—A decir verdad, sé muy poco de ella. La conocía, como todo el mundo, por su fama. De su vida privada sé muy poco. Es probable que monsieur Fournier sepa más que yo. Pero sí les puedo asegurar que madame Giselle era lo que aquí llamamos todo un personaje. De sus antecedentes nada se sabe. Creo que en su juventud fue de muy buen ver y que la viruela acabó con su belleza. Le gustaba mucho, me parece, el poder; y lo tenía. Era una astuta mujer de negocios, de ese tipo de mujer francesa que tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros y no permite que los sentimientos afecten para nada sus intereses, aunque tenía fama de llevar sus negocios con escrupulosa honestidad.
Se volvió hacia Fournier, como esperando su asentimiento, y este asintió melancólicamente.
—Sí. Era honesta a su manera. Aunque la ley la hubiera llamado al orden si se hubieran presentado ciertas pruebas, pero eso... —se encogió de hombros con desaliento—... eso es mucho pedir, corrompida como está la humanidad.
—¿Qué quiere decir?
—Chantaje.
—¿Practicaba el chantaje? —preguntó Japp extrañado.
—Sí, un chantaje de un tipo muy especial. Madame Giselle tenía la costumbre de prestar dinero mediante un simple pagaré. Era muy discreta en cuanto a la suma prestada y a los métodos de pago, pero puedo asegurarles que tenía su propio y eficaz sistema para hacerse pagar.
Poirot se echó hacia delante con interés.
—Como monsieur Thibault ha dicho, madame Giselle reclutaba su clientela entre la clase elevada y las profesiones liberales. Esta gente es especialmente vulnerable al peso de la opinión pública. Madame Giselle tenía montado su propio servicio de información. Antes de prestar el dinero, si se trataba de una cantidad importante, solía recoger cuantos datos le era posible sobre su cliente, y sus medios de información eran extraordinarios. Estoy de acuerdo con lo que ha dicho nuestro amigo: a su manera, madame Giselle era de una escrupulosa honestidad. Se portaba bien con los que eran leales con ella. Creo sinceramente que no se sirvió de los secretos que sabía para obtener dinero de nadie, a no ser que le debieran dinero.
—Quiere usted decir —observó Poirot— que el conocimiento de esos secretos era una especie de garantía.
—Exacto. Y cuando tenía que servirse de ellos, lo hacía con toda rudeza y sorda a todo sentimiento. Y debo decirles, señores, que su sistema funcionaba. Rara vez se vio obligada a renunciar al cobro de una deuda. Un caballero o una dama de posición elevada removerían cielo y tierra para evitar un escándalo. Como ustedes ven, conocíamos sus actividades, pero de eso a perseguirla judicialmente... —Volvió a encogerse de hombros—. Es un asunto muy difícil. La naturaleza humana... es la naturaleza humana.
—Y en caso de tener que renunciar al cobro de alguna deuda, ya que, como usted ha insinuado, eso sucedió alguna vez, ¿qué hacía entonces? —preguntó Poirot.
—En ese caso —contestó Fournier—, hacía públicos los informes que tenía o se los mandaba a la persona interesada.
Hubo un momento de silencio. Luego Poirot preguntó:
—¿Y eso no la beneficiaba económicamente?
—Económicamente, no —respondió Fournier—, al menos no directamente.
—¿E indirectamente?
—Sí, porque hacía que los demás pagasen, ¿no es eso? —intervino Japp.
—Eso mismo —confirmó Fournier—. Equivalía a lo que podríamos llamar un efecto moral.
—Un efecto inmoral lo llamaría yo —exclamó Japp. Y añadió, restregándose la nariz pensativamente—: Bien, esto nos abre un abanico muy amplio de posibles motivos para el crimen. Ahora convendría saber quién entrará en posesión del dinero. ¿Puede usted ayudarnos en este aspecto? —preguntó, dirigiéndose a Thibault.
