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La mujer se irguió y miró a los dos hombres, que se habían quedado en la puerta, contentos de que fuera ella quien se las hubiera con el muerto.

– ¿Han avisado a la policía? -preguntó.

– Sí, sí -musitó Fasini, sin haber oído realmente la pregunta.

– Signore -dijo ella entonces, hablando despacio y en voz lo bastante alta como para hacerse oír con claridad-, yo nada puedo hacer. Esto es asunto de la policía. ¿Los han avisado?

– Sí -repitió el gerente, pero seguía sin dar señales de haber entendido sus palabras. Miraba fijamente al muerto, tratando de medir el horror de lo que veía, la magnitud del escándalo.

Apartándolo bruscamente de un empujón, la mujer salió al pasillo. El ayudante del gerente la siguió.

– Llame a la policía -ordenó ella. Cuando el hombre, después de mover la cabeza afirmativamente, se alejó, ella se metió la mano en el bolsillo, en busca del cigarrillo, lo enderezó y lo encendió. Aspiró el humo profundamente y miró el reloj. La mano izquierda de Mickey estaba entre el diez y el once y la derecha, en el siete. La doctora se apoyó en la pared y esperó la llegada de la policía.

CAPÍTULO II

Como era Venecia, la policía llegó en barco, y la luz azul parpadeaba en el techo de la cabina. La embarcación atracó en el pequeño canal que discurría por detrás del teatro y de ella desembarcaron cuatro hombres, tres con uniforme azul y uno de paisano. Subieron rápidamente por la estrecha calle lateral hasta la entrada de artistas, donde el portiere, prevenido de su llegada, oprimió el botón que liberaba la puerta de torno. El hombre señaló en silencio una escalera.

En el primer rellano, los aguardaba el aturdido gerente, que hizo ademán de tender la mano al hombre vestido de paisano, que parecía el jefe, pero enseguida se olvidó de su intención y dio media vuelta, diciendo por encima del hombro:

– Por aquí. -los llevó por un corto pasillo hasta la puerta del camerino del director, donde se paró y, reducido otra vez a la mímica, señaló al interior.

Guido Brunetti, commissario de policía de la ciudad, fue el primero en entrar. Al ver el cuerpo caído en el sillón, levantó una mano para indicar a los agentes de uniforme que se quedaran en la puerta. Era evidente que el hombre estaba muerto: tenía el cuerpo arqueado hacia atrás y la cara crispada en una mueca espantosa. No era necesario buscar señales de vida; no las habría.

Aquella cara le era tan familiar a Brunetti como a la mayoría de los habitantes del mundo occidental, si no por haberla visto frente a una orquesta, sí porque durante más de cuatro décadas su cuadrada mandíbula teutónica y su melena, que se había conservado negra como el azabache hasta pasados los sesenta, habían aparecido regularmente en las portadas de las revistas y las primeras planas de los diarios. Brunetti le había visto dirigir dos veces, hacía años, y durante el concierto había estado más pendiente del director que de la orquesta. El cuerpo de Wellauer oscilaba en el podio como preso en el abrazo de un demonio o de una divinidad. La mano izquierda, entreabierta, parecía querer arrancar el sonido a los violines. En la derecha, la batuta era un arma que apuntaba ahora aquí, ahora allá, un rayo que desataba raudales de música. Pero ahora la muerte había borrado de su persona todo vestigio de divinidad y le había puesto la máscara sarcástica del demonio.

Brunetti paseó la mirada por el camerino. Vio la taza en el suelo y, cerca de la taza, el plato. Esto explicaba las manchas oscuras de la camisa y, seguramente, la horrible crispación de la cara.

Sin acabar de acercarse al muerto, Brunetti hacía inventario con la mirada, con curiosidad, sin sacar deducciones. Era un hombre de aspecto extraordinariamente pulcro: el nudo de la corbata, impecable, el pelo, más corto de lo que dictaba la moda; hasta las orejas las tenía aplastadas contra la cabeza, como si quisieran pasar inadvertidas. Su indumentaria era típicamente italiana. Su acento pregonaba al veneciano. Sus ojos eran todo policía.

