– Sí.
– Las señales del brazo también estaban en el lado derecho, por lo que él no pudo ponerse esas inyecciones. -Se permitió una mínima pausa-. Es decir, suponiendo que fueran inyecciones. -Otra pausa-. Signora, ¿puso usted esas inyecciones a su esposo? -No hubo respuesta-. ¿Ha comprendido mi pregunta? ¿Le puso usted esas inyecciones?
– Son vitaminas -respondió ella al fin.
– ¿Qué clase de vitaminas?
– B-doce.
– ¿Dónde las consiguió? ¿Se las facilitó su primer marido?
La pregunta la sorprendió visiblemente. Movió la cabeza a derecha e izquierda con vehemencia.
– No; él no tuvo nada que ver. Yo extendí la receta cuando aún estábamos en Berlín. Helmut se quejaba de cansancio y le propuse que tomara una tanda de inyecciones de vitamina B-doce. Ya las había tomado anteriormente y le habían ido bien.
– ¿Cuándo empezó a administrárselas?
– No lo recuerdo con exactitud. Hará unas seis semanas.
– ¿Notó mejora?
– ¿Cómo?
– Su esposo. ¿le fueron bien las inyecciones? ¿Tuvieron el efecto que usted deseaba?
Ella lo miró vivamente al oír la segunda pregunta, pero respondió con calma:
– No; no parecían hacerle ningún efecto, y decidí suspender su administración.
– ¿Eso lo decidió usted, signora, o su marido?
– ¿Qué importa? No le hacían efecto y dejó de tomarlas.
– Yo creo que importa, y mucho, de quién partiera la decisión. Y me parece que usted lo sabe.
– Lo decidió él.
– ¿Dónde le despacharon la receta? ¿Aquí, en Italia?
– No; no tengo licencia para ejercer aquí. Las compramos en Berlín, antes de venir.
– Ya. Entonces, en la farmacia estará registrada la venta.
– Sí, supongo; pero no recuerdo qué farmacia era.
– ¿Quiere decir que extendió usted la receta y eligió una farmacia al azar?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo ha vivido en Berlín?
– Diez años. ¿Qué importa eso?
– Importa, porque me parece extraño que una persona que ha vivido diez años en una ciudad no tenga una farmacia habitual. O que no la tuviera el maestro.
La respuesta tardó un segundo más de lo normal.
– La tenía. Los dos la teníamos. Pero aquel día no estaba en casa cuando extendí la receta y entré en la primera farmacia que encontré.
– De todos modos, recordará dónde era. No hace tanto tiempo.
Ella miró por la ventana para concentrarse, para tratar de recordar. Se volvió hacia él y le dijo:
– Lo siento, pero no lo recuerdo.
– No importa -dijo él con indiferencia-. La policía de Berlín la encontrará. -Ella le miró entonces con sorpresa, o con algo más-. Y estoy seguro de que podrán averiguar de qué era la receta, qué clase de… -se interrumpió sólo un segundo antes de decir la última palabra-…vitamina.
Aunque ella tenía en el cenicero el cigarrillo encendido, alargó la mano hacia el paquete, pero modificó el movimiento y se puso a empujarlo con el dedo, dándole cada vez un cuarto de vuelta exactamente.
– ¿Lo dejamos ya? -preguntó con voz neutra-. Nunca me han gustado los juegos, y tampoco usted es muy bueno.
A lo largo de los años, Brunetti había presenciado esto más veces de las que podía contar: cómo una persona llegaba a un punto del que ya no podía pasar, el punto en el que, mal que le pesara, tenía que decir la verdad. Lo mismo que una ciudad sitiada: primero caían las defensas exteriores, venía la primera retirada, la primera concesión al enemigo. La batalla podía ser corta o larga, según el defensor, podía atascarse en este o en aquel parapeto, podía haber o no haber contraataque. Pero el primer movimiento era siempre el mismo, el abandono de la mentira, casi con alivio, que acabaría llevando a la apertura de las puertas a la verdad.
– No era una vitamina. Usted ya lo sabe, ¿verdad?
Él asintió.
– ¿Sabe qué era?
