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Brunetti esperó al extremo del banco a que sacaran el féretro y saliera la presidencia del duelo. Fuera, crepitaron los flashes, y los periodistas rodearon a la viuda, que se encogió sobre sí misma, arrimándose al anciano que la acompañaba.

Sin vacilar, Brunetti se abrió paso entre la gente y tomó el otro brazo de la mujer. Reconoció a varios de los fotógrafos, vio que sabían quién era y les ordenó que se apartaran. Los que habían rodeado a la viuda retrocedieron dejando el paso libre hasta las embarcaciones que aguardaban al lado del campo. Sosteniendo a la mujer, la llevó hasta el barco, la ayudó a subir y entró detrás de ella en la cabina del pasaje.

La pareja que estaba en el teatro se reunió con ella en la cabina. La mujer de pelo gris le rodeó los hombros con el brazo, mientras el hombre, sentado a su lado, se limitaba a oprimirle la mano. Brunetti se situó en la puerta de la cabina y observó cómo la góndola mortuoria soltaba amarras y, lentamente, subía por el estrecho canal. Cuando estuvieron a una distancia segura de la iglesia y de la gente, volvió a entrar en la cabina.

– Gracias -dijo la signora Wellauer sin disimular el llanto

Él nada tenía que decir.

El barco salió al Gran Canal y viró a la izquierda, hacia San Marco, por donde había que pasar para ir al cementerio. Brunetti volvió a la puerta y se quedó mirando hacia afuera, apartando su mirada de intruso de aquella escena de dolor. Por su lado pasó flotando el campanile, seguido del palacio ducal, con su estructura rectangular, y todas aquellas cúpulas airosas y alegres. Cuando se acercaban al canal del Arsenale, Brunetti subió a cubierta pidió al piloto que parara en el embarcadero del Palasport. Entonces volvió a la cabina y oyó que sus tres ocupantes conversaban en voz baja.

– Dottor Brunetti -dijo la viuda.

ÉI la miró desde la puerta.

– Quiero darle las gracias. Hubiera sido terrible la salida de la iglesia.

Él asintió. El barco empezó el amplio viraje hacia la izquierda que los llevaría al canal del Arsenale.

– Me gustaría volver a hablar con usted -dijo el comisario-. A su conveniencia.

– ¿Es necesario?

– Creo que sí.

El motor zumbó en un tono más grave y el barco se acercó al embarcadero situado a la derecha del canal.

– ¿Cuándo?

– ¿Mañana?

Si ella se sorprendió o los otros se ofendieron, nadie lo delató.

– Está bien -dijo-. Venga por la tarde.

– Gracias -respondió Brunetti. El barco cabeceaba frente al embarcadero. Nadie le contestó y él salió de la cabina, saltó a la plataforma de madera y siguió con la mirada a la embarcación hasta que ésta se reincorporó al cortejo que seguía a la góndola negra hacia las aguas más profundas de la laguna.

CAPÍTULO XII

Al igual que la mayoría de los palazzi del Gran Canal, el palazzo Falier había sido diseñado para que se llegara a él en barco, y los invitados tenían que subir los cuatro escalones de poca alzada que partían del embarcadero. Pero hacía tiempo que este acceso estaba cerrado por una gruesa verja que sólo se abría para la descarga de objetos de gran tamaño. En la decadente época actual, los invitados llegaban a pie desde Cá Rezzonico, la parada de vaporettos más próxima, o desde otros puntos de la ciudad.

Brunetti y Paola fueron andando, pasando por delante de la universidad y campo San Barnaba, donde torcieron a la izquierda por un estrecho canal al que se abría una de las puertas laterales del palazzo.

Tocaron el timbre y les hizo pasar al patio un joven al que Paola no había visto nunca. Probablemente, un criado contratado para aquella noche.

