—¿Lo reconocería usted si volviera a verlo?
Zeropoulos parecía dudar.
—No estoy seguro. Entran y salen tantos norteamericanos. No tenía nada de particular.
Fournier le mostró la colección de fotografías, pero sin resultado. El griego no creía que ninguno de aquellos fuese el norteamericano en cuestión.
—Me parece una cacería muy difícil —comentó Fournier al salir de la tienda.
—Es posible —le contestó Poirot—, pero no lo creo. Las etiquetas de los precios eran del mismo tipo y hay coincidencias entre el hecho y las observaciones de Zeropoulos. Y si esa cacería va a ser difícil, amigo mío, vamos a iniciar otra.
—¿Dónde?
—En el boulevard des Capucines.
—Deje que piense. Allí está...
—La oficina de Universal Airlines.
—¡Ah, sí! Pero ya hemos estado allí y no nos han dicho nada de interés.
Poirot le dio unos golpecitos en la espalda.
—Sí, bueno, pero las respuestas dependen de las preguntas. Usted no sabía lo que tenía que preguntar.
—¿Y usted lo sabe?
—Pues tengo una ligera idea, sí.
No quiso decir más, y llegaron al boulevard des Capucines.
La oficina era muy pequeña. Un chico moreno y muy elegante se hallaba detrás de un reluciente mostrador de madera, y un muchacho de unos quince años se peleaba con una máquina de escribir.
Fournier mostró su credencial y el empleado, llamado Jules Perrot, declaró que estaba enteramente a su disposición. A instancias de Poirot, el mozalbete recibió la orden de alejarse.
—Lo que hemos de tratar es muy confidencial —explicó.
Jules Perrot se mostró agradablemente emocionado.
—Ustedes dirán, messieurs.
—Se trata del asesinato de madame Giselle.
—¡Ah, sí! Me parece que ya nos hicieron algunas preguntas sobre el asunto.
—Cierto, cierto. Pero hay que establecer los hechos con toda exactitud. Madame Giselle reservó su billete... ¿cuándo?
—Creo que esto se puso ya en claro. Reservó su billete por teléfono el día diecisiete.
—¿Para el vuelo de las doce del día siguiente?
—Sí, señor.
—Pero me parece haber oído de labios de la doncella de madame que el encargo lo hizo para el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.
—No, no... bueno, lo que pasó fue lo siguiente: la doncella de madame lo pidió para las ocho cuarenta y cinco, pero como ya estaba todo ocupado, le dimos billete para el vuelo del mediodía.
—¡Ah! Ya comprendo.
—Sí, señor.
—Comprendo, pero no deja de ser curioso, ciertamente muy curioso.
El empleado le miró con atención.
—Porque un amigo mío, que decidió viajar a Inglaterra de una manera urgente, tomó el avión de las ocho cuarenta y cinco ese día e iba medio vacío.
El señor Perrot se volvió a mirar unos papeles y se sonó la nariz.
—Su amigo se habrá confundido de día, quizá fuese un día antes o un día después.
—No. Fue el día del asesinato, puesto que me contó que, si hubiese perdido aquel avión, como estuvo a punto de suceder, hubiera sido uno de los pasajeros del Prometheus.
—¡Ah! Sin duda. Muy curioso. Claro que siempre puede haber anulaciones en el último minuto y, entonces, claro está, hay plazas disponibles. Y puede haber errores, claro. Tendré que hablar con Le Bourget, pues no siempre son muy cuidadosos.
La inocente mirada de Poirot pareció que turbaba a Jules Perrot, porque de pronto enmudeció. Sus ojos se desviaron y en su frente aparecieron unas gotitas de sudor.
—Dos explicaciones verosímiles —observó Poirot—, aunque me temo que ninguna es la verdadera. ¿No le parece que sería mucho mejor aclararlo bien todo?
—¿Qué hay que aclarar? No le comprendo bien.
—Vamos, vamos. Me comprende usted perfectamente. Es un caso de asesinato. De asesinato, monsieur Perrot. Haga el favor de recordarlo. Si usted se reserva información, la cosa puede ser muy seria para usted, muy seria. La policía puede tomar graves medidas. Pone usted obstáculos a la justicia.
