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Poirot meneó la cabeza tristemente.

—Es usted muy confiado, amigo mío. No hay que fiarse de nadie, de nadie.

—Bueno, le dejaremos también, si usted quiere —convino Japp de buen humor—. Además, tenemos a los camareros, que me parecen muy poco sospechosos desde el punto de vista de las probabilidades. No es de suponer que hayan tomado prestadas grandes cantidades de dinero; ambos tienen una muy buena hoja de servicios, ambos son personas decentes y sobrias. Me sorprendería mucho que tuvieran algo que ver con esto. Por otra parte, desde el punto de vista de las posibilidades, hemos de incluirlos. Cruzaban el avión de una punta a otra, y podían utilizar la cerbatana. Desde el ángulo adecuado, quiero decir. Pero me niego a creer que en un avión lleno de gente un camarero pudiera disparar flechas con una cerbatana sin que nadie lo viese. Por experiencia sé que las personas suelen ser ciegas como murciélagos, pero no llegarían a tanto. Claro que mi razonamiento se puede aplicar a todos los demás. Sería una locura, habría que estar loco de remate para cometer un crimen así. Apenas hay una probabilidad entre cien de no ser detenido en el acto. Quien hizo esto tuvo una suerte de mil diablos. De todos los procedimientos demenciales para cometer un asesinato...

Poirot, que escuchaba con los ojos entrecerrados y fumaba en silencio, le interrumpió para formular una pregunta:

—¿Cree usted de veras que fue un procedimiento demencial?

—Claro que sí. Fue una locura.

—Pues tuvo éxito. Aquí estamos los tres sentados hablando del crimen, sin saber aún quién lo cometió. ¡El éxito es innegable!

—Pura suerte. El asesino se expuso a que lo vieran muchos ojos.

Poirot meneó la cabeza disgustado.

Fournier se volvió a mirarlo con curiosidad.

—¿Qué piensa usted, monsieur Poirot?

Mon ami, pienso que un asunto hay que juzgarlo por sus resultados, y este asunto ha sido llevado a cabo con pleno éxito.

—Y no obstante —observó el francés pensativamente—, parece un milagro.

—Milagro o no, aquí está —afirmó Japp—. Tenemos la declaración médica y tenemos el arma. Si semanas atrás alguien me hubiera dicho que iba a investigar un asesinato causado por medio de un dardo envenenado con veneno de serpiente, me hubiera reído ante sus narices. ¡Es insultante! ¡Este asesinato es un verdadero insulto!

Inspiró profundamente. Poirot sonrió.

—Tal vez el autor del crimen sea una persona dotada de un perverso sentido del humor —exclamó Fournier pensativo—. En estos casos, es muy importante tener una idea de la psicología del criminal.

Japp bufó al oír la palabra psicología, que le disgustaba y en la que no creía.

—Eso es lo que le gusta oír a monsieur Poirot.

—Me interesa mucho todo lo que ustedes dicen.

—¿Duda usted de que la matasen de esa manera? —preguntó Japp, que tenía sus sospechas—. Ya conocemos lo tortuosas que son sus ideas.

—No, no, amigo mío. No tengo ninguna duda acerca de eso. El dardo envenenado que recogí fue la que causó la muerte. Eso es seguro. Con todo, hay algunos puntos en este dichoso caso...

Calló, meneando la cabeza perplejo.

—Volviendo a nuestro lío —prosiguió Japp—, no podemos descartar a los camareros en absoluto, pero me parece improbable que tengan nada que ver. ¿Está usted de acuerdo, Poirot?

—Recuerde lo que le he dicho antes. No hay que descartar a nadie, a nadie en absoluto. ¡Ni siquiera a mí!

—Como usted quiera. Ahora, veamos a los pasajeros. Empecemos por la zona más cercana a los lavabos. Asiento número 16 —Señaló el papel con la punta del lápiz—. Aquí se sentaba la chica de la peluquería, Jane Grey. Ganó la lotería irlandesa y se gastó el premio en Le Pinet. Sabemos pues que la joven es una jugadora. Pudo encontrarse en un apuro y pedirle dinero prestado a la vieja. No es probable que pidiera una cantidad importante, ni que Giselle obtuviese «alguna garantía» contra ella. Me parece un pez demasiado pequeño para lo que estamos considerando. Y no creo que una oficiala de peluquería tenga la más remota oportunidad de conseguir veneno de serpiente. Eso no se usa para teñir el pelo, ni como masaje facial. En cierto modo, usar veneno de serpiente fue un error, porque reduce el campo de la investigación. Solo dos personas de cada cien podrían poseer conocimientos sobre ese veneno y estar en condiciones de conseguirlo.

