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– Creo que sí -respondió.

Ella levantó las manos.

– Si hemos llegado al punto en el que se hace bajar de los cielos al pobre y sufrido Dios para meterlo en la conversación, me parece que tendré que ir a buscar más champaña.

– No, permítame -dijo él quitándole la copa. Al poco, volvía con el champaña y agua mineral para él. Ella aceptó la bebida y le dio las gracias con una sonrisa completamente amistosa y normal.

Bebió un sorbo y preguntó:

– ¿Qué puede usted decirme acerca de esa ley? -Lo dijo sin rencor, con auténtico interés, dando por olvidada la disensión. Olvidada por ambas partes, descubrió él.

– Es evidente que la ley que tenemos no es suficiente -empezó, asombrándose a sí mismo, puesto que había dedicado su carrera a defender esta ley-. Necesitamos una ley más humana, o quizá, más humanitaria. -Calló, porque se sentía un poco ridículo al decir esto. Y más aún al pensarlo.

– Sería maravilloso -dijo ella con una benevolencia que inmediatamente le puso en guardia-. Pero ¿no sería un estorbo en su profesión? Al fin y al cabo, su tarea consiste en imponer la otra ley, la ley del Estado.

– En realidad, son una misma cosa. -Al darse cuenta de que sonaba a tópico, agregó-: Generalmente.

– ¿Siempre no?

– No; siempre no.

– ¿Y cuando no son lo mismo?

– Trato de encontrar el punto de coincidencia.

– ¿Y si no lo hay?

– Entonces hago lo que debo.

Ella soltó una carcajada tan espontánea que él no pudo menos que hacerle coro, al comprender que había hablado como John Wayne antes de salir a librar la última batalla.

– Perdone por haberle hecho picar, Guido. Lo siento. Por si le sirve de consuelo le diré que nosotros, los médicos, tenemos que tomar la misma decisión algunas veces, aunque no muchas, cuando lo que nosotros consideramos justo no coincide con lo que la ley dice que es justo.

Lo salvó, los salvó a ambos, la llegada de Paola, que venía a preguntar si no quería marcharse ya.

– Paola -dijo él, dando media vuelta para presentarle a la otra mujer-, es la doctora de tu padre. -Esperaba darle una sorpresa.

– Oh, Bárbara -exclamó Paola-. Cuánto me alegro de conocerla. Ya era hora. Mi padre me habla mucho de usted.

Brunetti miraba y escuchaba, asombrado de la facilidad con que las mujeres pueden demostrarse simpatía y confianza desde el primer momento de conocerse. Unidas por una común preocupación por un hombre al que él siempre había encontrado frío y distante, ellas dos hablaban como si se conocieran desde hacía años. No había entre ellas ni asomo de aquel abrasivo recelo con que se habían medido mutuamente él y la doctora. Ésta y Paola habían realizado una especie de evaluación instantánea y se habían sentido perfectamente satisfechas del resultado. Era un fenómeno que había observado muchas veces y que temía no llegar a comprender. Él tenía la misma facilidad para simpatizar con otro hombre, pero el proceso se detenía en una capa más superficial, no tenía tanto calado como esta intimidad instantánea de la que era testigo, que parecía llegar hasta un punto central y que, evidentemente, no había concluido, sino que sólo se había interrumpido hasta el siguiente encuentro.

Ya estaban hablando de Raffaele, el único nieto varón del conde, cuando recordaron la presencia de Brunetti. Por su manera de transferir el peso del cuerpo de uno a otro pie era evidente que estaba cansado y deseaba marcharse, y Paola dijo:

– Perdóneme por haberle hablado tanto de Raffaele, Bárbara. Ahora tendrá que preocuparse de dos generaciones en lugar de una sola.

– No; es conveniente conocer otro punto de vista sobre los niños. Le preocupan mucho. Pero está muy orgulloso de ustedes. -Brunetti tardó en comprender que se refería a Paola y a él. Ésta era, sin duda, la noche de las sorpresas.

Brunetti no hubiera podido decir cómo, pero las dos mujeres decidieron que había llegado el momento de marcharse. La doctora dejó la copa en una mesa, y Paola se colgó de su brazo en el mismo momento. Intercambiaron saludos y a él volvió a sorprenderle que la doctora se mostrara mucho más efusiva con Paola que con él.

