—Sí. Mi padre ha ido a Edimburgo a dar allí una conferencia y hemos visitado a algunos amigos. Pero mañana volvemos a Francia.
—Ya comprendo.
—¿Aún no ha detenido a nadie la policía?
—No, ni siquiera lo mencionan los periódicos estos días. Tal vez han abandonado el asunto.
Jean Dupont meneó la cabeza.
—No lo crea. No lo han abandonado. Trabajan en silencio, en secreto.
—No me diga eso —rogó Jane intranquila—, que se me hiela la sangre en las venas.
—Es cierto, no es muy agradable recordar que se ha estado muy cerca de donde se ha cometido un crimen. Yo aún estaba más cerca que usted. A veces, me estremezco al pensarlo.
—¿Quién cree usted que cometió el crimen? —preguntó Jane—. Yo he pensado mucho en eso.
Dupont se encogió de hombros.
—Yo no fui. ¡Era demasiado fea!
—Bueno, me parece que antes mataría usted a una fea que a una guapa.
—De ningún modo. De una mujer hermosa, puede enamorarse uno y, si ve que no le corresponde o le asaltan los celos, quizá pierda la cabeza y piense: La mataré. Será una satisfacción.
—¿Y es una satisfacción?
—Eso, mademoiselle, no lo sé, porque no lo he probado aún —Se echó a reír y luego meneó la cabeza—. Pero ¿quién se iba a molestar en matar a una mujer como Giselle?
—Es un modo de verlo —admitió Jane frunciendo el entrecejo—. Es terrible pensar que, a lo mejor, fue joven y hermosa en su juventud.
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó él ya más serio—. La gran tragedia de la vida es que las mujeres envejezcan.
—Parece usted muy preocupado por las mujeres bien parecidas.
—Claro. Eso es lo más interesante que depara la vida. A usted le sorprende porque es inglesa. Un inglés piensa ante todo en su trabajo o en sus negocios, luego en sus deportes y, después, mucho después, en su esposa. Sí, sí, es tal como le digo. Figúrese que en un humilde hotel de Siria había un inglés cuya mujer enfermó de pronto. Él tenía que hallarse en un determinado día en no sé qué parte de Irak. Eh bien, ¿querrá usted creer que dejó sola a su mujer para acudir a su cita a tiempo? Y tanto a él como a su mujer aquello les pareció lo más natural, que era lo más noble, lo más abnegado. Pero una mujer, un ser humano, debe ser lo primero. Cumplir con el trabajo es menos importante.
—No lo sé —admitió Jane—. Supongo que el trabajo es lo primero para cualquiera.
—Pero ¿por qué? ¡Vaya, usted tiene el mismo punto de vista! Trabajando gana uno dinero. Descansando y atendiendo a una mujer, lo gasta. De modo que el último es un ideal más noble que el primero.
Jane se echó a reír.
—Bien, en cuanto a mí, preferiría que me considerasen como un objeto de lujo y de recreo a que me tuvieran por un deber prioritario. Prefiero que un hombre lo pase bien a mi lado a que me vea como un deber que hay que cumplir.
—Nadie, mademoiselle, sería capaz de sentir eso con usted.
Jane se ruborizó ante la seriedad del tono del joven, que se apresuró a añadir:
—Solo había estado una vez en Inglaterra. El otro día, durante la encuesta, fue muy interesante para mí poder examinar detenidamente a tres mujeres tan jóvenes como encantadoras, pero tan distintas entre sí.
—¿Qué pensó usted de nosotras? —preguntó Jane con interés.
—¿De lady Horbury? ¡Bah! Conozco muy bien a ese tipo de mujer. Es muy exótica, una mujer cara. Es de esas señoras que se ven en la mesa de bacarrá, de cara flácida y expresión dura, que da una idea de lo que será al cabo de diez o quince años. No viven más que para darse la gran vida o tal vez para tomar drogas. Au fond, ¡no tiene el menor interés!
—¿Y la señorita Kerr?
