—Perdone usted, monsieur. Usted me preguntó dónde estaban los papeles que se guardaban en la caja. Le contesté que los había quemado. Y es cierto. Parecía que no tenía importancia el lugar donde se guardaban los papeles.
—Cierto —admitió Fournier—. Comprenderá usted, mademoiselle, que esos papeles no debían haberse quemado.
—Obedecí las órdenes de madame —replicó Elise obstinadamente.
—Ya sé que obró usted con buena intención —reconoció Fournier, suavizando el tono—. Ahora ponga atención a lo que le digo, mademoiselle: su señora fue asesinada. Es posible que fuese asesinada por personas de quienes poseyera algún secreto que pudiera perjudicarlas. Ese secreto estaba en los papeles que usted quemó. Voy a preguntarle una cosa, pero no quiero que conteste sin reflexionar. Es posible, a mi modo de ver es probable y comprensible, que usted examinase esos papeles antes de arrojarlos a las llamas. En este caso, nadie la culpará por ello. Y en cambio, su información puede ser de gran provecho para la policía y para descubrir al autor del crimen. Por tanto, mademoiselle, no tema contestar con toda sinceridad. ¿Leyó usted los papeles antes de quemarlos?
—No, monsieur. No leí nada en absoluto. Quemé el sobre sin abrirlo.
Capítulo X
La libreta negra
Fournier fijó la mirada por unos instantes en ella y, convencido de que había dicho la verdad, se volvió con una expresión de desaliento.
—Es una lástima. Obró usted honradamente, mademoiselle, pero es una lástima.
—No pude evitarlo, monsieur. Lo siento.
Fournier se sentó y sacó una libreta de su bolsillo.
—Cuando la interrogué la última vez, mademoiselle, me dijo usted que no sabía los nombres de los clientes de su señora. Y ahora habla de ellos diciendo que se quejaban y pedían misericordia. Así pues, algo sabía usted de los clientes de madame Giselle.
—Déjeme explicar, monsieur. Mi señora jamás nombraba a nadie. Nunca hablaba de sus asuntos. Pero, de todos modos, era humana. Siempre se le escapaba algún comentario. Me hablaba a veces como si pensara en voz alta.
Poirot se inclinó hacia delante.
—¿No podría usted darnos algún ejemplo, mademoiselle?
—Déjeme pensar. ¡Ah, sí! Llegaba, por ejemplo, una carta. La abría. Se echaba a reír con una risa breve, seca. Y decía: «Puedes llorar y lamentarte, señora mía. Pero de cualquier modo me pagarás». O bien: «¡Qué estúpidos! ¡Mira que creer que les iba a dejar sumas importantes sin asegurarme antes! Saber es la garantía, Elise. El conocimiento es el poder». Decía cosas por el estilo.
—¿Veía usted a los clientes que venían a visitarla?
—No, monsieur. Al menos, raras veces. Subían al primer piso y casi siempre venían por la noche.
—¿Había estado su señora en París antes de salir de viaje para Inglaterra?
—Regresó a París la tarde anterior.
—¿Dónde había estado?
—Había pasado quince días en Deauville, Le Pinet, París-Plage y Wimereux; era su acostumbrada ruta de septiembre.
—Y ahora piénselo bien, mademoiselle: ¿no dijo nada ella, absolutamente nada que pueda arrojar alguna luz sobre el caso?
—No, monsieur. No recuerdo nada. Madame estaba alegre. Dijo que los negocios marchaban bien. Su viaje había sido provechoso. Luego me hizo telefonear a Universal Airlines y encargar un pasaje para Inglaterra, para el día siguiente. El primer vuelo de la mañana estaba completo, pero encontró un asiento para el vuelo de las doce.
—¿Dijo a qué iba a Inglaterra? ¿Tenía allí algún asunto urgente?
—¡Oh, no, monsieur! La señora iba a Inglaterra con frecuencia. Solía avisarme la víspera.
—¿Vino a visitar a madame algún cliente aquella noche?
—Creo que vino alguien, monsieur, pero no estoy segura. Tal vez Georges lo sepa. Madame no me dijo nada.
Fournier sacó del bolsillo varias fotografías de algunos testigos al salir de la encuesta.
