– Espero que les guste. -Los dos hombres intercambiaron una mirada, en muda aceptación del reto.
– Muchas gracias -dijo Padovani-. ¿Será tan amable de traerme la ensalada?
– Cuando termine el pescado -dijo ella, volviendo a la cocina. Entonces Brunetti tuvo la confirmación de que éste era uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Padovani tomó varios bocados de pescado.
– Y luego reapareció, tan de repente como había desaparecido. Durante aquel año en el que no había cantado en público, su voz se había robustecido, convirtiéndose en esa voz potente y cristalina que ahora tiene. Pero el marido había desaparecido de escena, hubo una separación discreta y un divorcio más discreto todavía, que ella consiguió aquí, en Italia y, finalmente, cuando fue posible, también en España.
– ¿Cuáles fueron las causas del divorcio?
Padovani levantó una mano pidiendo calma.
– Cada cosa en su momento. Quiero dar a esto el aire y el ritmo de una novela del siglo XIX. Como te decía, nuestra Flavia volvió a cantar, y con una voz más maravillosa que nunca. Pero no se la veía. Ni en las cenas, ni en las fiestas, ni en las actuaciones de otros cantantes. Vivía retirada de la sociedad con sus hijos, en Milán, donde cantaba con regularidad. -Se inclinó sobre la mesa-. ¿Crece la intriga?
– Ya es insoportable -dijo Brunetti tomando otro bocado de pescado-. ¿Y el divorcio?
Padovani rió:
– Tenía razón Paola cuando me advirtió que eras un verdadero hurón. Está bien, sabrás la verdad. Desgraciadamente, como suele ocurrir, la verdad es bastante prosaica. Resulta que él le pegaba. Sistemática y brutalmente. Seguramente, debía de pensar que así es como un hombre de verdad debe tratar a la esposa. -Se encogió de hombros-. Quién sabe.
– ¿Ella lo dejó?
– No hasta que tuvieron que llevarla al hospital a consecuencia de una paliza. Incluso en España, hay gente que no transige con esto. Ella se fue a la Embajada de Italia con sus hijos. Sin dinero ni pasaportes. Nuestro embajador de aquel entonces, como todos ellos, era un pelota que trató de devolverla a su marido. Pero la esposa del embajador, una siciliana, y que nadie diga nada contra ellos, bajó hecha una furia a la sección consular y no se movió de allí hasta que se extendieron los tres pasaportes. Luego, ella misma llevó a Flavia y a sus hijos al aeropuerto, donde sacó tres billetes de primera clase para Milán con cargo a la embajada y esperó hasta que el avión despegó. Al parecer, había visto a Flavia en el papel de Odabella tres años antes y consideró que era lo menos que podía hacer por ella.
Brunetti se preguntó si esto podía tener algo que ver con la muerte de Wellauer y en qué medida era verdad. El gesto irónico de Padovani le hacía dudar.
Como si le leyera el pensamiento, Padovani se inclinó hacia adelante y le dijo:
– Es verdad. Puedes creerlo.
– ¿Tú cómo lo sabes?
– Guido, eres policía y debes de saber que, cuando una persona alcanza cierta fama, deja de tener secretos. -Brunetti sonrió en señal de asentimiento, y Padovani prosiguió-: Ahora viene lo interesante, la vuelta a la vida de nuestra heroína. Y la causa, como suele ocurrir en estos casos, es el amor. O, por lo menos -agregó, después de reflexionar un momento-, la carne.
Brunetti, al ver cómo se divertía su interlocutor, estuvo tentado de decir a Antonia, para vengarse, que Padovani no se había comido todo el pescado sino que lo había escondido en la servilleta.
– Su reclusión duró casi tres años. Después tuvo una serie de, digamos, aventuras. La primera, con el tenor que actuaba con ella, un tenor bastante malo, pero, afortunadamente para Flavia, buena persona. Tan buena persona que no tardó en volver junto a su esposa. Luego, en rápida sucesión -fue contando con los dedos-, un barítono, otro tenor, un bailarín, o quizá fue el director, un médico que, al parecer, pasó inadvertido para la mayoría y, finalmente, oh prodigio, un contratenor. Luego, el desfile se interrumpió. -También se interrumpió Padovani, mientras Antonia le ponía delante el plato de la ensalada. Él la aliñó, con demasiado vinagre para el gusto de Brunetti-. Durante un año aproximadamente, no fue vista con nadie. Y entonces, de repente, entró en escena «la americana» y pareció conquistar a la divina Flavia. -Al advertir el interés de Brunetti, preguntó-: ¿La conoces?
