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—No le sigo, monsieur Poirot.

—Porque deduce usted de lo que ha visto. Nada desorienta tanto como la observación directa.

Fournier meneó la cabeza y agitó las manos.

—Dejémoslo. No acabo de comprenderlo.

—Nuestro amigo Giraud le aconsejaría que no hiciese caso de mis fantasías. «Usted, muévase», le diría. «Sentarse en una butaca a pensar es cosa de hombres anticuados y escépticos.» Pero yo le digo que un joven sabueso se arroja con tal ímpetu sobre lo que huele, que a veces pasa de largo. Deje para él que siga las pistas falsas. Vamos, es un buen consejo el que le estoy dando.

Recostándose en su asiento, Poirot cerró los ojos, y cualquiera hubiese dicho que estaba pensando, pero lo cierto es que cinco minutos más tarde dormía como un tronco.

Al llegar a París, se dirigieron sin pérdida de tiempo al número 3 de la rue Joliette.

La rue Joliette está en el lado sur del Sena. En nada se diferenciaba el número 3 de las demás casas. Un portero viejo salió a recibirles y saludó a Fournier de mal talante.

—¡Ya volvemos a tener aquí a la policía! No hacen más que molestar. Acabarán por dar mala fama a la casa.

Se metió en la portería refunfuñando.

—Subamos al despacho de Giselle —propuso Fournier—. Está en el primer piso.

Sacó una llave de su bolsillo mientras contaba que la policía tuvo la precaución de sellar la puerta en tanto no se conociesen los resultados de la encuesta judicial de Londres.

—Aunque no creo que encontremos nada que pueda ayudarnos.

Arrancó los sellos, abrió la puerta y entraron en la estancia. El despacho de madame Giselle era una habitación reducida y mal ventilada. En un rincón había una caja de caudales vieja. El mobiliario se reducía a una mesa de escritorio y algunas sillas de raída tapicería. La única ventana estaba tan llena de polvo que probablemente nunca había sido abierta.

Fournier paseó su mirada en derredor, encogiéndose de hombros.

—¿Ve usted? Nada. Absolutamente nada.

Poirot fue a situarse detrás de la mesa, se sentó en la silla y observó a Fournier. Pasó la mano suavemente por la superficie de la mesa y luego por debajo.

—Aquí hay un timbre.

—Sí, para llamar al portero.

—¡Ah! Una sabia precaución. Los clientes de madame debían ser conflictivos en ciertas ocasiones.

Abrió varios cajones. Contenían únicamente material de oficina: un calendario, plumas, lápices, pero ni un papel ni nada que fuese muy personal.

Poirot se limitó a examinar su interior con curiosidad.

—No quiero ofenderlo, amigo mío, haciendo un registro minucioso. Si hubiera algo de importancia, estoy seguro de que lo hubiese encontrado usted. —Miró la caja de caudales y añadió—: No parece un modelo muy eficaz.

—Es muy antigua —convino Fournier.

—¿Estaba vacía?

—Sí. Esa maldita criada lo destruyó todo.

—¡Ah, sí, la criada! La criada de confianza. Habrá que verla. Esta habitación, como me ha advertido usted, no nos dice mucho. Eso es muy significativo, ¿no le parece?

—¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?

—Que no se ve en este despacho ningún toque personal. Me parece interesante.

—Era una señora muy poco sentimental —contestó Fournier secamente.

Poirot se levantó.

—Vamos a ver a esa criada, a esa criada tan digna de confianza.

Elise Grandier era una mujer bajita y fornida, de mediana edad, rostro sonrosado y ojos pequeños que saltaban del rostro de Fournier al de su acompañante.

—Siéntese, mademoiselle Grandier —ofreció Fournier.

—Gracias, monsieur.

Se sentó muy recatada.

—Monsieur Poirot y yo acabamos de llegar de Londres. Ayer se celebró la encuesta judicial, es decir, se inició el sumario relativo a la muerte de su señora. Ya no existe la menor duda. La señora murió envenenada.

La francesa se mostró boquiabierta.

—Es horrible lo que me dice, monsieur. ¿Mi señora envenenada? ¡Quién hubiera podido imaginar tal cosa!

