Nadie había jugado aún a dos números: el cinco y el seis. ¿Y si apostase a uno de aquellos dos números? ¿A cuál de ellos? ¿Al cinco o al seis? ¿Por cuál se inclinaba su instinto?
Por el cinco, iba a salir el cinco. La bolita daba ya sus vueltas y Jane alargó la mano. No, al seis, apostaría al seis.
Lo hizo a tiempo. Ella y otro jugador habían apostado a la vez: ella al seis y él al cinco.
—Rien ne va plus —anunció el crupier.
La bola dio un último saltito y se detuvo.
—Numero cinq, rouge, impar, manque.
A Jane estuvo a punto de escapársele una exclamación de contrariedad. El crupier recogió las apuestas y pagó. El jugador que Jane tenía ante sí preguntó:
—¿No recoge usted sus ganancias?
—¿Las mías?
—Sí.
—¡Si yo he apostado al seis!
—Se equivoca usted. Yo he apostado al seis y usted al cinco.
La obsequió con una sonrisa muy atractiva, mostrando unos dientes cuya blancura destacaba en un rostro moreno de ojos azules y pelo corto y crespo.
Sin acabar de creérselo, Jane recogió sus ganancias. ¿Sería cierto? Se sintió confundida. Quizá en su atolondramiento había apostado al cinco. Dirigió una mirada de duda al desconocido, que le correspondió con otra sonrisa.
—Cuidado —le advirtió él—. Si no recoge pronto sus ganancias, se las llevará cualquier desaprensivo. Es un truco muy viejo.
Luego, tras un saludo amistoso, se fue. Aquello también demostraba su delicadeza. De otro modo, le hubiera dejado suponer que le cedía sus propias ganancias como pretexto para conocerla. Pero no era de esos hombres, sino un chico encantador. Y ahora lo tenía sentado frente a ella.
Pero todo había terminado. Ya no le quedaba dinero. Dos días en París, dos días de desilusión y, ahora, el vuelo de vuelta a casita.
¿Y luego qué?
Alto ahí, le rebatió Jane a su mente. ¿Qué te importa lo que venga después? Pensar en eso no haría más que ponerte nerviosa.
Las dos mujeres se habían cansado de hablar. Miró hacia el otro lado del pasillo. La señora de cara de porcelana lanzó una exclamación petulante, examinándose una uña rota. Tocó el timbre y, al acercarse el camarero con su chaqueta blanca, le ordenó:
—Avise a mi doncella. Está en el otro compartimiento.
—Sí, señora.
El camarero, deferente y solícito, desapareció. Se presentó al poco una francesita de pelo castaño, vestida de negro, llevando un pequeño joyero.
Lady Horbury le habló en francés.
—Tráeme el neceser rojo de piel, Madeleine.
La doncella se dirigió por el pasillo al fondo del avión, donde había un montón de mantas y maletas y volvió con un neceser rojo.
Cicely Horbury lo recogió y despidió a la doncella.
—Está bien, Madeleine. Déjalo aquí.
La doncella desapareció. Lady Horbury abrió el neceser y, del interior, sacó una lima de uñas. Luego se observó detenida y pensativamente en un espejito, se pasó la brocha de empolvar por el rostro y se retocó los labios.
Jane torció los suyos en una mueca despectiva y dirigió su mirada más allá.
Detrás de las dos señoras se sentaba el extranjero que había cedido su asiento a una de ellas. Muy arrebujado en una bufanda innecesaria, parecía dormir profundamente, pero, como si le molestase la mirada de Jane, abrió los ojos, la miró un momento y volvió a cerrarlos.
A su lado, había un tipo de rostro autoritario. Sobre sus piernas tenía abierto el estuche de una flauta que limpiaba con mucho esmero. A Jane le produjo una impresión cómica, pues más que músico parecía abogado o médico.
Detrás de ellos se sentaban dos franceses, barbudo uno de ellos y otro más joven, tal vez su hijo, que hablaban muy excitados y con grandes ademanes.
Ante ella solo estaba el joven del jersey azul, a quien, por motivos inexplicables, había decidido no mirar.
¡Qué ridículos estos nervios! ¡Ni que tuviera diecisiete años!, pensó Jane molesta.
