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—Nunca he dicho que encajase —replicó Hércules Poirot.

Siguió examinando muy serio la fotografía.

Capítulo XII

En Horbury Chase

Junto al bufet, lord Horbury se servía distraído un plato de riñones. Stephen Horbury era un joven de veintisiete años, cabeza estrecha y barbilla prominente. Parecía exactamente lo que era: un joven deportista con nada que destacar en cuanto a cerebro, pero de buen corazón, algo mojigato, muy leal y obstinado como el que más.

Cuando hubo llenado el plato, volvió a la mesa y empezó a comer. Abrió un periódico, pero enseguida frunció el entrecejo y lo apartó a un lado. También apartó el plato inacabado, tomó unos sorbos de café y se levantó. Permaneció un momento indeciso y luego, asintiendo ligeramente, salió del comedor, cruzó el espacioso vestíbulo y subió al piso superior. Llamó a una puerta y esperó. Del interior le llegó una voz atiplada invitándole a entrar:

—Adelante.

Lord Horbury entró. Era un bello dormitorio espacioso que daba al sur. Cicely Horbury estaba en la cama, un mueble isabelino de roble tallado. Envuelta en gasas rosadas y con los dorados rizos de su rubio cabello, producía un efecto encantador. En una mesita había una bandeja con los restos del desayuno. En aquel momento, abría su correspondencia, mientras su doncella se movía de un lado a otro.

A cualquier hombre se le hubiera acelerado la respiración ante tanta hermosura, pero la imagen de su encantadora mujer no afectó para nada a lord Horbury.

Hubo un tiempo, tres años atrás, en que la impresionante belleza de su Cicely le hacía perder la cabeza. La amaba apasionadamente, con verdadera locura. Todo aquello había acabado. Había perdido el juicio, pero lo había recobrado.

Fingiéndose sorprendida, lady Horbury preguntó:

—¿Qué hay, Stephen?

—Quiero hablarte a solas —señaló él con aspereza.

—Madeleine —pidió lady Horbury, dirigiéndose a su doncella—. Deja todo eso y retírate.

Tres bien, milady —respondió la muchacha. Y tras una mirada de reojo a lord Horbury, salió del dormitorio.

Lord Horbury aguardó a que hubiese cerrado la puerta.

—Me gustaría saber, Cicely, qué significa la idea de presentarte aquí.

Lady Horbury encogió sus hermosos hombros.

—¿Y por qué no?

—¿Por qué no? Me parece a mí que hay muy buenas razones.

—¡Oh! Razones... —murmuró su mujer.

—Sí, razones. Recordarás que, tal como se habían puesto las cosas entre nosotros, convinimos en no seguir con la farsa de vivir juntos. Tú debías quedarte en la casa de la ciudad y tendrías una espléndida pensión, exageradamente espléndida. Y podrías llevar tu propia vida, dentro de ciertos límites. ¿Por qué este repentino regreso?

De nuevo Cicely se encogió de hombros.

—Me pareció conveniente.

—Supongo que será por una cuestión de dinero, ¿no es así?

—¡Dios mío! —exclamó su mujer—. ¡Qué odioso eres! ¡No hay hombre más mezquino que tú!

—¿Mezquino? ¿Mezquino dices, cuando por tus insensatas extravagancias pesa una hipoteca sobre Horbury?

—¡Horbury, Horbury! ¡Esto es cuanto te interesa! Los caballos, la caza, las cosechas y esos fastidiosos granjeros. ¡Vaya vida para una mujer!

—Algunas estarían muy satisfechas con ella.

—Sí, mujeres como Venetia Kerr, que parece una yegua. Tenías que haberte casado con una mujer así.

Lord Horbury se acercó a la ventana.

—Es demasiado tarde para eso. Me casé contigo.

—Y no puedes divorciarte —señaló Cicely. Y su risa sonó maliciosa y triunfante—. Te gustaría librarte de mí, pero no puedes.

—¿Para qué hablar de eso?

—Te lo prohíbe Dios y estás chapado a la antigua. ¡Lo que se ríen mis amigos cuando les cuento las cosas que dices!

—Que se rían cuanto quieran. ¿Podemos volver al origen de nuestra conversación? Discutíamos la razón por la que has venido.

