Выбрать главу

—Realmente, no parece muy verosímil —admitió Fournier—. Hoy, en la encuesta, he observado a mademoiselle Kerr y... ¡vaya! me resulta muy difícil relacionarla con el crimen.

—Asiento 13 —enunció Japp—. Lady Horbury. Es una dama que se las trae. Sé de ella algo que les contaré enseguida. No me sorprendería que tuviese algunos pecadillos.

—Me consta —señaló Fournier— que esa señora ha perdido importantes sumas al bacarrá en Le Pinet.

—Hace usted bien en decirlo. Sí, es del tipo de las palomitas que caerían en las garras de Giselle.

—Absolutamente de acuerdo.

—Bien, hasta aquí la cosa marcharía. Pero ¿cómo podría haberlo hecho? Ni siquiera se levantó del asiento y, para poder disparar, hubiese tenido que arrodillarse sobre él y apoyarse en el respaldo, todo eso ante diez personas que la observarían. ¡Diablos! ¡Dejémonos de insensateces!

—Asientos 9 y 10 —marcó Fournier, moviendo el índice sobre el papel.

—Monsieur Hércules Poirot y el doctor Bryant —dijo Japp—. ¿Qué tiene que alegar, monsieur Poirot?

Mon estomac —pronunció el otro patéticamente—. Es indigno que el cerebro haya de ser esclavo del estómago.

—En los vuelos yo también me siento mal —observó Fournier comprensivo, cerrando los ojos y meneando la cabeza de modo muy expresivo.

—Pasemos pues al doctor Bryant. ¿Qué hay del doctor Bryant? Es un pez gordo de Harley Street. No es muy probable que haya recurrido a una prestamista francesa, pero ¿quién sabe? Y si alguien se cruza en el camino de un médico se expone a pagar con la vida. Pero veamos mi teoría científica: un hombre como Bryant, en la cumbre, se relaciona con investigadores. Podría apoderarse fácilmente de un tubo de ensayo con veneno de víbora.

—Estas sustancias se controlan —observó Poirot—. No es fácil, no es como coser y cantar.

—Aunque así sea, un hombre inteligente siempre halla la manera de dar el cambiazo. Un tipo como el doctor Bryant estaría por encima de toda sospecha.

—Hay bastante fundamento en lo que usted dice —convino Fournier.

—Lo más sorprendente es que él mismo llamase la atención sobre esto, pues habría podido declarar que la mujer murió de una afección cardíaca, de muerte natural.

Poirot tosió. Los otros dos lo miraron con curiosidad.

—Me parece que esta fue la primera impresión que tuvo el doctor. Y después de todo, todo parecía indicar una muerte natural, posiblemente imputable a la picadura de una avispa. Recuerden que había una avispa.

—No es fácil olvidarla —apuntó Japp—. Siempre sale usted con la dichosa avispa.

—Sin embargo —continuó Poirot—, fui yo quien vio el dardo mortal en el suelo y quien lo recogió. Después de eso, todo indicaba un asesinato.

—Ese dardo se hubiera encontrado de todos modos.

Poirot meneó la cabeza.

—Lo más probable es que el asesino lo hubiese recogido sin que nadie lo observase.

—¿Quién, Bryant?

—Bryant o el que sea.

—¡Hum! Muy arriesgado.

Fournier no estuvo de acuerdo.

—Lo dice ahora porque sabe que se trata de un asesinato. Pero si una mujer muere de un colapso cardíaco, y un hombre deja caer su pañuelo y se agacha a recogerlo, ¿quién se fijará en este hecho o lo recordará después?

—Es cierto —convino Japp—. Bueno, pues pongamos a Bryant en la lista de los sospechosos. Pudo disparar la cerbatana desde su asiento, echando el cuello a un lado y enviando el dardo diagonalmente por el compartimiento. Pero ¿cómo es que no lo vio nadie? Yo no seguiría con esto, porque sabemos que nadie vio cómo se cometió el crimen.

—Para eso debe haber alguna razón —comentó Fournier—. Una razón que, por lo que me han dicho, gustará a monsieur Poirot. Me refiero a una razón psicológica.