– Menos mal que no lleva librea y peluca -comentó Brunetti mientras subían la escalera exterior. El joven no se había preocupado de preguntar quiénes eran ni si estaban invitados. O bien se había aprendido de memoria la lista de invitados o, lo que era más probable, no le importaba quién entrara en el palazzo.

Al llegar a lo alto de la escalera, oyeron música a su izquierda, donde estaban los tres enormes salones. Siguiendo el sonido, recorrieron un pasillo, acompañados por el borroso reflejo que les devolvían los espejos que cubrían las paredes. Las grandes puertas de roble del primer salón estaban abiertas, dejando escapar luz, música y olor a perfumes caros y a flores.

La luz que salía del salón procedía de dos inmensas lámparas de cristal de Murano llenas de juguetones ángeles y cupidos, suspendidas entre los frescos del techo, y de multitud de candelabros colocados en las paredes. La música brotaba de un trío situado discretamente en un ángulo y que interpretaba a Vivaldi en una de sus composiciones más repetitivas. Y el olor dimanaba de las mujeres que animaban el salón con sus vestidos de colores vivos y su charla más viva todavía.

Unos minutos después de verlos entrar, el conde se acercó a ellos, se inclinó para besar a Paola en la mejilla y tendió la mano a su yerno. Era un hombre que frisaba los setenta y que, lejos de tratar de disimular la calva de la coronilla, llevaba el pelo muy corto, lo que le daba aspecto de fraile estudioso. Paola había heredado sus ojos castaños y su boca grande, pero se había librado de su gran nariz, afilada proa que dominaba la cara del conde. Su smoking estaba tan bien hecho que, incluso de haber sido de color de rosa, lo primero que la gente hubiera advertido en él hubiera sido el corte.

– Tu madre está muy contenta de que hayáis podido venir los dos. -El leve énfasis aludía a la circunstancia de que ésta era la primera de sus fiestas a la que asistía Brunetti-. Espero que lo paséis bien.

– Estoy seguro -respondió Brunetti. Durante diecisiete años, había eludido dar a su suegro tratamiento alguno. No podía utilizar el título ni podía decidirse a llamarle «papá». «Orazio» le parecía una familiaridad excesiva, un rebuzno a la luna de la igualdad social. De modo que Brunetti se las arreglaba para no llamarle de ninguna manera, ni siquiera «signore». De todas formas, por vía de compromiso, los dos hombres se tuteaban, a pesar de que el «tú» no les salía con naturalidad.

El conde vio a su esposa cruzar la sala en dirección a ellos, y la llamó con una sonrisa y una seña. Ella maniobró por el salón con una combinación de gracia y habilidad social que Brunetti no pudo menos que envidiar, parándose allí a dar un beso en la mejilla, y a oprimir un brazo más acá. La condesa era un grato espectáculo, con vueltas y vueltas de perlas y metros y metros de gasa negra. Como de costumbre, calzaba zapatos puntiagudos de tacón altísimo, no obstante lo cual apenas le llegaba al hombro a su marido.

– Paola, Paola -exclamó sin disimular el gozo de ver a su única hija-. Cuánto me alegro de que por fin hayas podido traer contigo a Guido. -Se interrumpió para besar a ambos-. Da gusto veros aquí sin que sea Navidad ni haya esos horribles fuegos artificiales. -La condesa no se mordía la lengua.

– Ven, Guido -dijo el conde-. Te conseguiré una copa.

– Gracias -respondió él, y preguntó a Paola y a su madre-: ¿Os traemos algo?

– No, no. Mamma y yo iremos luego.

El conde de Falier cruzó el salón con Guido, parándose de cuando en cuando a intercambiar un saludo o unas palabras. En la barra, pidió champaña para él y un whisky para su yerno.

Al dar el vaso a Brunetti, preguntó:

– Supongo que habrás venido por asunto de trabajo, ¿no?

– En efecto -respondió Brunetti, alegrándose de que su suegro no se anduviera por las ramas.