Jules Perrot se le quedó mirando boquiabierto y con manos temblorosas.
—Vamos —insistió Poirot con voz autoritaria y dura—. Queremos una información exacta. Haga el favor. ¿Cuánto le pagaron y quién le pagó?
—Yo no quise perjudicar a nadie... no tenía la menor idea... ¿Cómo iba a sospechar...?
—¿Cuánto y quién?
—Cinco mil francos. Nunca había visto a aquel individuo. Esto será mi perdición.
—Lo que le perderá será no hablar. Vamos, ya sabemos lo más importante. Haga el favor de decirnos cómo sucedió exactamente.
Sudando a mares, Jules Perrot habló precipitadamente y a borbotones:
—No quise hacerle daño a nadie. Juro por mi honor que no quise hacerle daño a nadie. Vino a verme un tipo. Dijo que iba a ir a Inglaterra al día siguiente. Quería negociar un préstamo con madame Giselle, pero deseaba que su entrevista fuese casual. Se figuraba que así tendría más posibilidades. Dijo que sabía que ella iba a volar a Inglaterra al día siguiente. Yo solo tenía que decirle que no había billetes para el primer vuelo y reservarle el asiento número 2 en el Prometheus. Les juro, señores, que no sospeché nada malo. Pensé que sería igual una hora que otra. Los norteamericanos son así, hacen negocios de la manera más extraña.
—¿Los norteamericanos? —preguntó Fournier.
—Sí, aquel tipo era norteamericano.
—Descríbanoslo.
—Era alto, encorvado, de cabello gris, gafas con montura de concha y perilla.
—¿Reservó también él un asiento?
—Sí, señor, el número uno, al lado del que había de reservar para madame Giselle.
—¿Con qué nombre?
—El de Silas... Silas Harper.
—No había ningún viajero con ese nombre y nadie ocupó el asiento número uno.
Poirot meneó la cabeza lentamente.
—Ya vi en los periódicos que faltaba ese nombre. Por eso pensé que ya no hacía falta explicar el hecho, puesto que aquel hombre no tomó ese avión.
Fournier le lanzó una mirada fría.
—Retuvo usted una información de gran valor para la policía. Eso es muy serio.
Él y Poirot salieron de la oficina, dejando a Jules Perrot mirándoles con cara de espanto.
Ya fuera, Fournier se quitó el sombrero y se inclinó ante su amigo.
—Le felicito, monsieur Poirot. ¿Cómo se le ha ocurrido esa idea?
—Dos frases sueltas. Esta mañana he oído decir a uno de los pasajeros que el primer vuelo de aquel día iba casi vacío. La otra frase fue la de Elise, al decir que encargó una reserva para el primer vuelo y le contestaron que no había plazas. Estos dos puntos no concordaban. Recordé haberle oído decir al camarero del Prometheus que había visto algunas veces a madame Giselle en el primer vuelo, de lo que deduje que la prestamista solía viajar en el avión de las ocho cuarenta y cinco. Pero alguien tenía interés en que hiciera el viaje a mediodía, alguien que también viajaba en el Prometheus. ¿Por qué dijo el empleado que el primer vuelo estaba completo? ¿Fue una equivocación o una mentira deliberada? Sospeché lo segundo y no me equivoqué.
—Este caso se va haciendo por momentos más interesante —comentó Fournier—. Al principio, parecía que seguíamos la pista de una mujer. Ahora resulta que es un hombre. Un norteamericano.
Calló para mirar a Poirot. Éste asintió lentamente.
—Sí, amigo mío, ¡es fácil hacerse pasar por norteamericano aquí, en París! Basta tener un acento nasal y mascar chicle. Y si uno lleva gafas con montura de concha y una perilla, ya es el prototipo del turista norteamericano.
Sacó del bolsillo la página arrancada del Sketch.
—¿Qué mira usted? —preguntó Fournier.
—Una condesa en traje de baño.
—¿Usted cree que...? Pero no, es pequeña, encantadora, frágil, no puede presentarse como un norteamericano alto y encorvado. Ha sido actriz, sí, pero no podría representar semejante papel. No, amigo mío. La idea no encaja.