—Tenía una hija —contestó el abogado—, pero ésta no vivía con su madre. Casi me atrevería a afirmar que la madre no la veía desde que era muy pequeña. Pero hace muchos años hizo testamento dejándoselo todo a su hija Anne Morisot, a excepción de un pequeño legado en favor de su doncella. Por lo que yo sé, nunca ha hecho otro testamento.
—¿Y es grande su fortuna? —preguntó Poirot.
El abogado se encogió de hombros.
—Aproximadamente unos ocho o nueve millones de francos.
Poirot frunció los labios, como en un silbido.
—¡Caramba! ¡No lo parecía! —exclamó Japp—. Veamos cuánto es al cambio, pues debe ascender a más de cien mil libras.
—¡Toma! Mademoiselle Anne Morisot será una señorita muy rica —comentó Poirot.
—Por fortuna para ella, no se hallaba en el avión —añadió Japp secamente—. En otro caso, hubiera sido sospechosa de haber dado el pasaporte a su madre para heredar el dinero. ¿Qué edad debe tener?
—No lo sé con seguridad. Imagino que unos veinticuatro o veinticinco años.
—Bien, por ahora no parece que tenga la menor relación con el crimen. Tendremos que volver sobre eso de los chantajes. Todos los viajeros niegan haber conocido a madame Giselle. Por lo menos uno de ellos miente. Es cuestión de saber quién. El examen de sus documentos privados quizás arroje alguna luz. ¿No le parece, Fournier?
—Querido amigo —respondió el francés—, apenas nos llegó la noticia y, tras hablar por teléfono con Scotland Yard, fui de inmediato a su casa. Allí había una caja de caudales donde solía guardar sus papeles, pero los habían quemado todos.
—¿Quemados? Pero ¿por qué? ¿Quién?
—Madame Giselle tenía una doncella de confianza llamada Elise; si le sucedía algo a su señora, tenía instrucciones de abrir la caja, cuya combinación conocía, y quemar los papeles que contenía.
—¿Cómo? ¡Pero eso es asombroso! —exclamó Japp.
—¿Lo ve? —señaló Fournier—. Madame Giselle tenía su propio código. Era leal con quienes se portaban lealmente con ella. A sus clientes les prometía juego limpio. Era despiadada, pero mujer de palabra.
Japp asintió. Los cuatro permanecieron un rato en silencio, pensando en el carácter de aquella mujer poco común.
Thibault se levantó.
—Debo dejarles, señores, pues ahora tengo una cita. Si necesitan alguna otra información, ya saben dónde encontrarme.
Y tras estrecharles la mano ceremoniosamente, abandonó la estancia.
Capítulo VII
Probabilidades
Cuando se quedaron solos los tres, acercaron más las sillas a la mesa.
—Vamos a ver si ahora podemos examinar a fondo el caso —empezó el inspector Japp, sacando el tapón de su estilográfica—. En el avión había once pasajeros, mejor dicho, solo en el compartimiento de la cola. La otra parte no cuenta. Once pasajeros y dos camareros, que suman trece personas. Una de las doce mató a la anciana. Unos eran ingleses y otros franceses. Estos últimos se los confiaré a monsieur Fournier. De los ingleses me encargaré yo. Hay que hacer investigaciones en París y eso queda también de su cuenta, Fournier.
—Y no solo en París —advirtió Fournier—. Durante el verano, Giselle hacía grandes negocios por las playas de Francia: Deauville, Le Pinet, Wimereux... Y también frecuentaba el sur: Antibes, Niza y todos esos lugares.
—Bien observado. Recuerdo que alguno de los viajeros del Prometheus mencionó Le Pinet. Bien, ya es una pista. Veamos si nos es posible ahora localizar al asesino, si hay manera de demostrar, por su situación en el compartimiento, quién estaba en condiciones de utilizar esa cerbatana —Desenrolló un croquis del interior del avión y lo extendió sobre la mesa—. Procedamos por el método de eliminación. Para empezar, examinemos uno a uno a los viajeros y decidamos qué probabilidades y, lo que es todavía más importante, qué posibilidades tenía cada uno de ellos.
—Para empezar, podemos eliminar a monsieur Poirot. Esto reducirá el número a once.