—Siga usted, amigo mío —rogó Poirot—, es muy interesante eso que dice.

—Supongamos que, durante un viaje en tren, pasáramos ante una casa incendiada. Todos los ojos se volverían hacia la ventanilla para verla, todos los pasajeros centrarían su atención en un punto determinado. En un momento así, uno puede matar a cualquiera de una puñalada sin que nadie lo vea.

—Cierto —asintió Poirot—. Intervine en un caso de envenenamiento que ocurrió en circunstancias parecidas. Se trata del momento psicológico. Si descubriésemos que se dio ese momento en el Prometheus...

—Hay que averiguarlo interrogando a los camareros y a los viajeros —sugirió Japp.

—Cierto. Aunque si en realidad se dio ese momento psicológico, habrá que sacar la conclusión de que lo provocó el propio asesino. Este debió de arreglárselas para producir un efecto especial que motivase ese momento.

—Perfectamente, perfectamente —convino el francés.

—Bueno, tendremos eso en cuenta como punto de partida para nuestras indagaciones —concluyó Japp—. Pasemos al asiento número 8: Daniel Michael Clancy.

Japp pronunció este nombre con cierto retintín.

—En mi opinión, es el más sospechoso de todos. ¿Qué más fácil para un escritor de crímenes misteriosos que fingir un interés especial en materia de venenos de serpientes y convencer a un farmacéutico de buena fe para que le dé un poco de veneno? No olvidemos que fue el único que pasó por detrás de madame Giselle.

—Le aseguro, amigo mío —afirmó Poirot enfáticamente—, que no lo he olvidado.

—Pudo utilizar la cerbatana desde muy cerca —prosiguió Japp—, sin necesidad de esperar un momento psicológico, como usted lo llama. Además, ha tenido la mejor oportunidad de conseguirla. Recuerden que está muy bien enterado de lo concerniente a estos instrumentos, según confesó él mismo.

—Eso es lo que quizá debería hacernos reflexionar.

—Es una astucia —afirmó Japp—. ¿Quién nos asegura que la cerbatana que nos mostró hoy es la misma que adquirió hace dos años? Todo esto da que pensar. A un hombre que está siempre urdiendo tramas policíacas y que tiene acceso a los casos más raros, podría metérsele alguna idea rara en la cabeza.

—Realmente es necesario que un escritor tenga ideas en la cabeza —convino Poirot.

Japp continuó examinando el croquis del avión.

—El número 4 corresponde a Ryder. Su asiento se hallaba delante de la víctima. No creo que sea el autor, pero no podemos descartarlo. Fue al lavabo y, al volver, pudo disparar de muy cerca, con el inconveniente de que tendría que hacerlo ante las narices de los arqueólogos. Y estos hubieran tenido que verlo.

Poirot meneó la cabeza pensativo.

—¿Conoce usted a algún arqueólogo? Pues bien, amigo mío, si ambos se hallaban enfrascados en una discusión, nadie estaría más ciego que ellos. A lo mejor estaban viviendo en el siglo V antes de Jesucristo. Y el año 1.935 no existiría para ellos.

La expresión de Japp era escéptica.

—Bueno, examinemos su caso. ¿Qué puede decirnos usted de los Dupont, Fournier?

—Monsieur Armand Dupont es uno de los más famosos arqueólogos de Francia.

—Eso no nos lleva a ninguna parte. Su situación en el compartimiento es inmejorable desde mi punto de vista, al otro lado del pasillo y algo delante de Giselle. Supongo que habrán recorrido el mundo coleccionando los más raros objetos y pueden haberse procurado un poco de veneno de serpiente.

—Es posible, sí —aceptó Fournier.

—¿Pero no lo cree probable?

Fournier manifestó su duda con un gesto.

—Monsieur Dupont vive para su profesión. Es un entusiasta. En sus tiempos fue tratante de antigüedades. Y para poder dedicarse a las excavaciones abandonó un magnífico negocio. Tanto él como su hijo se consagran en cuerpo y alma a su profesión. Me parece muy poco probable, pero no digo imposible, porque después de ver las ramificaciones del asunto Stavisky ya no me sorprendería ni que ellos también estuviesen complicados en esto.