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Con un ademán, llamó al mozo y le pidió la cuenta.

—¿Y ahora, amigo mío? —preguntó Poirot.

—A la Sûreté. Tal vez tengan alguna noticia para mí.

—Bueno, le acompañaré. Después tengo que hacer una pequeña investigación en la que tal vez pueda usted ayudarme.

En la Sûreté, Poirot renovó sus relaciones con el jefe de detectives, a quien había conocido muchos años antes a causa de uno de sus casos. Monsieur Gilles era afable y cortés.

—Encantado de saber que se interesa usted por este asunto, monsieur Poirot.

—¿Cómo no he de interesarme, monsieur Gilles, si sucedió todo delante de mis narices? ¡Es una vergüenza, ¿no le parece?, que Hércules Poirot duerma a pierna suelta mientras a su lado se comete un crimen!

Monsieur Gilles meneó la cabeza en tono conciliador.

—¡Esos aviones! Si el tiempo es malo, el aparato no hace más que tambalearse. Yo también me he sentido indispuesto alguna vez.

—Parece que todo un ejército le patee a uno el estómago —se lamentó Poirot—. ¿Por qué tendrá que haber esa relación tan estrecha entre las sacudidas del aparato volador y el aparato digestivo? Cuando me acomete el mal de mer, Hércules Poirot es un hombre sin células grises, sin orden ni método. ¡No es más que un individuo vulgar de la raza humana, y por debajo del nivel medio! Y hablando de esto último, ¿cómo está mi excelente amigo Giraud?

Fingiendo no haber oídos las palabras «hablando de esto último», monsieur Gilles replicó que Giraud seguía progresando en su carrera.

—Es muy entusiasta. Infatigable.

—Siempre ha sido así —señaló Poirot—. Siempre está corriendo de un lado para otro. Está al lado de uno y de pronto se halla Dios sabe dónde. No hay modo de que se detenga a reflexionar.

—¡Ah, monsieur Poirot! Ese es su punto flaco. Los hombres con el carácter de Fournier se avienen mejor con usted. Él pertenece a la nueva escuela que todo lo basa en la psicología. Ese debería gustarle.

—Me gusta, me gusta.

—Habla muy bien el inglés. Por eso lo mandamos a Croydon, a colaborar en ese asunto. Es un caso interesantísimo, monsieur Poirot. Madame Giselle era muy conocida en París. ¡Y las circunstancias de su muerte son extraordinarias! Un dardo de cerbatana envenenado y en pleno vuelo. ¡Figúrese! ¿Cómo es posible que sucedan tales cosas?

—Eso, eso. Ha puesto usted el dedo en la llaga. ¡Ah! Aquí está nuestro buen amigo Fournier. Ya veo que trae usted noticias.

El normalmente melancólico Fournier daba muestras de agitación.

—Sí, las traigo. Un comerciante de antigüedades griego, Zeropoulos, ha informado de la venta de una cerbatana con sus dardos tres días antes del asesinato. Propongo monsieur —se inclinó respetuosamente ante su jefe—, interrogar a ese hombre.

—¡No faltaba más! —exclamó Gilles—. ¿Quiere acompañarle, monsieur Poirot?

—Si no tiene inconveniente —aceptó Poirot—. Es interesante, muy interesante.

La tienda del señor Zeropoulos estaba en la rue Saint Honoré. Se le consideraba un anticuario de categoría. Había en ella muchas piezas antiguas de cerámica persa, dos o tres bronces de Louristan, abundancia de joyas indias, anaqueles llenos de seda y bordados de muy diversos países, y un surtido abundante de abalorios y objetos baratos de Egipto. Era uno de esos establecimientos en que se puede comprar por un millón un objeto que no vale más que medio, o por diez francos lo que apenas vale cincuenta céntimos. Era muy frecuentada por los turistas norteamericanos y por los entendidos en la materia.

El señor Zeropoulos era un hombre bajito y robusto, de ojos negros. Hablaba mucho y con soltura.

¿Los caballeros pertenecían a la policía? Estaba encantado de conocerlos. ¿Tendrían la bondad de pasar a su despacho? Sí, había vendido una cerbatana con sus dardos, una curiosidad de América del Sur...

