—Entre plátano y plátano, como quien dice.
—Entre plátano y plátano. Eso está muy bien —confirmó el señor Clancy riendo entre dientes.
—Tiene usted una gran ventaja como escritor, monsieur —observó Poirot—. Puede desahogar sus sentimientos con la palabra escrita. Tiene usted la fuerza de su pluma contra sus adversarios.
El señor Clancy se acomodó suavemente en su silla.
—¿Sabe usted que empiezo a creer que este asesinato va a ser una suerte para mí? Estoy escribiendo todo exactamente como pasó, aunque en forma de novela, claro está, y lo titularé El caso del avión de pasajeros. Con retratos perfectos de todos ellos. Se venderá como churros, si consigo sacarlo a tiempo.
—¿No será perseguido por calumnias o algo así? —preguntó Jane.
El señor Clancy le dirigió una mirada sonriente.
—No, no, mi querida señorita. Claro que si atribuyese el asesinato a uno de los pasajeros, podría verme perseguido por daños y perjuicios. Pero eso será precisamente la parte más interesante: la más inesperada solución se dará en el último capítulo.
Poirot se inclinó hacia delante, muy interesado.
—¿Y qué solución piensa usted dar?
El señor Clancy volvió a reír entre dientes.
—Ingeniosa. Ingeniosa y sensacional. Disfrazada de piloto, entra en el avión una muchacha en Le Bourget y logra ocultarse, sin que nadie la vea, bajo el asiento de madame Giselle. Lleva consigo una botella de un nuevo gas. Lo deja escapar y todo el mundo pierde el conocimiento durante tres minutos. Ella sale del escondite, arroja la flecha envenenada y se lanza al espacio con paracaídas por la puerta trasera del avión.
Jane y Poirot pestañearon.
—¿Cómo es que a ella no le hace perder también el conocimiento ese gas? —preguntó Jane.
—Usa careta antigás —explicó el señor Clancy.
—¿Y se tira sobre el canal de la Mancha?
—No es preciso que sea el Canal. La haré descender sobre la costa de Francia.
—Pero, de todos modos, es imposible que nadie se esconda bajo un asiento. No hay bastante espacio.
—En mi avión, lo habrá —aseguró el señor Clancy con firmeza.
—Épatant! —exclamó Poirot—. ¿Y el motivo que movió a esa dama?
—Aún no lo tengo bien decidido —explicó Clancy reflexivamente—. Probablemente, la muchacha quiso vengarse de Giselle por haber causado la ruina de su amante, que se suicidó.
—¿Y de dónde sacó el veneno?
—Este punto es el más ingenioso —explicó Clancy—. La muchacha es una encantadora de serpientes y extrae el veneno de su pitón favorita.
—Mon Dieu!—exclamó Hércules Poirot—. ¿No cree usted que eso resulta un poco demasiado sensacionalista?
—No puedo escribir nada que sea demasiado sensacionalista —contestó con firmeza el señor Clancy—, y menos después de haberme tropezado con dardos envenenados de los indios sudamericanos. Ya sé que en realidad se utilizó veneno de serpiente, pero en el fondo es lo mismo. Además, no pretenderá usted que en una novela policíaca pasen las cosas exactamente igual que en la vida real. No hay más que leer los periódicos, insípidos hasta que se te caen de las manos.
—Vamos, monsieur, ¿le parece a usted que nuestro asunto se cae de las manos?
—No —convino el señor Clancy—. A veces, hasta pienso que no ha sucedido realmente.
Poirot acercó su crujiente asiento a su anfitrión y le dijo en tono confidenciaclass="underline"
—Monsieur Clancy, es usted un hombre de talento y de imaginación. La policía, como usted dice, le mira con recelo, no ha solicitado su opinión y su consejo. Pero yo, Hércules Poirot, deseo consultarle.
El señor Clancy se ruborizó de satisfacción.
—Es usted muy amable.
—Ha estudiado usted criminología y su opinión será valiosa. Tengo sumo interés en saber quién, en opinión de usted, cometió el crimen.
—Bien. —el señor Clancy vaciló, cogió maquinalmente un plátano y empezó a comérselo. Cuando hubo acabado, meneó la cabeza pensativamente y respondió—: Usted comprenderá, monsieur Poirot, que eso es una cosa completamente distinta. El que escribe puede elegir como autor del crimen a la persona que le convenga, pero en la realidad es una persona determinada y uno no puede barajar los hechos a su capricho. Temo que en la vida real yo sería un pésimo detective.
