente.

Era evidente que aquella mujer había vivido en Venecia el tiempo suficiente como para no ofenderse por la falta de delicadeza de la pregunta. Sonrió ahora más ampliamente y dijo:

– Doce millones de liras -como quien da la temperatura exterior.

Es decir, cada claraboya, el salario de un mes, calculó Brunetti.

– Pero de eso hace dos años -explicó-. Tengo entendido que desde entonces los precios han subido.

Él asintió. En Venecia hasta la corrupción estaba sujeta a la inflación.

En la puerta, se estrecharon la mano, y el comisario se sorprendió por la cordialidad de la sonrisa que ella le dedicaba, como si aquel par de frases sobre sobornos los hubiera convertido en cómplices. Ella le dio las gracias por su visita, aunque no hacía falta. Él respondió con no menos cortesía, y detectó afabilidad en su propia voz. ¿Tan fácilmente se había dejado seducir? ¿Había humanizado a la mujer aquella revelación de corruptibilidad? Se despidió, y fue reflexionando sobre esta ultima pregunta mientras bajaba la escalera, pisando con agrado su ondulación marina.

CAPÍTULO IX

Cuando volvió a la questura, Brunetti descubrió que los agentes Alvise y Riverre habían ido al apartamento del maestro, examinado sus efectos personales y separado varios documentos que en aquel momento eran traducidos al italiano. El comisario llamó al laboratorio, que aún no tenía los resultados del análisis de las huellas dactilares, pero ya había podido confirmar lo evidente: que el veneno estaba en el café. Miotti no estaba; probablemente, seguía en el teatro. Brunetti, sin nada que hacer y sabiendo que antes o después tendría que hablar con ella, llamó por teléfono a la viuda, para preguntar si podía recibirle aquella tarde. Tras una vacilación debida a una desgana perfectamente comprensible, ella le dijo que fuera a las cuatro. El comisario registró el cajón de arriba de su escritorio y encontró medio paquete de bussolai, las rosquillas saladas venecianas que tanto le gustaban, y se las comió mientras leía las notas que había tomado del informe de la policía alemana.

Media hora antes de su cita con la signora Wellauer, el comisario salió del despacho y se encaminó lentamente hacia la piazza San Marco. Por el camino, fue parándose a mirar escaparates, cuyo contenido cambiaba con una rapidez que le llenaba de asombro cada vez que tenía que ir al centro. Parecía que los establecimientos que abastecían a la población local -farmacias, zapaterías y tiendas de alimentación- desaparecían inexorablemente y eran sustituidos por boutiques coquetonas y comercios de souvenirs para turistas, llenos de góndolas de luminiscente plástico de Taiwan y máscaras de cartón piedra hechas en Hong Kong. Los comerciantes de la ciudad preferían satisfacer los deseos de los transeúntes antes que las necesidades de sus habitantes. Se preguntó cuánto faltaría para que toda la ciudad se convirtiera en una especie de museo viviente, un lugar apto sólo para ser visitado y no para ser habitado.

Como para estimular sus reflexiones, por su lado pasó un grupo de turistas de temporada baja que seguían al paraguas que enarbolaba el guía. Con el agua a la izquierda, Brunetti bordeó la piazza, asombrado ante la cantidad de gente que parecía más interesada por las palomas que por la basílica.