—... porque, como ustedes comprenderán, caballeros, yo vendo un poco de todo. Tengo mis especialidades. Me especializo en cosas persas. Monsieur Dupont, el querido monsieur Dupont, se lo confirmará. Siempre viene a ver mi colección, por si he adquirido algo nuevo, para juzgar la autenticidad de ciertas piezas dudosas. ¡Qué hombre! ¡Qué cerebro! ¡Qué ojo! ¡Qué buen juicio! Pero me desvío del asunto. Tengo mi colección, que todos los entendidos conocen, y también tengo... bueno, señores, francamente, llamémosles chismes, chismes exóticos, claro, un poco de todo: de Oceanía, de la India, del Japón, de Borneo... ¡De todas partes! Generalmente no pongo precio fijo a estas cosas. Si veo que le interesan a alguien, hago mis cálculos y pido un precio. Claro que no me dan lo que pido y al fin la cedo por la mitad. Y aun así, he de convenir que la ganancia es buena. Esos objetos los compro casi siempre a los marineros a precios muy bajos.

El señor Zeropoulos tomó aliento y prosiguió, satisfecho de sí mismo y de la importancia y fluidez de su relato.

—Hacía mucho tiempo que tenía esa cerbatana y los dardos, tal vez un par de años. Los tenía en esa bandeja, con un collar de conchas y un penacho de pielroja, unas figuras de madera tallada y algunos abalorios de cuentas de jade. Nadie lo vio, a nadie le llamó la atención hasta que entró un norteamericano y me preguntó qué era.

—¿Un norteamericano? —interrumpió Fournier vivamente.

—Sí, sí, un norteamericano sin la menor duda. No era uno de esos tipos norteamericanos entendidos, sino uno de esos que no saben nada y solo pretenden llevarse algún objeto curioso para la familia. Uno de esos que se dejan engañar en los bazares de Egipto y adquieren los más ridículos escarabajos sagrados que se fabrican en Checoslovaquia. Bien, lo cogí como quien dice al vuelo, le conté las costumbres de ciertas tribus, le hablé de los venenos que usan. Le expliqué que era muy raro que objetos como aquellos aparecieran en el mercado. Me preguntó el precio, y se lo dije, mi precio norteamericano, uno no tan alto como antes (han pasado por la Depresión). Esperaba que regatease, pero me pagó sin chistar. Quedé estupefacto. ¡Lástima! Hubiera podido pedirle más. Le entregué la cerbatana y los dardos en un paquete, y se fue. Pero luego, cuando leí en la prensa lo de ese espantoso asesinato, empecé a pensar. Sí, me dio mucho que pensar, y decidí contárselo a la policía.

—Le estamos muy agradecidos, señor Zeropoulos —reconoció Fournier cortésmente—. ¿Usted cree que podría identificar la cerbatana y los dardos? Ahora están en Londres, pero ya buscaríamos el modo de que los viese.

—La cerbatana era así de larga —mostró el griego, señalando un espacio en el borde de la mesa— y así de gruesa. Miren, como el mango de esta pluma. Era de un color claro. Había cuatro dardos, todos ellos con puntas muy agudas y descoloridas, y con una pelusilla de seda roja cada uno.

—¿Seda roja? —preguntó Poirot.

—Sí, monsieur. De un rojo un tanto descolorido.

—Es curioso —admitió Fournier—. ¿Está seguro de que uno de ellos no tenía un copo de seda con manchas amarillas y negras?

—¿Amarillas y negras? No, monsieur.

Fournier miró a Poirot y en el rostro de este había una sonrisa de satisfacción.

¿Por qué se alegraba el belga? ¿Porque el griego estaba mintiendo o por otra razón? Y dijo en tono de duda:

—Es posible que la cerbatana y los dardos de este señor no hayan tenido nada que ver en el asunto. Es solo una probabilidad entre cincuenta. De todos modos, me gustaría tener una descripción completa de ese norteamericano.

—Era un norteamericano como otro cualquiera. Voz nasal. No sabía hablar francés. Mascaba chicle. Llevaba gafas de concha de carey. Era alto y flaco y creo que no muy viejo.

—¿Moreno o rubio?

—No sabría decirlo. Llevaba sombrero.