—Como los otros policías —gruñía el viejo con su voz áspera—. ¡La misma pregunta una y otra vez! ¿Qué se proponen? ¿Que antes o después nos cansemos de repetir la verdad y empecemos a soltar mentiras? Mentiras agradables, claro, mentiras que sigan el guión de les messieurs.
—No quiero mentiras, sino la verdad.
—Pues la verdad es lo que le he dicho. Sí, una señora vino a ver a madame la noche anterior al viaje. Me enseña usted esas fotografías preguntándome si reconozco a la señora entre ellas. Le repito lo mismo que siempre le he dicho: que mi vista no es buena, que oscurecía cuando llegó, que no la vi de cerca, que no reconocí a la dama. Si me presentase usted a esa señora, no la reconocería. Ya es la cuarta o quinta vez que le digo lo mismo.
—¿Y no puede recordar si era alta o baja, morena o rubia, vieja o joven? ¡Parece increíble!
Fournier hablaba con punzante ironía.
—Pues no se lo crea. ¿Qué me importa? ¡Vaya placer, verse complicado con la policía! Estoy avergonzado. Si madame no hubiera muerto en el avión, probablemente sospecharía usted que yo, Georges, la había envenenado. Así es la policía.
Poirot impidió una réplica enfurecida de Fournier, cogiendo del brazo a su amigo.
—Vamos, mon vieux. Que el estómago empieza a protestarle. Le prescribo un ágape sencillo, pero bueno. Bastará con omelette aux champignons, solé a la Normande y un queso de Port Salut con un vino tinto. ¿Qué vino, por cierto?
Fournier miró el reloj.
—¡Caramba! La una. Hablando con ese tipo... —comentó mirando a Georges.
Poirot dirigió al portero una mirada de ánimo.
—Tenemos, pues, que la señora no era alta ni baja, ni morena ni rubia, ni vieja ni joven, ni delgada ni gorda. Pero usted puede decirnos una cosa: ¿era elegante?
—¿Elegante? —contestó el portero como si le sorprendiera la pregunta.
—Ya me ha contestado —señaló Poirot—. Era elegante. Y creo, amigo mío, que estaría muy atractiva en traje de baño.
Georges lo miró estupefacto.
—¿En traje de baño? ¿Qué es eso del traje de baño?
—Una idea que se me ha ocurrido. ¿Está usted de acuerdo? Mire esto.
Le alargó al viejo una hoja arrancada de la revista Sketch.
Hubo una pausa. El portero miró la página por encima.
—Está usted de acuerdo, ¿verdad? —insistió Poirot.
—No está mal esa pareja —comentó, devolviendo el papel—. Si no llevasen nada sería casi lo mismo.
—¡Ah! —comentó Poirot—. Eso es porque ahora hemos descubierto la acción benéfica del sol en la piel. Es muy conveniente.
Georges condescendió a dedicarle una risita ronca y se alejó, mientras Poirot y Fournier salían a plena luz del día.
Durante la comida, el belga sacó la libreta negra con las anotaciones. Fournier se impresionó al ver aquello en posesión de su amigo y manifestó su disgusto con Elise. Poirot procuró amansarlo.
—Es natural, muy natural. Solamente nombrar la policía asusta a esta pobre gente. Les mete en embrollos que no comprenden. En todos los países sucede lo mismo.
—Esa es la ventaja de ustedes —comentó Fournier—. El investigador privado obtiene de los testigos más de lo que se les puede arrancar por los procedimientos oficiales. No obstante, tenemos sobre ustedes otras ventajas, como los registros oficiales y una perfecta organización a nuestro mando.
—Trabajemos, pues, de mutuo acuerdo, como buenos amigos —propuso Poirot—. Esta tortilla es deliciosa.
Entre plato y plato, Fournier pasó las hojas del librito. Luego tomó unas notas en su libreta.
—¿Ha leído usted esto, verdad? —preguntó mirando a Poirot.
—No, solo lo he hojeado. ¿Me permite?
Tomó la libreta de manos de Fournier.
Cuando le sirvieron el queso, el belga dejó la libreta sobre la mesa y las miradas de los amigos se encontraron.
—Hay algunas anotaciones —comentó Fournier.
—Cinco —puntualizó Poirot.
—De acuerdo, cinco.
