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Así que aquella noche Brunetti se sentía un poco nervioso cuando preguntó a Paola si podrían asistir a la fiesta que daban sus padres la noche siguiente para celebrar la inauguración de una exposición de Impresionistas Franceses en el Palacio del Dux.

– ¿Y tu cómo te has enterado de la fiesta? -preguntó Paola con asombro.

– Lo he leído en el periódico.

– Una fiesta de mis padres, y te enteras por el periódico. -Esto parecía ofender el tradicionalista concepto de la familia de Paola.

– Sí. ¿Se lo preguntarás?

– Guido, generalmente, tengo que amenazarte para que cenes con ellos en Nochebuena y ahora te empeñas en ir a una de sus fiestas. ¿Por qué?

– Porque quiero hablar con la clase de gente que asiste a esa clase de cosas.

Paola, que estaba corrigiendo los ejercicios de sus alumnos cuando él entró, dejó el rotulador y le obsequió con la mirada que solía reservar para las más brutales agresiones al lenguaje. Aunque éstas no escaseaban en los ejercicios que tenía delante, no estaba acostumbrada a oírlas de labios de su marido. Le miró largamente y formuló una de las respuestas que él admiraba tanto como temía.

– Dudo que pudieran rehusar, habida cuenta de la elegancia de tu petición -dijo, tomó el rotulador y siguió corrigiendo.

Era tarde, y él comprendió que estaba cansada, por lo que se acercó al mostrador y se puso a preparar café.

– Sabes que si ahora tomas café no dormirás -dijo ella, adivinando lo que hacía por el ruido.

Él pasó por su lado, le revolvió el pelo y dijo:

– Ya buscaré con qué entretenerme.

Ella dio un gruñido, tachó una frase y preguntó:

– ¿Por qué quieres conocerlos?

– Para enterarme de cosas acerca de Wellauer. He leído que era un genio, que hizo una brillante carrera y que se casó tres veces, pero no tengo una idea clara de la clase de hombre que era.

– ¿Y piensas que la clase de gente -dijo ella subrayando la expresión- que asiste a las fiestas de mis padres lo sabrá?

– Me interesa su vida privada, y esa gente debe de estar al corriente de las cosas que yo quiero saber.

– Esas cosas puedes leerlas en STOP. -No dejaba de asombrarle que una persona que daba clases de literatura inglesa en la universidad estuviera tan versada en prensa amarilla.

– Paola, yo quiero averiguar cosas que sean verdad. STOP es una de esas revistas en las que puedes leer perfectamente que la madre Teresa ha abortado.

Su mujer gruñó y volvió la hoja, dejando un rastro de marcas azules de trazo nervioso.

Él abrió el frigorífico, sacó una botella de leche, vertió un poco en un perol y lo puso a calentar. Sabía por larga experiencia que ella se negaría a tomar café, por más leche que le echara, aduciendo que le impediría dormir. pero, cuando él se hubiera preparado su taza, ella se pondría a dar sorbos y acabaría por beber más de la mitad, y luego dormiría como un leño. Sacó del armario la bolsa de las galletas que compraban para los niños y atisbó en su interior, para ver cuántas quedaban.

Cuando el café hubo subido, lo echó en una taza, agregó la leche, le puso menos azúcar del que a él le gustaba y se sentó frente a Paola. Distraídamente, concentrada todavía en el ejercicio que tenía delante, ella alargó la mano y bebió un sorbo de café antes de que él pudiera probarlo. Cuando dejó la taza en la mesa, él la asió firmemente pero no la levantó. Ella volvió otra página, y quiso coger la taza otra vez, pero al ver que él no la soltaba lo miró.

– ¿Eh? -hizo.

– No, hasta que me prometas que llamarás a tu madre. Ella trató de quitarle la mano y, al no conseguirlo, le escribió en ella con el rotulador una palabra gruesa.

– Tendrás que llevar traje oscuro.

– Siempre llevo traje oscuro cuando voy a casa de tus padres.

– Y nunca pareces contento de llevarlo.

– De acuerdo -sonrió él-. Lo llevaré y pareceré contento. ¿Llamarás a tu madre?