—Usted puede ayudarnos a poner las cosas en claro, mademoiselle.

—Desde luego, monsieur, que haré cuanto esté en mi mano para ayudar a la policía. Pero no sé nada, absolutamente nada.

—¿Sabía que madame tenía enemigos? —preguntó Fournier secamente.

—Eso no es cierto. ¿Por qué debería tener enemigos madame?

—¡Vamos, vamos, mademoiselle Grandier! El negocio de prestamista conlleva ciertos aspectos desagradables.

—Cierto que a veces los clientes de madame no eran muy razonables —convino Elise.

—Escandalizaban, ¿verdad? ¿La amenazaban?

La criada meneó la cabeza.

—No, no, está usted en un error. No eran ellos los que amenazaban. Lloraban, se quejaban, protestaban que no podían pagar, eso sí que lo hacían —admitió con desprecio.

—Y algunas veces, mademoiselle —advirtió Poirot—, tal vez no pudieran pagar de verdad.

Elise Grandier se encogió de hombros.

—Tal vez. ¡Allá ellos! Pero al final pagaban.

En sus palabras había un tono de satisfacción.

—Madame Giselle era una mujer muy dura —señaló Fournier.

—Madame tenía sus razones.

—¿No siente usted lástima de las víctimas?

—Víctimas, víctimas —respondió Elise con impaciencia—. Ustedes no comprenden. ¿Qué necesidad hay de contraer deudas, de vivir por encima de los ingresos de cada uno, de pedir dinero prestado y luego quedarse con él como si se tratara de un obsequio? Eso no está bien. Mi señora era siempre buena y justa. Prestaba y esperaba que le pagasen. Eso no está mal. Ella nunca contraía deudas. Pagaba religiosamente lo que debía. Nunca dejó de pagar una factura. Cuando dice usted que era dura, se equivoca. Mi señora era buena. Nunca se fueron las hermanitas de los pobres sin una limosna. Daba dinero a las instituciones de caridad. Cuando la mujer de Georges, el portero, se puso enferma, mi señora le pagó la estancia en una clínica del campo.

Se detuvo, encendida de cólera. Y repitió:

—Ustedes no comprenden. No comprenden a madame.

Fournier esperó un momento a que se fuera calmando.

—Ha comentado usted que los clientes de madame acababan pagando. ¿Sabe de qué medios se valía su señora para obligarlos a hacerlo?

Ella se encogió de hombros.

—Yo no sé nada, monsieur, absolutamente nada.

—Algo tenía que saber para quemar todos los papeles de madame.

—No hice más que obedecer las órdenes que me había dado. Siempre me decía que, si le ocurriese algún accidente o se ponía enferma y moría lejos de casa, yo debía destruir todos los papeles de sus negocios.

—¿Los papeles que guardaba en la caja de caudales? —preguntó Poirot.

—Eso mismo, los papeles de negocios.

—¿Y los guardaba en la caja?

Aquella insistencia hizo que se agolpase la sangre en las mejillas de Elise.

—Yo obedecí las instrucciones de madame.

—Ya lo sé —admitió Poirot sonriendo—. Pero los papeles no estaban en la caja. ¿No es cierto lo que digo? La caja es demasiado vieja y cualquiera hubiese podido abrirla. Los papeles estaban guardados en otra parte. ¿Tal vez en el dormitorio de madame?

Ella reflexionó un momento antes de contestar.

—Sí, es cierto. Madame siempre intentaba hacer creer a sus clientes que guardaba los papeles en la caja de caudales, pero en realidad el arca estaba vacía. Todo lo guardaba en su dormitorio.

—¿Quiere enseñarnos dónde está?

Elise se levantó y los dos hombres la siguieron. El dormitorio era una sala espaciosa, aunque tan llena de muebles que apenas podía uno moverse libremente. En un rincón había un cofre muy antiguo, cuya tapa levantó Elise para sacar un vestido de alpaca pasado de moda y unas enaguas de seda. En el interior del vestido había un bolsillo.

—Aquí estaban los papeles, monsieur. Los guardaba en un sobre cerrado.

—No me habló usted de eso cuando le pregunté hace tres días —observó Fournier con acritud.