Ella tardó en contestar.
– Sí, pero no pude decir más que hola y preguntar qué quería, porque entonces oímos… -Se interrumpió y apagó el cigarrillo, tomándose mucho tiempo y removiendo el cenicero con la colilla apagada. Por fin, la soltó y siguió hablando, pero con voz distinta-. Oímos el segundo aviso. No había tiempo de hablar. Le dije que le vería después de la función y volví a mi butaca. Llegué cuando se apagaban las luces. Esperé que subiera el telón y que siguiera la representación, pero usted ya sabe… ya sabe lo que ocurrió.
– ¿Hasta entonces no sospechó que podía haber ocurrido algo?
Ella alargó la mano hacia el paquete y sacó otro cigarrillo. Brunetti le dio fuego con el encendedor que estaba encima de la mesa.
– Gracias -dijo ella, volviendo la cara para expulsar el humo.
– ¿Hasta entonces no sospechó que ocurriera nada malo? -repitió.
– No.
– ¿Había cambiado su marido en las últimas semanas? -Ella no respondía, y él insistió-: ¿Estaba nervioso, irritable?
– Ya había entendido la pregunta -dijo ella secamente, luego le miró, nerviosa, y agregó-: Perdone.
Brunetti pensó que sería preferible callar a darse por enterado de su disculpa.
La mujer meditó un momento y respondió:
– No; estaba como de costumbre. Siempre le había gustado La Traviata, y adoraba esta ciudad.
– ¿Fueron bien los ensayos? ¿Hubo algún problema?
– Me parece que no le entiendo.
– ¿Tuvo dificultades su esposo con alguna persona que interviniera en la función?
– Que yo sepa, no -respondió ella al cabo de un momento.
Brunetti decidió que había llegado el momento de llevar sus preguntas a una esfera más personal. Pasó unas hojas de la libreta, miró sus anotaciones y preguntó:
– ¿Quién vive en esta casa, signora?
Si el brusco cambio de tema la había sorprendido, no lo exteriorizó:
– Mi marido y yo, y una criada.
– ¿Cuánto hace que trabaja para ustedes la criada?
– Ha trabajado para Helmut unos veinte años, creo. Yo la conocí cuando vine a Venecia por primera vez.
– ¿Y eso cuándo fue?
– Hace dos años.
– ¿Sí? -la animó él.
– Ella vive todo el año en el apartamento, aunque nosotros no estemos. No estuviéramos -rectificó inmediatamente.
– ¿Cómo se llama?
– Hilda Breddes.
– ¿No es italiana?
– No; belga.
Él tomó nota.
– ¿Cuánto tiempo llevaban casados usted y el maestro?
– Dos años. Nos conocimos en Berlín, donde yo trabajaba.
– ¿Cómo fue?
– Él dirigía Tristan. Yo subí a la zona de bastidores con unos amigos que también eran amigos de él. Después de la función, nos fuimos a cenar todos juntos.
– ¿Cuánto tardaron en casarse?
– Unos seis meses. -Ella se afanaba otra vez en afilar el cigarrillo.
– Dice usted que trabajaba en Berlín, pero es húngara. -Ella no respondió y él insistió-: ¿No es verdad?
– Sí; soy húngara por nacimiento, pero súbdita alemana. Mi primer marido, como usted ya debe de saber, era alemán, y yo adquirí su nacionalidad cuando nos trasladamos a Alemania, después de la boda.
Aplastó el cigarrillo y miró a Brunetti, como indicando que en adelante dedicaría toda la atención a contestar sus preguntas, cosa que sorprendió al comisario, ya que ésas eran cuestiones de dominio público. Todas sus respuestas acerca de sus matrimonios se ajustaban a la verdad; lo sabía, porque Paola, adicta incorregible a las revistas del corazón, le había puesto en antecedentes aquella mañana.
– ¿No es insólito? -preguntó.
– ¿Insólito, el qué?
– Que fuera usted autorizada a trasladarse a Alemania y adoptar la nacionalidad alemana.
Ella sonrió, pero a él no le pareció ésta una sonrisa divertida.
– No tan insólito como parecen pensar ustedes, en occidente. -¿Era desdén?-. Yo era una mujer casada, casada con un alemán. Su trabajo en Hungría había terminado y él regresaba a su país. Yo solicité permiso para ir con mi marido y me fue concedido. Tampoco bajo el régimen anterior éramos salvajes. Para los húngaros, la familia es muy importante. -Por su forma de decirlo, Brunetti dedujo que debía de creer que para los italianos era de importancia mínima.