– Exactamente, no. Pero me parece que era un antibiótico. No sé cuál, ni creo que importe eso.
– No; no importa. -Lo miró con una leve sonrisa que le hacía los ojos tristes-. Netilmicina. Me parece que aquí, en Italia, se vende con ese nombre. La receta fue despachada en la farmacia Ritter, a tres manzanas de la entrada del zoo. No tendrán ninguna dificultad para encontrarla.
– ¿Qué le dijo que era a su marido?
– Lo mismo que a usted. B-doce.
– ¿Cuántas inyecciones le puso?
– Seis, a intervalos de seis días.
– ¿Cuándo empezó él a notar los efectos?
– Al cabo de unas semanas. Ya no hablábamos mucho, pero él todavía me veía como a su médico, por eso primero me consultó sobre su cansancio y después sobre el oído.
– ¿Y usted qué le dijo?
– Que podía ser la edad o, quizá, un efecto transitorio de la vitamina. Eso fue una estupidez, porque en casa tengo libros de medicina y él podía comprobar si le había dicho la verdad.
– ¿Lo comprobó?
– No. Se fiaba de mí. Yo era su médico, ¿comprende?
– ¿Cómo se enteró? ¿O cómo empezó a sospechar?
– Fue a ver a Erich. Pero esto ya lo sabe usted, o no estaría aquí ahora, haciéndome estas preguntas. Después, cuando llegamos a Venecia, empezó a usar las gafas con audífono, de lo que deduje que habría ido a ver a otro médico. Cuando le propuse otra inyección, se negó. Entonces ya lo sabía, pero no sé cómo se enteró. ¿Por el otro médico?
Él movió la cabeza afirmativamente.
Ella volvió a sonreír con tristeza.
– ¿Y qué ocurrió entonces, signora?
– Llegamos aquí en pleno tratamiento. La última inyección se la puse en esta misma habitación. Quizá entonces ya lo sabía y se negaba a aceptarlo. -Cerró los ojos y se frotó los párpados con las manos-. Es difícil precisar cuándo lo descubrió todo.
– ¿Cuándo se dio usted cuenta de que lo sabía?
– Debe de hacer unas dos semanas. Me sorprende que tardara tanto, pero es que nos queríamos mucho. -Le miró a la cara al decirlo-. El sabía lo mucho que yo le quería, y no podía creer que le hiciera esto. -Sonrió con amargura-. A veces, cuando ya había empezado, tampoco yo podía creerlo, al recordar lo mucho que le había querido.
– ¿Cuándo supo usted que había descubierto de qué eran las inyecciones?
– Una noche, yo estaba aquí, leyendo. No le había acompañado al ensayo, como acostumbraba. Era penoso oír aquella música discordante, aquellas entradas a destiempo, y saber que yo era la causante, tan cierto como si le hubiera quitado la batuta de la mano y la hubiera sacudido en el aire a mi capricho. -Calló, como si escuchara las disonancias de aquellos ensayos.
»Yo estaba aquí, leyendo, o tratando de leer, cuando oí… -Levantó la mirada al pronunciar esta palabra y dijo, como la actriz que recita un aparte en el escenario-: Dios, y qué difícil es evitar esta palabra -y volvió a meterse en su papel-. Era temprano, había vuelto temprano del teatro. Le oí venir por el pasillo y abrir esa puerta. Todavía tenía puesto el abrigo y llevaba la partitura de La Traviata. Era una de sus óperas favoritas. Le encantaba dirigirla. Entró y se quedó ahí de pie, sí, ahí -señalaba un lugar en el que ya no había nadie-. Me miró y me preguntó: «Has sido tú, ¿verdad?» -Ella miraba la puerta, esperando volver a oír las palabras.
– ¿Y usted le contestó?
– Era lo menos que le debía, ¿no le parece? -preguntó con voz serena y razonable-. Le dije que sí, que se lo había hecho yo.
– ¿Y él qué dijo?
– Nada. Se fue. No de la casa, sólo de la habitación. A partir de entonces nos las arreglamos para no volver a vernos hasta el día de la prima.
– ¿No la amenazó? ¿No dijo que la denunciaría a la policía? ¿Que se lo haría pagar?