– La llamaré -concedió ella-. Pero lo del traje oscuro es en serio.

– Sí, tesoro -lisonjeó el marido. Empujó la taza hacia ella, que tomó otro sorbo. Entonces sacó una galleta de la bolsa y la mojó en el café.

– Qué asco -dijo ella, y después sonrió.

– Un simple campesino -reconoció él, metiéndose la galleta en la boca.

Paola no solía hablar de lo que había sido su infancia en el palazzo, con una nanny inglesa y un montón de criados, pero Guido suponía que allí no le permitían mojar las galletas en la leche. Esto le parecía un grave fallo en su educación y había insistido en que a sus hijos les fuera permitido. Ella accedió, a regañadientes. Ni el chico ni la chica, Brunetti no se cansaba de observarlo, mostraban señales de grave decadencia moral ni física a causa de esta costumbre.

Por la manera en que su mujer garabateaba un apresurado comentario al pie de una página, el comisario comprendió que estaba a punto de agotar la paciencia.

– Estoy tan cansada de tanta zafiedad, Guido -dijo tapando el rotulador y arrojándolo sobre la mesa-. Preferiría tratar con asesinos. A ésos por lo menos puedes castigarlos.

El café se había terminado, si no él le hubiera acercado la taza. En su lugar, sacó del armario una botella de grappa. Era el único consuelo que tenía a mano.

– Magnífico -dijo ella-. Primero, café y, ahora, grappa. No podremos dormir en toda la noche.

– ¿Quieres que probemos de mantenernos despiertos el uno al otro? -preguntó él, y su mujer se puso colorada.

CAPITULO XI

A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la questura a las ocho, con los periódicos del día, que repasó rápidamente. Pocas novedades; la víspera se había dicho casi todo. Las notas biográficas eran más extensas y la exigencia de que se llevara al asesino ante los jueces, más perentoria, pero nada que Brunetti no supiera o esperara.

Encima de la mesa estaba el informe del laboratorio. Las únicas huellas dactilares que había en la taza, en la que se habían encontrado restos de cianuro de potasio, eran las de Wellauer. En el camerino había docenas de huellas, demasiadas para un análisis. El comisario decidió no tomar huellas a nadie. Puesto que en la taza no había más que las de Wellauer, no tenía objeto identificar todas las que se habían encontrado en el camerino.

Además del informe de las huellas había una lista de los artículos que se habían encontrado en el camerino. Brunetti recordaba haber visto la mayoría de ellos: la partitura de La Traviata, con anotaciones en la angulosa letra del director; un peine, un billetero, dinero; la ropa que tenía puesta y la ropa del armario; un pañuelo y una caja de pastillas de menta. También había un Rolex Oyster, una pluma y una libretita de direcciones.

Los policías que habían ido a echar una mirada a la casa del director -no podía llamársele registro- habían redactado un informe, pero como no tenían idea de lo que tenían que buscar, Brunetti no confiaba mucho en que su informe revelara algo de interés o de importancia. De todos modos, lo leyó cuidadosamente.

El maestro mantenía en Venecia un vestuario muy completo para un hombre que sólo pasaba en la ciudad unas semanas al año. Brunetti se admiró de la precisión con que se había tomado nota de la indumentaria: «Chaqueta cruzada de cachemir negro (Duca D'Aosta); jersey cobalto y pardo oscuro, talla 52 (Missoni)…» Durante un momento, se preguntó si no se habría equivocado y se encontraba en una boutique de Valentino en lugar de la jefatura de policía. Hojeó el informe y al final, tal como temía, encontró las firmas de Alvise y Riverre, los mismos agentes que, hacía un año, habían escrito acerca de un cadáver que había sido sacado del mar en el Lido: «Al parecer, ha muerto por asfixia.»

Volvió al informe. Por lo visto, la signora no compartía la afición del difunto por la ropa. Y Alvise y Riverre no parecían tener un gran concepto de su gusto. «Botas Varese, un solo par. Abrigo negro de lana, sin etiqueta.» Lo que sí parecía haberles impresionado era la biblioteca, que calificaban de «extensa, en tres idiomas, uno de los cuales parece húngaro».