—Lo que nos aclara uno de los puntos de este asunto —observó Poirot.

Fournier le dirigió una mirada interrogadora, pero fue Japp quien prosiguió con la exposición de su idea.

—En mi opinión, el asesino pertenece a una de entre dos categorías: puede tratarse de un hombre que ha viajado por regiones salvajes y ha adquirido conocimientos sobre las especies de serpiente más venenosas y las costumbres de las tribus indígenas que utilizan el veneno para matar a sus enemigos. Esta es la categoría número uno.

—¿Y la otra?

—La científica, la del investigador. El boomslang es una sustancia con la que experimentan los grandes laboratorios. He hablado con Winterspoon acerca de esto. Parece que el veneno de serpiente, el de cobra para ser más preciso, se usa a veces en medicina. Es eficaz en el tratamiento de la epilepsia. La investigación científica ha hecho grandes adelantos en la lucha contra las mordeduras de serpiente.

—Muy interesante y sugestivo —exclamó Fournier.

—Sí, pero continuemos. Esa muchacha, la Grey, no encaja en ninguna de esas dos categorías. Sus motivos son inverosímiles, y las oportunidades para adquirir el veneno son más que dudosas. Y ofrece más dudas aún la posibilidad de que utilizase la cerbatana. Es prácticamente imposible. Observen.

Los tres se inclinaron sobre el plano.

—Aquí tenemos el asiento 16 —señaló Japp—. Y aquí está el 2, en el que se sentaba Giselle. Entre las dos había mucha gente. Si la chica no se movió de su sitio, como declaran todos, no pudo lanzar el dardo de modo que alcanzase a Giselle en ese lado del cuello. Me parece que podemos eliminarla sin reparos. Vamos con el 12, que queda enfrente. Ahí tenemos al dentista, a Norman Gale. De él se puede decir casi lo mismo. Un pez pequeño, aunque con más oportunidades que otros para procurarse el veneno.

—No encaja con las inyecciones que ponen los dentistas —bromeó Poirot—. Con eso, en vez de curar, matarían.

—Los dentistas ya se divierten bastante con sus pacientes —observó Japp con una sonrisa—. Pero es cierto que pueden moverse dentro de círculos que podrían proporcionarles narcóticos. Podría tener un amigo investigador. Pese a que, en cuanto a las posibilidades, está fuera de duda. Dejó su asiento, sí, pero solo para ir al servicio, en la dirección opuesta. Al volver a su asiento, no pudo pasar de este punto del pasillo y, para herir desde aquí a la vieja en la garganta, el dardo tendría que haber hecho un recorrido imposible en ángulo recto. Parece que podemos eliminarlo.

—De acuerdo —aceptó Fournier—. Prosiga.

—Crucemos el pasillo. El número 17.

—Este era mi asiento original —recordó Poirot—. Se lo cedí a una de las señoras que deseaba sentarse junto a su amiga.

—Lady Venetia. Bien, ¿qué podemos decir de ella? Es un pez gordo. Pudo obtener dinero prestado de Giselle. No parece que tenga secretos inconfesables, pero pudo ceder a la tentación de apostar. Tenemos que examinar su caso con un poco de atención. Por su situación, sería posible. Si Giselle hubiese vuelto la cabeza para mirar por la ventana, Venetia habría podido dispararle, aunque el dardo habría tenido que cruzar el pasillo en diagonal. Acertarle en el cuello hubiera sido una hazaña verdaderamente afortunada. Pero creo que no hubiera podido hacerlo sin levantarse. Está acostumbrada a las armas de caza y, aunque no es lo mismo que disparar flechas con cerbatana, todo es cuestión de puntería. Y probablemente tenga amigos que han ido de caza mayor por las selvas de Asia o de África. ¿No podría haber conseguido de ese modo esos raros artilugios de los indígenas? ¿Por qué no? ¡Pero qué disparatado parece todo! No tiene sentido.