—¿Reconocería usted a alguno de ellos, mademoiselle?
—No, monsieur.
—Probaremos con Georges.
—Sí, monsieur. Por desgracia, Georges está muy mal de la vista. Es una lástima.
Fournier se levantó.
—Bien, mademoiselle, nos despedimos ya, si usted está segura de no haber omitido nada, nada en absoluto...
—¿Yo? ¿Qué... qué podría haber omitido yo?
Elise se mostró apenada.
—Comprendido. Vamos, monsieur Poirot. Perdone, ¿está usted buscando algo?
Poirot se movía por la sala curioseándolo todo.
—Sí, es cierto. Buscaba una cosa que no veo aquí, por cierto.
—¿Qué busca?
—Fotografías. Retratos de amistades o parientes de madame Giselle.
Elise meneó la cabeza.
—Madame no tenía familia. Estaba sola en el mundo.
—Tenía una hija —observó Poirot con presteza.
—Sí, es cierto. Sí, tenía una hija.
Elise suspiró.
—¿Y no hay un retrato de su hija? —insistió Poirot.
—¡Oh, monsieur no lo comprende! Es cierto que madame tuvo una hija, pero de eso hace mucho tiempo, ¿comprende usted? Creo que madame no había vuelto a verla desde que era una niña.
—¿Cómo es eso? —preguntó Fournier.
Ella dejó caer los brazos en actitud muy expresiva.
—No lo sé. Fue cuando madame era joven. Me han dicho que entonces era muy guapa. No sé si estaba casada o era soltera. Yo creo que no se casó. Sin duda se organizó algo respecto a la niña. En cuanto a madame, sé que tuvo la viruela, que estuvo muy enferma, en peligro de muerte. Cuando se restableció, su belleza había desaparecido. Ya no hizo más locuras, se acabaron los romances. Madame se convirtió en una mujer de negocios.
—Pero le ha dejado el dinero a su hija.
—Pues claro —contestó Elise—. ¿A quién iba a dejar su dinero sino a la carne de su carne? La sangre tiene más fuerza que el agua, y madame no tenía amigos. Siempre estaba sola. Su pasión era el dinero, ganar dinero, mucho dinero. Gastaba muy poco. No le gustaban los lujos.
—Le dejó a usted un legado, ¿lo sabía?
—Sí, ya me lo han comunicado. Madame siempre fue generosa. Todos los años me daba una importante suma, además de mi sueldo. Le estoy muy agradecida.
—Bien —intervino Fournier—, nos vamos. Al salir hablaré un momento con Georges.
—¿No le importa que baje dentro de un minuto, amigo mío? —pidió Hércules Poirot.
—Como guste.
Fournier salió.
Poirot dio una vuelta por la estancia. Luego tomó asiento y se quedó mirando a Elise.
Ante la mirada de aquel hombre, la francesa mostró síntomas de impaciencia.
—¿Hay algo más que desee usted saber, monsieur?
—Mademoiselle Grandier, ¿sabe usted quién mató a su señora? —preguntó Poirot.
—No, monsieur. Lo juro por Dios.
Hablaba con la mayor seriedad. Poirot la miró como si quisiera atravesarla con la mirada. Luego ladeó la cabeza.
—Bien. La creo. Pero una cosa es saberlo con certeza y otra tener sospechas. ¿No tiene una idea, por ligera que sea, de quién pudo hacerlo?
—No tengo la menor idea, monsieur. Ya se lo dije al agente de policía.
—¿No podría decirle a él una cosa y a mí otra?
—¿Por qué dice usted eso, monsieur? ¿Cómo quiere que haga tal cosa?
—Porque una cosa es informar a la policía y otra informar en privado a un particular.
—Sí. Tiene usted razón.
En su rostro se dibujó una mueca de indecisión. Parecía meditar alguna cosa, y Poirot, sin dejar de observarla, se inclinó hacia ella para decirle:
—¿Me permite una observación, mademoiselle Grandier? En mi profesión tengo por norma no creer nada de lo que me cuentan mientras no me lo demuestren. No sospecho de tal o cual persona: sospecho de todo el mundo. A cuantos se relacionan de cerca o de lejos con un crimen los considero culpables mientras no me demuestren su inocencia.