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—En Antibes —señaló la del cabello castaño, mirando a su vez con el más franco interés.

—¡Qué suerte! —exclamó Jane con fingido entusiasmo—. Dígame, ¿quiere lavar y secar, o desea teñirse antes?

La aludida se distrajo un momento de la contemplación de la chica para examinar su pelo.

—Creo que podría pasar otra semana. ¡Dios mío! ¡Parezco un esperpento!

—Y bien, querida —comentó la amiga—, ¿qué quieres parecer a estas horas de la mañana?

—¡Ah! Espere a que monsieur Georges acabe con usted —la animó Jane.

—Dígame —preguntó la señora, volviendo a observarla con interés—: ¿no es usted la muchacha que prestó declaración ayer en la encuesta judicial, la que iba de pasajera en ese avión?

—Sí, madam.

—¡Qué emocionante!, ¿verdad? Cuéntemelo todo.

Jane hizo cuanto pudo por complacerla.

—¡Ah! Señora, aquello fue realmente espantoso.

Interrumpía su relato para contestar las preguntas que se le hacían. ¿Cómo era la víctima? ¿Era cierto que viajaban en el avión dos policías franceses y aquel caso era una ramificación del escándalo del gobierno francés? ¿Iba también lady Horbury? ¿Era tan bella como todo el mundo decía? ¿Quién creía Jane que había cometido el asesinato? ¿Era verdad que el gobierno echaba tierra sobre el asunto?

Este interrogatorio no fue más que el prólogo de muchos otros del mismo estilo. Todas las señoras querían los servicios de la muchacha que estuvo en el avión, todas querían decirle a sus amigas: «Querida, es extraordinario. La empleada de mi peluquero es la muchacha... Sí, yo que tú iría, pues te peinan admirablemente.... Jane, como se llama esa chica, es lindísima, con unos ojos muy grandes... Te lo contará encantada, si se lo pides».

Pero al cabo de una semana, Jane no podía ya con sus nervios. Llegó a pensar que, si tuviera que volver a contar lo que pasó, no podría contenerse y se echaría a gritar o a golpear a la impertinente de turno con el secador.

No obstante, prefirió calmarse de otro modo. Y finalmente se presentó a monsieur Antoine a quien, con todo descaro, le pidió un aumento de sueldo.

—¿Esas tenemos? ¿Cómo se atreve a pedirme un aumento cuando solo por mi buen corazón tolero que siga en mi casa pese a haberse visto complicada en un asesinato? Muchos, menos bondadosos, la hubieran echado inmediatamente.

—No me venga con esas —replicó Jane—. Bien sabe usted que atraigo nueva clientela. Si quiere que me vaya, dígamelo. Será muy fácil que me den en Richet, o en cualquier otra casa, lo que le pido a usted.

—¿Y quién sabrá que está usted allí? ¿Qué importancia tiene usted?

—En la encuesta judicial conocí a unos periodistas. Cualquiera de ellos publicará mi cambio de establecimiento y me proporcionará toda la publicidad necesaria.

Sabiendo que esto era muy posible, monsieur Antoine accedió, aunque a regañadientes, a la petición de Jane. Gladys elogió la decisión de su amiga.

—Bien hecho, querida. Ese judío no ha podido contigo en esta ocasión. Si las muchachas no enseñásemos los dientes de vez en cuando, no sé adonde iríamos a parar. Has demostrado tener valor, querida, y por eso te admiro.

—Sé defenderme —aseguró Jane, levantando la barbilla en actitud de reto—. Durante toda mi vida he tenido que luchar.

—Muy valiente —reconoció Gladys—, pero cumple con ese judío de Andrew, que él te respetará más adelante. Las delicadezas no sirven para nada en la vida.

Desde aquel día, Jane repetía la misma historia con ligeras variantes, como una actriz repite cada día su papel en el escenario.

La cena y teatro concertados con Norman Gale tuvieron efecto a su debido tiempo. Fue una de esas noches encantadoras en que cada palabra y cada confidencia eran la revelación de una mutua simpatía y de gustos comunes.