– ¿Es el padre de su hija?
La pregunta la sorprendió claramente.
– ¿Quién?
– Su primer marido.
– Sí. -Ella alargó la mano hacia los cigarrillos.
– ¿Vive todavía en Alemania? -preguntó Brunetti mientras le daba fuego, a pesar de que sabía que daba clases en la Universidad de Heidelberg.
– Así es.
– ¿Es cierto que, antes de casarse con el maestro, era usted médico?
– Comisario -empezó ella con una voz tensa en la que vibraba una irritación mal disimulada-, yo sigo siendo médico y siempre lo seré. En este momento no ejerzo, pero no por ello dejo de ser médico.
– Mis disculpas, doctora -dijo Brunetti, lamentando sinceramente su estupidez. Cambió de tema rápidamente-: ¿Su hija vive aquí con usted?
Él vio el maquinal movimiento de la mano hacia el paquete de cigarrillos y observó cómo la mujer rectificaba y tomaba el que ardía en el cenicero.
– No; vive en Munich, con sus abuelos. Sería muy difícil para ella asistir a una escuela extranjera, y decidimos que estudiara en Munich.
– ¿Con los padres de su primer marido?
– Sí.
– ¿Cuántos años tiene su hija?
– Trece.
Los mismos que tenía Chiara, la hija del comisario, quien comprendió lo duro que sería obligarla a ir al colegio en un país extranjero.
– ¿Piensa volver a ejercer la medicina?
Ella tardó en responder.
– No lo sé. Quizá. Me gusta curar a la gente. Pero aun es pronto para pensar en eso.
Brunetti inclinó la cabeza en muda señal de aprobación.
– Si me permite, signora, y me disculpa, desearía preguntar si tiene alguna idea de las disposiciones financieras adoptadas por su esposo.
– ¿Quiere decir qué va a pasar con el dinero? -Una formulación extraordinariamente escueta y directa.
– Sí.
Ella respondió con rapidez:
– Sólo sé lo que me dijo Helmut. No teníamos un pacto formal por escrito como los que hoy suelen firmar las parejas al casarse. -Había en su tono cierto desdén-. Creo que cinco personas heredarán sus bienes.
– ¿Y son?
– Los hijos que tuvo en sus matrimonios anteriores. Tuvo uno con su primera esposa y tres con la segunda. Y yo.
– ¿Y su hija?
– No -respondió ella inmediatamente-. Sólo sus hijos biológicos.
A Brunetti le pareció natural que un hombre quisiera dejar su dinero a los hijos engendrados por él.
– ¿Tiene idea de la cuantía de la herencia? -Las viudas, generalmente, estaban enteradas de esto pero solían decir que no lo sabían.
– Creo que es mucho dinero. Pero su agente o su apoderado podrán darle más detalles que yo. -Curiosamente, al comisario le pareció que ella no lo sabía. Y lo más curioso era que no parecía interesarle.
Las señales de fatiga que había observado en ella al entrar se habían acentuado durante la conversación. Sus hombros estaban más caídos y el rictus de su boca era más profundo.
– Sólo un par de preguntas más -dijo él.
– ¿Quiere beber algo? -Resultaba evidente que su cortesía era meramente un formulismo.
– No, muchas gracias. Le hago las preguntas y me marcho.
Ella movió la cabeza de arriba abajo con cansancio, como si supiera que en realidad éstas eran las preguntas que había venido a hacerle.
– Signora, desearía que habláramos de su relación con su esposo. -Observó cómo ella se retraía, y apuntó-: La diferencia de edad era considerable.
– Sí.
Él guardó silencio, esperando. Finalmente ella dijo con una naturalidad que encontró admirable:
– Helmut tenía treinta y siete años más que yo. -Entonces era varios años mayor de lo que él había calculado, aproximadamente de la edad de Paola, y Wellauer tenía sólo ocho años menos que el abuelo de Brunetti. Le pareció extraña la idea, y trató de no demostrarlo. ¿Qué vida era la de esta mujer, con un marido casi dos generaciones mayor que ella? Vio que ella se revolvía, incómoda, bajo su intensa mirada y desvió los ojos durante un momento, como pensando en la manera de formular su siguiente pregunta: