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– ¿En serio?

– En serio -dijo él, y sonrió-. Yo paso mucho tiempo con abogados y puedo asegurarle que éste no persigue nada más que asustarlas con sus amenazas.

– Bien, pues… -empezó ella con una risa que acabó en hipo-…lo ha conseguido, desde luego. -Y, en voz baja-: El muy cerdo.

Brunetti estimó que había llegado el momento de pedir dos coñacs, que el camarero les sirvió rápidamente. Cuando llegaron las copas, Brett dijo:

– Flavia ha estado terrible.

Él se mantuvo a la expectativa.

– Ha dicho cosas muy fuertes.

– Todos las decimos alguna vez.

– Yo, no -replicó ella inmediatamente, y él la creyó; Brett debía de usar el lenguaje como instrumento, no como arma.

– Ya se le pasará, Brett. Las personas que hablan de ese modo enseguida se olvidan de lo que dicen.

Ella se encogió de hombros, rechazando el argumento por incongruente. Era evidente que ella no olvidaría.

– ¿Qué piensa hacer? -preguntó él, realmente interesado en la respuesta.

– Ir a casa. Ver si está. Ver qué pasa.

Entonces Brunetti advirtió que ni se había molestado en averiguar si la Petrelli tenía casa en la ciudad, que ni había iniciado una investigación sobre sus pasos, antes y después de la muerte de Wellauer. ¿Tan fácil era desorientarle? ¿Tan distinto era del resto de los hombres? ¿Bastaba una cara bonita, una lagrimita, un aspecto de persona inteligente y honrada, para que descartara toda posibilidad de que hubieras matado a alguien o de que amaras a un homicida?

Le asustaba comprobar la facilidad con que esta mujer le había desarmado. Sacó del bolsillo varios billetes sueltos y los dejó encima de la mesa.

– Me parece una buena idea -dijo empujando la silla y poniéndose en pie.

Él advirtió la repentina inseguridad de la mujer al verle cambiar tan bruscamente de amigo a extraño. Pero ni esto sabía hacer bien.

– Vamos, la acompañaré hasta Santi Giovanni e Paolo.

Una vez en la calle, porque era de noche y porque era costumbre, la tomó del brazo. Caminaban sin decir nada. Él la sentía muy mujer, adivinaba la curva de su cadera, le gustaba que se aproximase a él cuando se cruzaban con otras personas en las calles estrechas. Éstas fueron sus sensaciones mientras la llevaba a casa, donde estaba su amante.

Al pie de la estatua de Colleoni, se dijeron adiós, simplemente, adiós, nada más.

CAPÍTULO XXIII

Brunetti caminaba por la ciudad silenciosa, inquieto por lo que había oído. Él creía saber algo del amor, lo que había aprendido gracias a Paola. Pero ¿tan convencional era que debía permanecer insensible al amor de esta mujer -y amor era, indudablemente-, porque no se ajustaba a sus esquemas? Desechó estos pensamientos por sentimentaloides y se concentró en la pregunta que se había hecho en el bar: la de si su afecto por esa mujer, la atracción que ejercía sobre él su personalidad, le habría hecho descuidar sus obligaciones. De todos modos, Flavia Petrelli no parecía la clase de persona que mata a sangre fría. En un arrebato de pasión, quizá fuera capaz de matar; la mayoría de la gente lo es. Pero lo propio de ella sería una cuchillada en las costillas o un empujón por la escalera, no un veneno, administrado fríamente, casi con ecuanimidad.

Entonces ¿quién? ¿La hermana menor de la anciana Clemenza Santina, que había vuelto de la Argentina para vengar la muerte de su otra hermana? ¿Al cabo de medio siglo? Absurdo.

¿Quién, entonces? No Santore, el director artístico, porque se le hubiera negado un papel a un amigo. Después de toda una vida dedicada al teatro, a Santore no le faltarían amistades dispuestas a dar a su amigo la oportunidad de cantar aunque su talento fuera de lo más modesto. O nulo.

Quedaba la viuda, pero su instinto decía a Brunetti que su dolor era real y que su falta de interés por encontrar al asesino no respondía al afán de autoprotección. Si acaso, parecía deseosa de proteger al muerto, y esto volvía a dejar a Brunetti en el punto de partida, deseando saber más cosas del pasado de aquel hombre, de su carácter, descubrir la fisura de aquella coraza de rectitud moral que había inducido a alguien a echarle veneno en el café.

Brunetti se sentía incómodo porque no le gustaba Wellauer, porque no sentía la compasión ni la indignación que generalmente le inspiraban las personas a las que alguien les robaba la vida. No podía librarse de la idea de que, de algún modo -no sabía expresarlo más claramente-, Wellauer estaba implicado en su propia muerte. Resopló de impaciencia: todo el mundo está implicado en su propia muerte. Pero, a pesar de sus esfuerzos, la idea ni se disipaba ni acababa de concretarse, y él seguía buscando el detalle que pudiera haber provocado la muerte, y seguía sin encontrarlo.

El día siguiente amaneció tan lúgubre como su ánimo. Durante la noche, había aparecido una niebla muy densa, que no venía del mar, sino que surgía de las aguas sobre las que se levantaba la ciudad. Al salir a la calle, unos zarcillos fríos y húmedos le envolvieron la cara y se le metieron por el cuello. No veía con claridad más que unos pocos metros; más allá, todo se difuminaba; los edificios entraban y salían de su campo visual como si se movieran ellos y no la niebla. Con él se cruzaban fantasmas envueltos en una fosforescencia trémula y gris, criaturas incorpóreas que parecían flotar en el espacio. Si se volvía, los veía desaparecer, engullidos por aquella nube compacta que cegaba las estrechas calles y gravitaba sobre el agua como una maldición. El instinto y su larga experiencia le decían que no habría servicio de barcas en el Gran Canaclass="underline" demasiada niebla. A ciegas, dejando que sus pies lo llevaran, guiándose por décadas de familiaridad con puentes, calles y esquinas, llegó hasta el Zattere y el embarcadero en el que paraban tanto el 5 como el 8, que iban a la Giudecca.

El servicio estaba limitado, y los barcos salían de la niebla esporádicamente, sin horario, haciendo girar las antenas de radar. Al cabo de quince minutos de espera, Brunetti vio aparecer un número 5 que al acercarse golpeó el embarcadero con una fuerte sacudida y varios de los que esperaban perdieron el equilibrio y chocaron entre sí. Sólo el radar veía la ruta; los humanos que se acurrucaban en la cabina estaban ciegos como topos en la arena. Al desembarcar, Brunetti no tuvo más opción que la de caminar en línea recta hasta casi tocar la fachada de los edificios y seguir caminando pegado a ellos hasta encontrar el hueco del arco. Cuando llegó dobló por allí, sin estar seguro de que aquello fuera Corte Mosca. No podía leer el nombre, a pesar de que estaba pintado en la pared a menos de dos palmos por encima de su cabeza.

Con la humedad, el olor a gato se había vuelto más fétido y, con el frío, más penetrante. Las plantas muertas del patio estaban cubiertas por la niebla. Llamó a la puerta, repitió la llamada con más fuerza y oyó gritar a la anciana desde el otro lado:

– ¿Quién es?

– El comisario Brunetti.

Volvió a oírse el áspero chirrido de metal contra metal cuando ella descorrió los pesados cerrojos. La puerta empezó a abrirse, pero la madera estaba hinchada por la humedad y se encalló en el suelo desigual, y la mujer tuvo que dar un fuerte tirón hacia arriba. También hoy llevaba el abrigo, y abrochado de arriba abajo. Sin molestarse en preguntarle qué quería, retrocedió para permitirle entrar y cerró la puerta violentamente. Volvió a pasar los cerrojos, antes de dar media vuelta para conducirlo por el estrecho pasillo. Cuando llegaron a la cocina, él se sentó al lado de la estufa y ella dio un puntapié a los trapos que tapaban la rendija de debajo de la puerta.

Arrastrando los pies, la anciana fue a su sillón y se dejó caer en él, quedando envuelta inmediatamente por las mantas y chales que la esperaban.

– Ha vuelto.

– Sí.

– ¿Qué quiere?

– Lo mismo que la otra vez.

– ¿Y qué es? Soy una vieja que no se acuerda de nada. -El brillo de sus ojos contradecía sus palabras.

– Necesito que me hable de su hermana.

Sin preguntar a cuál de ellas se refería, la mujer dijo:

– ¿Qué quiere saber?

– No quiero hacerle recordar cosas tristes, signora, pero he de saber más sobre Wellauer, para poder comprender por qué murió.

– ¿Y si merecía morir?