Leyó lo que acababa de apuntar en su cuaderno:
CI 52. Noble inglesa. Marido. RT 362. Doctor. Harley Street. MR 24. Antigüedades falsificadas. XVB 724. Inglés. Estafa. GF 45. Asesinato frustrado. Inglés.
—Magnífico, amigo mío —comentó Poirot—. Nuestros pensamientos marchan admirablemente de acuerdo. De todas las anotaciones de esa libreta, esas cinco me parecen las únicas que se relacionan con personas que viajaban en el avión. Vamos a examinarlos uno por uno.
—«Noble inglesa. Marido» —señaló Fournier—. Esto puede muy bien aplicarse a lady Horbury. Tengo entendido que es una jugadora empedernida. Nada más probable que haya tenido que pedir un préstamo a Giselle. Los clientes de Giselle pertenecen generalmente a esta clase de gente. La palabra «marido» indica una de estas dos cosas: o esperaba Giselle que el marido pagase las deudas de su mujer o poseía algún secreto de esta que amenazaba con revelar al marido.
—Exacto —convino Poirot—. Una de las dos alternativas puede aplicarse. Por mi parte, me inclino por la segunda, con tanta más razón por cuanto apostaría a que la mujer que visitó a Giselle la víspera del viaje era lady Horbury.
—¡Ah! ¿Piensa usted eso?
—Sí, y creo que usted piensa lo mismo. Me parece que, en la actitud del portero, hay algo muy caballeroso. Su persistencia en no recordar detalles de la visita es significativa. Lady Horbury es una dama muy atractiva. Además, observé que se sobresaltaba ligeramente cuando le enseñé la foto de la dama en traje de baño de la revista Sketch. Sí, fue lady Horbury la dama que visitó a Giselle aquella noche.
—La siguió a París desde Le Pinet —añadió Fournier lentamente—. Según esto, debía hallarse en una situación desesperada.
—Sí, eso me figuro yo.
Fournier le dirigió una mirada curiosa.
—Pero esto no concuerda con sus sospechas, ¿verdad?
—Amigo mío, ya le dije que la pista de cuya seguridad estoy convencido no lleva a la persona deseada. Estoy en la oscuridad. Mi pista no puede ser errónea, pero...
—¿No quiere decirme en qué consiste?
—No, porque puedo equivocarme, equivocarme de todas todas y, en ese caso, podría inducirle a error. Trabajemos cada uno según nuestra inspiración. Continuemos examinando esos apuntes.
—«RT 362. Doctor. Harley Street» —leyó Fournier.
—Una posible pista que nos llevaría al doctor Bryant. No nos revela gran cosa, pero tampoco hemos de abandonar esta línea de investigación.
—Esta tarea corresponde, desde luego, al inspector Japp.
—Y a mí —intervino Poirot—. Yo también tengo una vela en ese entierro.
—«MR 24. Antigüedades falsificadas» —leyó Fournier—. Aunque remotamente, esto bien podría relacionarse con los Dupont, aunque no acabo de creerlo. Monsieur Dupont es un arqueólogo de prestigio mundial. Goza de inmejorable fama.
—Eso no haría más que allanarles el camino —observó Poirot—. Piense, mi querido Fournier, la gran fama de que han gozado, los buenos sentimientos que han puesto de manifiesto durante toda su vida casi todos los estafadores famosos, antes de ser descubiertos.
—Cierto, muy cierto —asintió Fournier con un suspiro.
—Una buena reputación —señaló Poirot— es lo primero que necesita un estafador que se precie. El tema es interesante, pero volvamos a nuestra lista.
—XVB 724. Es muy ambiguo. «Inglés. Estafa.»
—De poco nos servirá —convino Poirot—. ¿Qué estafa? ¿Un administrador? ¿Un empleado de banco? Cualquier hombre de confianza en una empresa comercial, pero raramente un escritor, un dentista o un médico. El señor James Ryder es nuestro único representante comercial. Él puede haber malversado fondos, él puede haber recibido dinero prestado de Giselle para que no se descubriese el robo. En cuanto al último apunte: «GF 45. Asesinato frustrado. Inglés», nos ofrece un amplio campo de acción. El escritor, el dentista, el médico, el comerciante, el camarero, la peluquera, la dama de linaje o la joven provinciana, todos pueden ser GF 45. Solo quedan excluidos los Dupont a causa de su nacionalidad.