Выбрать главу

Bolsillo del abrigo: notas manuscritas de

Asesinato en el Vesubio

. Guía de ferrocarriles continentales. Pelota de golf. Un par de calcetines. Cepillo de dientes. Cuenta de hotel de París, pagada.

Señorita Kerr

Bolso de mano: lápiz de labios. Dos boquillas, una de marfil y otra de jade. Polvera. Pitillera. Librillo de cerillas. Pañuelo. Dos libras esterlinas. Moneda fraccionaria. Una carta de crédito. Llaves.

Maletín: botellitas, cepillos, peines, etc. Bártulos de manicura. Neceser con cepillo para los dientes, esponja, polvos dentífricos, jabón. Dos tijeras. Cinco cartas de la familia y de amigos de Inglaterra. Dos novelas. Fotografías de dos perros de aguas.

En mano: Revistas

Vogue y Good Housekeeping

.

Señorita Grey

Bolso de mano: lápiz de labios, polvera. Llave y llavero. Lápiz. Pitillera. Boquilla. Librillo de cerillas. Dos pañuelos. Cuenta del hotel de Le Pinet, pagada. Calderilla francesa e inglesa caducada. Libro de frases francesas. Billetera: 100 francos y 10 céntimos. Una ficha del casino por valor de 5 francos.

En el bolsillo de la gabardina: seis postales de París, dos pañuelos y una bufanda de seda. Una carta firmada «Gladys». Un tubo de aspirinas.

Lady Horbury

Bolso de mano: dos lápices de labios, polvera. Pañuelo. Tres billetes de 1.000 francos. Seis libras esterlinas. Moneda fraccionaria francesa. Un anillo con un solitario. Cinco postales francesas. Dos boquillas. Un encendedor con su estuche.

Maletín: equipo completo de cosméticos y de manicura (en oro). Botellita etiquetada en tinta, con ácido bórico en polvo.

Cuando Poirot dio por terminada la lectura, Japp señaló con el dedo el último párrafo.

—El agente que dictó la relación demostró ser muy listo. Le pareció que aquello no armonizaba con los demás objetos. ¡Ácido bórico, válgame Dios! ¡El polvo blanco de la botellita era cocaína!

Poirot entreabrió los ojos y asintió lentamente.

—Quizá eso no tenga mucha importancia para este caso —señaló Japp—. Pero no me negarán ustedes que una cocainómana no es precisamente un modelo de virtud. Me parece a mí que esa dama no repararía en nada para satisfacer sus deseos. Con todo, dudo de que tuviera el valor necesario para llevar a cabo un acto como el que comentamos y, francamente, no veo cómo hubiera podido realizarlo. Eso parece un rompecabezas.

Poirot reunió las hojas dispersas y las leyó de nuevo. Luego las dejó con un suspiro.

—A la vista de esta relación, se señala claramente el autor del crimen. Y no obstante, no veo el por qué ni el cómo.

Japp se le quedó mirando.

—¿Pretende decirnos que con solo leer esta lista se ha formado ya una idea de quién cometió el crimen?

—Eso creo.

Japp le arrebató las cuartillas para leerlas de cabo a rabo, pasándoselas a Fournier en cuanto las hubo leído. Luego las dejó sobre la mesa para observar a Poirot.

—¿Pretende usted burlarse de mí, monsieur Poirot?

—No, no. Quelle idee!

—¿Qué le parece eso a usted, Fournier?

El francés se encogió de hombros.

—Tal vez parezca tonto, pero no veo que esa lista nos permita adelantar.

—Por sí sola, no —reconoció Poirot—. Pero ¿y si la relacionamos con ciertas circunstancias del caso? En fin, tal vez me halle en un error, un gran error.

—Bueno, exponga su idea —pidió Japp—. Tengo mucho interés en oírla.

Poirot meneó la cabeza.