– Sí.
– ¿Qué te parece?
– Me cae bien.
– A mí también -dijo Padovani-. Esa historia entre ella y Flavia no tiene sentido.
A Brunetti le resultaba violento demostrar su interés, y no animó a Padovani a extenderse en detalles. Pero no era necesario que le azuzara, porque el crítico prosiguió:
– Se conocieron hace tres años, durante la exposición de arte chino. Se las vio varias veces almorzar juntas y en el teatro, pero la americana tuvo que volver a China. De la voz de Padovani desapareció todo vestigio de ironía y malicia.
– He leído sus libros sobre arte chino, los dos que han sido traducidos al italiano y el opúsculo que ha publicado en inglés. Si no es la arqueóloga más importante que hoy existe en este campo, no tardará en serlo. No sé qué ha visto en Flavia, porque Flavia, aunque cante como los ángeles, es una bruja.
– Pero ¿y el amor? -preguntó Brunetti, para rectificar enseguida, lo mismo que Padovani: O la carne.
– Ese tipo de relaciones convienen a las personas como Flavia; no la distrae de su trabajo. Pero la otra tiene entre manos uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de nuestro tiempo, y creo que posee el conocimiento y la habilidad suficientes para… -Padovani se interrumpió, levantó la copa de vino y la vació-. Perdona, no acostumbro a dejarme dominar por estos arrebatos. Debe de ser la influencia de la severa Antonia.
A pesar de saber que ello no tenía nada que ver con la investigación, Brunetti no pudo menos que preguntar:
– ¿Es la primera… hm… amante que ha tenido la Petrelli?
– No lo creo, pero las otras fueron aventuras pasajeras.
– ¿Y ésta? ¿Es diferente?
– ¿Para cuál de ellas?
– Las dos.
– Dado que ya hace tres años que dura, yo diría que sí, que se trata de algo serio. Para una y otra. -Padovani pinchó la última hoja de lechuga del fondo del cuenco de la ensalada-. Quizá he sido injusto con Flavia. Esta relación también le cuesta cara.
– ¿En qué sentido?
– Hay muchas cantantes lesbianas -explicó el periodista-. Es curioso, la mayoría son mezzosopranos. Pero esto no tiene nada que ver. Lo cierto es que se las tolera menos que a sus colegas masculinos que son gays. Por lo tanto, ninguna se atreve a manifestarse abiertamente y la mayoría son muy discretas y camuflan a la amante como secretaria o agente. Pero Flavia no puede camuflar a Brett. Y la gente habla, y estoy seguro de que hay miradas y cuchicheos cada vez que las dos entran juntas en algún sitio.
Brunetti no tuvo más que recordar el tono del portiere para darse cuenta de la verdad de aquellas palabras.
– ¿Has estado en su casa?
– ¡Qué claraboyas! -dijo Padovani, y los dos rieron.
– ¿Cómo lo conseguiría? -preguntó Brunetti, a quien habían denegado el permiso para instalar ventanas dobles.
– Desciende de una de esas antiguas familias americanas que robaron su dinero hace más de cien años y que, por lo tanto, son respetables. Un tío suyo le dejó en herencia ese apartamento que, según se dice, ganó en una partida de cartas hace cincuenta años. En cuanto a las claraboyas, trató de encontrar quien se las construyera, pero nadie quería mover ni un dedo sin el permiso. De modo que un día se subió al tejado, quitó las tejas, hizo los agujeros y puso los marcos.
– ¿Y nadie la vio? -En Venecia, basta con que levantes un martillo en el exterior de un edificio para que en todo el vecindario se descuelguen los teléfonos-. ¿Nadie llamó a la policía?
– Si alguien la vio allá arriba pensaría que estaba examinando el tejado. O reparando una gotera.
– ¿Y qué pasó luego?
– Cuando tuvo las claraboyas instaladas, llamó a la oficina de urbanismo, les dijo lo que había hecho y les pidió que enviaran a alguien, para que calculara el importe de la multa.