Inclinándose, tocó el dorso de la muñeca del muerto. Sintió la piel fría y seca al tacto. Lanzó otra mirada en derredor y se volvió hacia uno de los hombres que estaban a su espalda. Le pidió que llamara al forense y al fotógrafo. Ordenó a otro de los agentes que bajara a hablar con el portiere. ¿Cuántas personas había en el teatro esa noche? Que hiciera una lista. Y dijo al tercer agente que quería los nombres de quienes hubieran hablado con el maestro antes de la función o durante los entreactos.

El comisario abrió una puerta de la izquierda que daba a un pequeño aseo. La única ventana estaba cerrada, lo mismo que la del camerino. En el armario había un abrigo y tres camisas blancas almidonadas.

Volvió al camerino y se acercó al cadáver. Con el dorso de la mano, ahuecó la chaqueta, introdujo los dedos en el bolsillo interior del pecho y, lentamente, sacó un pañuelo sosteniéndolo por una punta. En el bolsillo no había nada más. Repitió el proceso con los bolsillos laterales, en los que encontró los objetos habituales: unos miles de liras en billetes pequeños, una llave con una etiqueta de plástico, probablemente, del camerino, un peine, otro pañuelo. No quería mover el cuerpo antes de que lo fotografiaran, y dejó para más adelante los bolsillos del pantalón.

Los tres agentes, una vez confirmada la existencia de un cadáver, habían ido a cumplir las órdenes de Brunetti. El gerente del teatro había desaparecido. Brunetti salió al corredor, esperando encontrarlo allí, con intención de preguntarle cuánto tiempo hacía que se había descubierto el cadáver. Pero sólo vio a una mujer pequeña, de pelo negro, que estaba apoyada en la pared, fumando un cigarrillo. Hasta ellos llegaban ráfagas de música.

– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti.

– La Traviata -dijo la mujer escuetamente.

– Ya lo sé. ¿Es que continúa la representación?

– «Aunque se hunda el mundo» -respondió ella con la entonación solemne que suele imprimirse en las citas.

– ¿Es de La Traviata? -preguntó él.

– No; de Turandot -dijo ella con voz serena.

– Pues me parece que por respeto al muerto…

Ella se encogió de hombros, arrojó el cigarrillo al suelo de cemento y lo aplastó con el pie.

– ¿Usted es…? -preguntó él finalmente.

– Bárbara Zorzi -y, aunque él no había pedido detalles, puntualizó-: Doctora Bárbara Zorzi. Estaba en la sala, pidieron un médico, subí y vi el cadáver. Eran exactamente las diez y treinta y cinco. El cuerpo aún estaba caliente. La taza estaba fría.

– ¿La tocó?

– Sólo con el dorso de los dedos. Pensé que podía ser importante saber si aún estaba caliente. No era así. -Sacó otro cigarrillo del bolso y le ofreció uno. No pareció sorprenderla que él rehusara y encendió el suyo.

– ¿Algo más, doctora?

– Huele a cianuro -respondió ella-. He leído algo sobre este veneno y en clase de farmacología lo estudiamos una vez, aunque el profesor no nos dejó ni olerlo. Decía que hasta los vapores son peligrosos.

– ¿Tan tóxico es?

– Sí. Ahora no recuerdo exactamente lo poco que se necesita para matar a una persona, pero no llega a un gramo. Y es instantáneo. Todo se para, el corazón, los pulmones… Antes de que la taza llegara al suelo, él ya debía de estar muerto o, por lo menos, inconsciente.

– ¿Lo conocía usted?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No más que cualquier aficionado a la ópera. O cualquier lector de Gente -dijo ella, refiriéndose a una revista de cotilleos que a él se le hacía difícil creer que leyera aquella mujer.

Ella le miró y preguntó:

– ¿Es eso todo?

– Creo que sí, doctora. ¿Tendrá la bondad de dar su nombre a uno de mis hombres, por si hemos de ponernos en contacto con usted?