—No. Como usted dice, no es más que una idea, una simple idea. Esperaba encontrar una cosa determinada en esa lista. Eh bien, la he encontrado. Ahí está, pero parece señalar en la dirección errónea. La pista correcta, pero en la persona equivocada. Esto quiere decir que tenemos mucho trabajo por delante, y la verdad es que lo veo todo muy oscuro. No veo bien mi camino. Solo ciertos hechos permanecen en pie y armonizan entre sí. ¿No les parece a ustedes? No, ya veo que no son de mi opinión. Vamos, pues, y sigamos cada cual con nuestras respectivas ideas. No es que yo esté seguro de la mía, pero tengo mis sospechas.

—Creo que está usted hablando para sí mismo —comentó Japp levantándose—. En fin, otro día será. Yo trabajaré en Londres. Usted, Fournier, vuelva a París. Y usted, monsieur Poirot, ¿qué piensa hacer?

—Yo aún deseo acompañar a monsieur Fournier a París, ahora más que nunca, precisamente.

—¿Más que nunca? Me gustaría saber qué antojo se le ha metido en la cabeza.

—¿Antojo? Ce n'est pas joli, ça!

Fournier le estrechó la mano ceremoniosamente.

—Buenas noches y muy agradecido por su deliciosa hospitalidad. ¿Nos veremos mañana por la mañana en Croydon pues?

—Eso es. Á demain.

—Y espero que no nos maten en route.

Los dos inspectores salieron juntos.

Poirot permaneció un rato inmóvil como si soñara. Luego se levantó, arregló todo lo que estaba en desorden, vació los ceniceros, colocó las sillas en su lugar y, acercándose a una mesa arrinconada, cogió un ejemplar de la revista Sketch, cuyas hojas pasó hasta encontrar lo que buscaba.

«Dos adoradores del sol». Este era el título. «La condesa de Horbury y el señor Raymond Barraclough en Le Pinet». Contempló aquellas dos sonrientes figuras en traje de baño, cogidas del brazo, y pensó:

«Me pregunto si podría conseguir algo con esas líneas. Quizá sí.»

Capítulo IX

Elise Grandier

Al día siguiente el tiempo fue tan bueno, que Poirot se vio obligado a confesarse que su estómago gozaba de una excelente tranquilidad. Volaban a París en el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.

En el compartimiento iban siete u ocho personas, además de Poirot y Fournier, y el francés aprovechó el viaje para hacer algunos experimentos. Sacó de su bolsillo un pedazo de bambú y tres veces se lo llevó a los labios apuntando en determinada dirección. Una de las veces lo hizo revolviéndose en su asiento; otra, volviendo el rostro ligeramente a un lado y, otra, al salir del lavabo. Y en todas las ocasiones se topó con la mirada de asombro de algún que otro viajero. La última vez, todos los ojos parecían estar fijos en él.

Fournier se dejó caer en su asiento, desalentado, y la burlona mueca de Poirot no contribuyó a animarlo.

—Puede usted reírse, amigo mío, pero convendrá que teníamos que realizar el experimento.

Evidemment! Admiro su impasibilidad. No hay nada como una demostración ocular. Ha representado usted el papel del asesino con la cerbatana y el resultado está bien claro. ¡Todos le han visto!

—No todos.

—En cierto modo, no. Cada vez ha dejado de verle alguien, pero eso no basta para que un asesinato sea un éxito. Uno tiene que estar muy seguro de que nadie le vea.

—Y eso es imposible en circunstancias normales —convino Fournier—. Me aferró a la idea de que debió producirse el momento psicológico cuando la atención de todos estaba fija en alguna otra parte.

—Nuestro amigo, el inspector Japp, va a practicar minuciosas indagaciones respecto a ese particular.

—¿No es usted de mi opinión, monsieur Poirot?

Poirot vaciló antes de contestar con calma:

—Convengo en que hubo... en que debió haber una razón psicológica para que nadie viera al asesino. Pero mis conjeturas corren por cauces distintos de los suyos. En este caso, los hechos meramente oculares pueden engañarnos. Cierre los ojos, amigo mío, en vez de abrirlos tanto. Utilice los ojos de la mente y no los del cuerpo. Son las pequeñas células grises las que han de funcionar. Déjeles hacer su trabajo para que puedan mostrarle lo que pasó de verdad.

Fournier lo miró con curiosidad.