Meneó la cabeza con tristeza y echó la piel de plátano al fuego.
—¿No le parece que sería entretenido estudiar el caso juntos?
—¡Oh! Eso sí.
—Para empezar, suponiendo que tuviera usted que adivinar el autor del crimen, ¿a quién elegiría?
—¡Ah! Bien, yo creo que a uno de los dos franceses.
—¿Por qué?
—Porque ella era francesa. Y es lo que me parecía más probable. Además, se sentaban al otro lado, muy cerca de la víctima. Pero realmente no lo sé.
—Eso, en gran parte —advirtió con suficiencia Poirot—, depende del motivo.
—Claro, claro. Supongo que habrá usted clasificado científicamente todos los motivos.
—Soy muy anticuado en mis métodos. Me atengo al antiguo adagio: busca a quién beneficia el crimen.
—Eso está muy bien —asintió el señor Clancy—, pero opino que es algo difícil en este caso. Hay una hija que hereda, según tengo entendido. Pero son muchas las personas que iban en el avión que pueden salir beneficiadas con el crimen, todas las que le debiesen un dinero que ya no tendrían que devolver.
—Cierto —aceptó Poirot—. Y aún puedo imaginar otras soluciones. Supongamos que madame Giselle conociera algún secreto, un asesinato frustrado, por ejemplo, cometido por una de esas personas.
—¿Un asesinato frustrado? ¿Por qué eso precisamente? ¡Qué idea tan curiosa!
—En casos tan extraños como este, hay que suponerlo todo.
—¡Ah! Pero no basta suponerlo. Hay que saberlo.
—Tiene usted razón, tiene usted razón. Una advertencia muy justa.
Luego Poirot insinuó a bocajarro:
—Le ruego me disculpe, pero esta cerbatana que usted compró...
—¡Maldita cerbatana! —exclamó el señor Clancy—. ¡Ojalá nunca la hubiera mencionado!
—¿Dijo usted que la compró en una tienda de Charing Cross? ¿Recuerda por casualidad el nombre de la tienda?
—¡Ah! Tal vez sea Absolom o Mitchell & Smith. No me acuerdo. Pero ya le he dicho todo esto a ese inspector latoso. A estas horas, ya debe de haberlo comprobado.
—Bien, pero yo lo pregunto por otra razón. Deseo adquirir un chisme de esos para hacer un experimento.
—¡Ah! Ya comprendo. Pero no creo que encuentre usted lo que busca. Esos objetos no se fabrican en serie, ya sabe usted.
—De todos modos, puedo intentarlo. ¿Será usted tan amable, señorita Grey, de tomar nota de esos dos nombres?
Jane abrió su cuaderno y trazó, con una soltura profesional, unos cuantos signos. Luego, como si se entretuviese con el lápiz, escribió los nombres en el reverso de la hoja, por si le hacía falta recordarlos en caso de que las instrucciones de Poirot fueran sinceras.
—Y ahora —concluyó Poirot—, ya le he robado demasiado tiempo. No tengo más que despedirme, dándole mil gracias por su amabilidad.
—No hay de qué, no hay de qué. Me gustaría que comiesen ustedes un plátano.
—Es usted muy amable.
—Nada de eso. Debo confesarles que estoy muy contento esta noche. Me había atascado en un relato corto que estoy escribiendo. La cosa no marchaba, no encontraba un nombre apropiado para el delincuente. Buscaba algo que tuviera cierto sabor. Pues bien, es cuestión de un poco de suerte, y esta noche encontré lo que buscaba sobre la puerta de una carnicería: Pargiter. Ese es el nombre que me hacía falta. Suena bien al oído y sugiere algo. Además, al cabo de cinco minutos, solucioné otro problema. Siempre hay nudos que desatar en una historia: ¿por qué no habla la muchacha? El chico quiere que hable y ella asegura que tiene los labios sellados. Nunca se encuentra una razón aceptable, claro está, para que una muchacha no lo cuente todo de sopetón, pero uno está obligado a idear algo mejor que una solemne idiotez. ¡Por desgracia, cada vez tiene que ser algo diferente!