Pero su mujer no se dejó llevar hacia donde él quería.

—Anunciaste en la prensa que no te harías responsable de mis deudas. ¿Te parece eso propio de un caballero?

—Siento haber tenido que dar ese paso. Recordarás que te lo advertí hace tiempo. Pagué por ti dos veces. Pero todo tiene un límite. Tu insensata pasión por el juego... bueno, ¿para qué discutir? Pero quiero saber por qué, de pronto, vienes a Horbury. Siempre odiaste esta casa, te aburría a morir.

—Pues ahora me siento mejor aquí —afirmó ella con expresión hosca.

—¿Mejor justo ahora? —repitió él pensativamente. Y le espetó esta pregunta—: ¿Habías pedido dinero a esa vieja prestamista francesa, Cicely?

—¿Quién? No sé qué quieres decir.

—Sabes perfectamente a quién me refiero. Hablo de la mujer asesinada en el avión procedente de París en el que volviste.

—No, claro que no. ¡Qué ocurrencia!

—No bromees con eso, Cicely. Si esa mujer te prestó dinero, mejor será que lo digas. Ten presente que ese asunto aún no ha terminado. El jurado emitió veredicto de asesinato cometido por personas desconocidas, y la policía de los dos países está trabajando en ello. Que descubran la verdad solo es cuestión de tiempo. Esa mujer debió de dejar anotados los préstamos que concedía. Si se descubre que tuviste alguna relación con ella, sería mejor que estuviésemos preparados, que nos aconsejásemos con Foulkes que nos ha asesorado desde hace generaciones.

—¿Es que no declaré ya ante aquel maldito tribunal? ¿No juré que no sabía nada de aquella mujer?

—No creo que eso pruebe nada —replicó su marido secamente—. Si tuviste tratos con Giselle, puedes estar segura de que la policía lo descubrirá.

Cicely se sentó apesadumbrada en el lecho.

—¿Serías capaz de creer que la maté yo? ¿Que me levanté del asiento del avión y le arrojé un dardo con una cerbatana? ¡Qué locura!

—Sí, parece cosa de locos —convino él pensativamente—. Pero hazte cargo de tu situación.

—¿Qué situación? No hay situación que valga. No crees una palabra de cuanto te digo. ¿Por qué de pronto tienes que mostrarte tan intranquilo con respecto a mí? Como si te importase mucho lo que pueda sucederme. Me odias y te alegrarías de mi muerte. ¿A qué viene esa comedia?

—¿No exageras un poco? Aunque me creas muy anticuado, aún me preocupa el buen nombre de mi familia, un sentimiento que tú seguramente desprecias. Pero ahí está.

Girando sobre sus talones, salió del dormitorio.

Las sienes le latían con violencia. Los pensamientos se atropellaban en su mente.

¿Antipatía? ¿Odio? Sí, es cierto. ¿Me alegraría su muerte? ¡Dios mío! Sí. Me sentiría como un recién salido de la cárcel. ¡Qué fastidiosa es la vida! ¡Cuando la conocí en el Do It Now, qué muchacha tan adorable me pareció! ¡Tan guapa, tan encantadora! ¡Locuras de juventud! Me volví loco, me sorbió el seso. Me parecía ver en ella reunidas todas las prendas que adornan a una mujer y, no obstante, ya era lo que es ahora: rencorosa, vulgar, viciosa, tonta... ni guapa me parece ya.

Silbó a un spaniel, el cual levantó la cabeza para mirarle con adoración.

—Mi buena Betsy —exclamó Horbury, frotándole las orejas. Y pensó: No es justo llamar perra a una mujer. Una perrita como tú, Betsy, vale más que todas las mujeres que he conocido.

Embutiéndose en la cabeza un viejo sombrero de pescador, salió de la casa en compañía de su perra Betsy.

Un paseo por su vasta propiedad le calmó poco a poco los nervios. Cariñosamente, palmeó a su caballo preferido en el cuello, cruzó unas palabras con un mozo de cuadra, llegó a la granja y estuvo un rato charlando con la mujer del granjero. Caminaba por un sendero estrecho con Betsy tras sus talones, cuando se topó con Venetia Kerr a caballo de su yegua baya.