—¡Ah! Es muy inglesa. Es de esas a quien los tenderos de la Riviera concederían un crédito ilimitado. Son muy perspicaces nuestros tenderos. Sus ropas son de un corte irreprochable, pero parecen de hombre. Camina como si el mundo le perteneciera. No es consciente de esto: sencillamente es inglesa. Sabe de qué parte del país es todo el mundo. Es cierto. A una mujer así le oí decir en Egipto: «¡Cómo! ¿Aquí están también los Fulánez? ¿Los Fulánez de Yorkshire? ¡Oh, los Fulánez de Shropshire!».
Imitaba bien el acento. Jane se echó a reír.
—Y luego yo —señaló Jane.
—Y luego usted. Y yo me dije: ¡Pero qué bien, qué requetebién si volviese a toparme con ella algún día! Y heme aquí, delante de usted. A veces los dioses disponen muy bien las cosas.
—Es usted arqueólogo, ¿verdad? ¿Hace excavaciones?
Jane escuchó con gran atención el relato que Jean Dupont le hizo de su trabajo y, finalmente, le interrumpió lanzando un suspiro:
—Ha estado usted en tantos países. ¡Cuántas cosas habrá visto! ¡Me parece tan fascinante! ¡Yo nunca he estado en ningún sitio, ni he visto nada!
—¿Le gustaría ir a países remotos y exóticos? No podría ondularse el pelo: recuérdelo.
—Se me ondula solo —aclaró Jane riendo satisfecha.
Tras echar una ojeada al reloj de pared se apresuró a pedir la cuenta.
Jean Dupont, un tanto embarazado, se decidió:
—Mademoiselle, no sé si hago bien en atreverme... Como ya le he dicho, vuelvo a Francia mañana. Si quisiera usted cenar conmigo esta noche...
—¡Qué lástima! No puedo. Esta noche tengo un compromiso.
—¡Ah! Lo siento mucho, muchísimo. ¿Volverá usted pronto a París?
—No, no lo creo.
—¡Tampoco sé yo cuándo regresaré a Londres! ¡Qué pena!
Retuvo un buen rato la mano de Jane en la suya.
—Deseo con toda mi alma volver a verla —le aseguró en un tono de absoluta sinceridad.
Capítulo XIV
En Muswell Hill
Aproximadamente cuando Jane salía de la peluquería de Antoine, Norman Gale estaba diciendo en un tono amable y profesionaclass="underline"
—Temo que esté demasiado sensible. Avíseme si le hago daño.
Sus manos expertas manejaban la fresa eléctrica con suma pericia.
—Bueno. Ya lo tenemos. ¿Señorita Ross?
La señorita Ross se le acercó inmediatamente batiendo una mezcla blancuzca en un bol.
Norman Gale acabó el empaste.
—Déjeme ver: ¿puede venir el martes?
La paciente se enjuagó la boca apresuradamente para meterse en una prolija explicación. Lo sentía mucho, tenía que salir de Londres y tenía que cancelar su próxima cita. Ya le avisaría a su regreso.
Salió disparada del consultorio.
—Bueno —exclamó Gale—, hemos terminado por hoy.
—Lady Higginson ha telefoneado diciendo que no le será posible venir el día que le asigné para la semana próxima —le informó la señorita Ross—. ¡Ah! Y el coronel Blunt tampoco puede venir el jueves.
Norman Gale asintió. Sus facciones se endurecieron.
Cada día se repetía la misma historia. La gente llamaba para anular la cita que tenía señalada, aduciendo toda clase de excusas: que si iban a ausentarse, que si se habían resfriado, que si no estarían en Londres...
Poco importaban los pretextos. La única razón que todos ocultaban Norman acababa de verla reflejada claramente en la expresión de espanto de su última cliente cuando él empuñó la fresa.
Hubiera podido describir los pensamientos de aquella mujer, tan claramente se leía en su rostro el pánico.
«¡Oh, querida! Pues claro que estaba él en el avión cuando mataron a aquella mujer. Me pregunto si... Dicen que hay tipos que pierden la cabeza y les da por cometer los crímenes más horrendos. Realmente no me sentía segura. ¿Quién me asegura que ese hombre no sea un maníaco homicida? He oído decir que apenas se distinguen de los demás. Siempre me pareció que había algo raro en su mirada.»
—Bien, me parece que vamos a tener una semana muy tranquila, señorita Ross.