CAPITULO XIII

Era a la mañana siguiente cuando el comisario tenía que dejar su primer informe por escrito encima de la mesa de Patta «antes de las ocho». Y precisamente aquella mañana, cuando Brunetti abrió los ojos y miró el reloj, éste marcaba las ocho y cuarto, por lo que era evidente que le sería imposible cumplir la orden de su superior.

Media hora después, con un aspecto ya más humano, Brunetti entró en la cocina y encontró a Paola leyendo L'Unitá, lo que le recordó que era martes. Por razones que no había llegado a comprender, su mujer leía cada mañana un diario diferente, abarcando el espectro político desde la derecha hasta la izquierda, además de las lenguas francesa e inglesa. Años atrás, a poco de conocerla, cuando la entendía aún menos que ahora, le había preguntado por qué. La respuesta que ella le dio era perfectamente racional, aunque él no supo verlo así hasta años después: «Quiero descubrir de cuántas maneras diferentes se pueden decir las mismas mentiras.» Nada de lo que había leído desde entonces le había sugerido que la actitud de su esposa fuera errónea. Hoy era la mentira comunista; mañana les tocaría el turno a los cristianodemócratas.

Le dio un beso en la nuca. Ella gruñó pero no levantó la mirada. En silencio, señaló hacia la izquierda, a una fuente de brioches que había en la encimera. Mientras su mujer volvía las hojas del periódico, Brunetti se sirvió una taza de café, le puso tres cucharadas de azúcar y se sentó frente a ella.

– ¿Algo nuevo? -preguntó mordiendo el brioche.

– Más o menos. Desde ayer tarde estamos sin gobierno. El presidente trata de formar uno nuevo, pero no parece tener posibilidades. Y esta mañana, en la panadería, la gente sólo hablaba de que ya empieza a hacer frío. No es de extrañar que tengamos el gobierno que tenemos: es lo que nos merecemos. Bueno -dijo mirando la foto del último presidente-, quizá no. Nadie puede merecerse esto.

– ¿Qué más? -preguntó él, siguiendo un ritual de más de una década que le permitía enterarse de lo que ocurría sin necesidad de leer el periódico y, de paso, le daba una clara indicación del humor de su mujer.

– Huelga de ferroviarios la semana próxima, en protesta por el despido de un maquinista que chocó con otro tren estando borracho. Hacía meses que los que trabajaban con él se quejaban sin que les hicieran caso. Tres muertos. Y ahora los mismos que se quejaban amenazan con ir a la huelga porque ha sido despedido. -Volvió otra página y él tomó otro brioche-. Más amenazas de ataques terroristas. Quizá eso mantenga alejados a los turistas. -Volvió otra página-. Crítica del estreno en la ópera de Roma. Un desastre. El director de orquesta, fatal. Anoche Dami me dijo que hacía semanas, desde que empezaron los ensayos, que la orquesta se quejaba de él, pero nadie les escuchó. Es lógico. Si no se escucha a los que conducen los trenes, ¿por qué habría que escuchar a los músicos que oyen cómo suena la orquesta en los ensayos?

Brunetti dejó la taza con brusquedad, salpicando de café la mesa. La única respuesta de Paola fue acercarse un poco más el periódico.

– ¿Qué has dicho?

– ¿Hum? -hizo ella distraídamente.

– ¿Qué has dicho del director de orquesta?

Ella levantó la mirada, intrigada por el tono, no por las palabras.

– ¿Cómo?

– Del director, ¿qué has dicho?

Paola parecía haber olvidado ya sus propias palabras, como solía olvidar la mayoría de los juicios que emitía cada mañana. Volvió a la página en la que aparecía la crítica.

– Ah, sí, la orquesta. Si les hubieran prestado atención, habrían sabido que el director era pésimo. Al fin y al cabo, no puede haber mejor juez que los propios músicos.

– Paola -dijo él, mirándola por encima del periódico-, si no estuviera casado contigo, abandonaría a mi mujer por ti.

Le halagó comprobar que la había sorprendido; pocas veces lo conseguía. Así la dejó, mirándole por encima de sus lentes de lectura, sin saber qué había hecho para provocar esta reacción en su marido.