Frente a ella, Norman Gale se decía:
Es hermosa, realmente hermosa. Y se acuerda de mí, seguro. Parecía tan decepcionada cuando recogieron su apuesta, que valía la pena darle el gusto de ganar. Y lo hice bastante bien. Es encantadora cuando sonríe. ¡Qué dientes, qué blancura! ¡Diablos! Estoy demasiado excitado. Calma, chico.
Le dijo al camarero, que se inclinaba sobre él con el menú:
—Tomaré lengua fría.
La condesa de Horbury pensaba:
¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? Estoy hecha una ruina, una ruina, sí. No me queda más que una salida. Si me atreviese... ¿Por qué no? Pero ¿cómo disimular lo que es tan evidente? Tengo los nervios alterados. Esa cocaína. ¿Por qué habré tomado yo cocaína? Mi cara está espantosa, sencillamente horrorosa. Y esa arpía de Venetia Kerr lo empeora todo con su presencia. Siempre me mira por encima del hombro como a una basura. Pretende a Stephen. ¡Bueno, pues no lo conseguirá! Su rostro alargado me descompone. Parece un caballo. Detesto a estas provincianas. ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer? He de tomar una decisión. Razón tenía aquella bruja.
Metió la mano en un lujoso bolso en busca de la pitillera e introdujo un cigarrillo en una larga boquilla. Sus manos temblaban levemente.
¡Maldita zorra!, pensaba Lady Venetia Kerr. Tal vez sea técnicamente virtuosa, pero es una zorra de pies a cabeza. Pobre Stephen. Si al menos pudiera librarse de ella.
A su vez, sacó su pitillera y aceptó un fósforo de Cicely Horbury.
El camarero protestó inmediatamente:
—Perdón, señoras: no fumen, por favor.
—¡Diablos! —exclamó Cicely Horbury.
Es bonita esa jovencita, pensó Hércules Poirot. En su barbilla hay determinación. ¿Por qué estará tan preocupada? ¿Por qué está tan decidida a no mirar al joven que tiene delante de ella. Ambos son muy conscientes de su mutua presencia. (El avión cayó en un ligero bache.) Mon estomac!, se dijo Hércules Poirot cerrando los ojos con determinación.
A su lado, el doctor Bryant, acariciaba amorosamente su flauta:
No puedo decidirme, sencillamente, no puedo, pensaba. Este es el giro más decisivo de mi carrera.
Nerviosamente sacó la flauta del estuche, cuidadosa, cariñosamente. La música... En la música encontraba alivio a todos los contratiempos. Sonriendo, acercó la flauta a sus labios y luego la devolvió al estuche. A su lado, el hombrecillo de los bigotes dormía profundamente. Por un momento, al cruzar el avión unos baches de aire, le había visto palidecer. El doctor Bryant se congratuló de no marearse por tierra, mar o aire.
Monsieur Dupont pére se revolvió agitadamente en su asiento, increpando a monsieur Dupont hijo, que tenía a su lado.
—No cabe la menor duda. ¡Todos están equivocados: los alemanes, los norteamericanos, los ingleses! Se equivocan en la datación de la cerámica prehistórica. Si observamos la de Samara...
Jean Dupont, alto, rubio, con una pose de indolencia, admitió:
—Hay que obtener todas las pruebas posibles. Ahí tienes el Tall el Halaf y el Sakje Geuze...
La discusión prosiguió.
Armand Dupont abrió atropelladamente un maletín muy gastado.
—Observa estas pipas kurdas, fíjate cómo las hacen hoy. Los adornos son casi idénticos a los que se ven en la cerámica de cinco mil años antes de Cristo.
Con un elocuente ademán, estuvo a punto de tirar la bandeja que un camarero dejaba delante suyo.
El señor Clancy, autor de novelas policíacas, se levantó de su asiento, situado detrás de Norman Gale, y se dirigió al fondo del avión. Allí sacó un libro del bolsillo de su gabardina y volvió con él para elaborar, por motivos profesionales, una difícil coartada.
El señor Ryder, detrás de él, pensaba:
Tendré que mantenerme firme hasta el final, pero no será fácil. No sé de dónde voy a sacar el dinero para el próximo dividendo. Si no repartimos dividendos, se va a armar la gorda. ¡Maldita sea!