Los dos amaban a los perros y detestaban a los gatos, odiaban las ostras y se entusiasmaban con el salmón ahumado; admiraban a Greta Garbo y criticaban a Katharine Hepburn; odiaban a las mujeres gordas y preferían las morenas; sentían desprecio por las uñas demasiado rojas, les molestaban los que alzaban la voz al hablar, los restaurantes ruidosos y la música de jazz. Y preferían los autobuses al metro.

Parecía un milagro que dos personas tuviesen tantos gustos comunes.

Un día, al abrir Jane el bolso en la peluquería de Antoine, dejó caer una carta de Norman. Al recogerla un poco ruborizada, oyó que Gladys decía a su lado:

—¿Quién es tu novio, querida?

—No sé qué quieres decir —replicó Jane, poniéndose aún más colorada.

—¡No me digas! Bien se ve que esa carta no es del tío de tu madre. No nací ayer, Jane. ¿Quién es él?

—Un... un chico que conocí en Le Pinet. Es dentista.

—¡Un dentista! —exclamó Gladys con un ligero tono de disgusto—. Supongo que lucirá unos dientes blanquísimos y que sabrá sonreír.

Jane se vio obligada a admitir que así era.

—Es un chico bronceado, de ojos azules.

—Cualquiera puede adquirir un buen bronceado —comentó Gladys—. Basta una temporada en la playa o un frasco de tinte adquirido en la farmacia. Los ojos están bien si son azules. ¡Pero dentista! Cuando vaya a besarte, creerás que te pide: «Haga el favor de abrir un poco más la boca».

—No seas idiota, Gladys.

—No te lo tomes tan a pecho, querida. Ya veo que te has molestado. Sí, señor Henri, voy al instante. ¡Qué hombre tan antipático! Nos manda a todas como si fuese su señoría el almirante.

La carta era una invitación a cenar la noche del sábado. Cuando, aquel mediodía, Jane recibió su aumento de sueldo, sintió que la embargaba la alegría.

¡Y pensar lo muy preocupada que estaba yo cuando volvía aquel día en el avión! Todo me ha salido estupendamente. Digan lo que digan, la vida es una maravilla.

Tan alegre estaba que, para celebrarlo, decidió comer en el Corner House para gozar de un poco de música durante el almuerzo.

Se sentó a una mesa para cuatro, ocupada ya por una señora de mediana edad y un muchacho. La señora estaba acabando su almuerzo y, al sentarse Jane, pidió la cuenta, recogió un sinnúmero de paquetes y se fue.

Jane, siguiendo su costumbre, leía una novela mientras comía. Al levantar la mirada mientras pasaba una página, vio que el chico que se sentaba frente a ella la observaba fijamente y, al momento, notó que aquel rostro no le era desconocido.

En aquel mismo instante, el joven saludó con una inclinación de cabeza.

—Perdone, mademoiselle, ¿no me reconoce usted?

Jane observó su rostro con más atención. Parecía un buen chico, más atractivo por la viveza de sus rasgos que por la armonía de sus facciones.

—Es cierto que no nos han presentado —prosiguió el muchacho—, a no ser que equivalga a una presentación el hecho de coincidir en el lugar en que se comete un crimen, o después, al declarar ambos ante el mismo tribunal.

—Claro que sí—reconoció Jane—. ¡Qué torpe soy! Ya me parecía a mí que le conocía. Es usted...

—Jean Dupont —aclaró él haciendo una pequeña reverencia algo cómica.

Recordó una frase que Gladys solía repetir acaso con indebida delicadeza:

«Si te pretende un hombre, seguro que aparece otro más. Es una ley natural. A veces hasta tres o cuatro».

Jane había llevado siempre una austera vida de trabajo (igual a la descripción que se hace siempre de las chicas desaparecidas). Jane había sido una muchacha lista y divertida, pero sin amigos conocidos. Ahora parecía que los hombres acudían a ella como las moscas a la miel. No había duda de que la cara de Jean Dupont mostraba algo más que un interés meramente cortés. Se le veía encantado de hallarse sentado delante de Jane. Más que encantado, entusiasmado.

Pero es francés, pensó Jane con cierto recelo. Hay que estar muy alerta con los franceses. Todos van a lo mismo.

—¿De modo que está usted todavía en Inglaterra? —preguntó luego, maldiciendo en silencio la estupidez de su pregunta.