Sonrió mirando a Jane.
—¡Las pruebas por las que ha de pasar un escritor!
Se apartó para acercarse a una librería.
—Me permitirán, al menos, que les dé una cosa.
Volvió con un libro en la mano.
—El caso del pétalo escarlata. Creo que ya conté en Croydon que este libro trata de flechas indígenas envenenadas.
—Muchas gracias. Es usted muy amable.
—Nada de eso. Ya veo —advirtió de pronto, dirigiéndose a Jane—, que no usa usted el sistema taquigráfico de Pitman.
Jane se ruborizó hasta las orejas. Poirot corrió en su ayuda.
—La señorita Grey es muy moderna. Usa un sistema más reciente inventado por un checoslovaco.
—¿Qué le parece? Ha de ser un país sorprendente, Checoslovaquia. Todo parece venir de allí, zapatos, cristalería, guantes, y solo faltaba un sistema de taquigrafía. ¡Es sorprendente!
Estrechó la mano a los dos.
—Me gustaría haberle podido ser más útil.
Lo dejaron en mitad de la desordenada sala, sonriendo pensativamente tras ellos.
Capítulo XVI
Plan de campaña
Frente a la puerta del señor Clancy, subieron a un taxi que los llevó al Monseigneur, donde se reunieron con Norman Gale.
Poirot encargó un consommé y un chaud-froid de pollo.
—¿Y bien? —preguntó Norman—, ¿cómo les ha ido?
—La señorita Grey ha representado a la perfecta secretaria.
—No creo haberlo hecho muy bien —protestó Jane—. Se fijó en mis garabatos cuando pasó por detrás de mí. Ese hombre debe ser muy observador.
—¡Ah! ¿Lo ha notado usted? Nuestro buen amigo el señor Clancy no es tan distraído como podría uno imaginarse.
—¿Deseaba usted realmente tener estas señas? —preguntó ella.
—Creo que pueden ser útiles, sí.
—Pero si la policía...
—¡Oh! ¡La policía! Yo no preguntaré lo que la policía habrá preguntado. Y tengo mis dudas de que haya hecho alguna pregunta. Ya saben que la cerbatana hallada en el avión fue adquirida en París por un norteamericano.
—¿En París? ¿Por un norteamericano? ¡Pero si no había ningún norteamericano en el avión!
Poirot le sonrió con benevolencia.
—Precisamente. Ahora aparece un norteamericano para complicar las cosas. Voila tout.
—Pero ¿la compró un hombre? —preguntó Norman.
Poirot lo miró con extraña expresión.
—Sí —contestó—, la compró un hombre.
Norman se mostró sorprendido.
—De todos modos —señaló Jane—, no fue el señor Clancy. Este ya tenía una y no necesitaba otra para nada.
Poirot asintió.
—Así es como hay que proceder. Se sospecha de todos por turno y luego se tacha su nombre de la lista.
—¿Cuántos nombres ha tachado usted? —preguntó Jane.
—No tantos como podría figurarse, mademoiselle —contestó Poirot guiñando un ojo—. Eso depende del motivo, ¿sabe usted?
—¿Se han encontrado...? —Norman Gale se contuvo, y añadió a modo de excusa—: No quiero inmiscuirme en secretos oficiales, pero ¿no hay datos de los negocios de esa mujer?
Poirot meneó la cabeza.
—Todos los documentos han sido quemados.
—Es una lástima.
—Evidemment! Pero parece que madame Giselle mezclaba un poco de chantaje con su profesión de prestamista, y esto amplía el campo de las conjeturas. Supongamos, por ejemplo, que madame Giselle tuviese pruebas de cierto acto criminal, pongamos por ejemplo, de un intento de asesinato.
—¿Hay algún motivo para suponer semejante cosa?
—Ya lo creo —contestó Poirot con calma—. Es una de las pocas pruebas documentales que tenemos en este caso.
Tras observar detenidamente la expresión de interés de la pareja, lanzó un suspiro.
—Bueno, eso es todo. Hablemos de otra cosa, por ejemplo, del efecto que ha producido en la vida de ustedes dos esta tragedia.
—Es horrible decirlo, pero yo he salido muy beneficiada —contestó Jane. Contó su aumento de sueldo.
—Como usted dice, mademoiselle, ha salido beneficiada, pero probablemente ese beneficio será transitorio. Esa admiración que despierta su relato no durará más que una semana. Téngalo presente.
—Es cierto —exclamó Jane riendo.
—Me temo que, en mi caso, el efecto durará más de una semana —observó Norman.
Explicó su situación. Poirot le escuchaba compasivo.
—Como usted dice —advirtió pensativo—, eso durará más de siete días. Puede durar semanas y meses. Los golpes de efecto duran poco, pero el miedo persiste durante largo tiempo.
—¿Le parece a usted que debo abandonar mi consultorio?
—¿Tiene usted otro plan?
—Sí, liquidarlo todo. Largarme al Canadá o a cualquier parte y empezar de nuevo.
—Eso sería una lástima —señaló Jane con firmeza.
Norman la miró. Con sumo tacto, Poirot se enfrascó con el pollo.
—No es que yo desee hacerlo —protestó Norman.
—Si yo descubro quién mató a Madame Giselle, usted no tendrá que irse —le aseguró Poirot, animándole.
—¿Cree usted que lo conseguirá? —preguntó Jane.
Poirot le dirigió una mirada de reproche.
—Si se estudia un problema con orden y método, no debe haber dificultad alguna para resolverlo, ninguna en absoluto —afirmó Poirot severamente.
—Ya comprendo —aseguró Jane sin comprender nada.
—Pero yo llegaré a la solución de este problema con más rapidez si me ayudan —aseguró Poirot.
—¿Qué clase de ayuda?
Poirot guardó silencio unos instantes.
—La ayuda del señor Gale. Y, tal vez después, la ayuda de usted.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Norman.
—No le gustará —le advirtió.
—¿De qué se trata? —insistió el muchacho, impaciente.
Delicadamente, para no ofender la sensibilidad de un inglés, Poirot se entretuvo con un mondadientes.
—Francamente, lo que necesito es un chantajista.
—¡Un chantajista! —exclamó Norman, mirando a Poirot como quien no da crédito a sus oídos.
Poirot asintió.
—Eso precisamente: un chantajista.
—¿Y para qué?
—Parbleu! Para chantajear a alguien.
—Sí, pero quiero decir ¿a quién? ¿Por qué?
—¿Por qué? Eso es cosa mía. En cuanto a quién... —hizo una pausa y luego prosiguió hablando como quien propone un negocio normal—: Le explicaré en pocas palabras cuál es mi plan. Escribirá usted una carta a la condesa de Horbury. Es decir, la escribiré yo, y usted la copiará. Debe hacer constar que es «personal». En la carta le pedirá una entrevista. Le recordará usted el viaje que hizo a Inglaterra en cierta ocasión. Se referirá también a ciertos negocios realizados con madame Giselle, negocios que han pasado a sus manos.
—Y luego, ¿qué?
—Luego le concederá a usted una entrevista. Irá usted a verla y le dirá ciertas cosas. Ya le daré las debidas instrucciones. Le exigirá... déjeme pensar... diez mil libras.
—¡Está usted loco!
—En absoluto —rechazó Poirot—. Seré todo lo raro que usted quiera, pero no loco.
—Y, si lady Horbury avisa a la policía, me meterán en la cárcel.
—No llamará a la policía.
—Usted no lo sabe.
—Mon cher, hablando en plata, yo lo sé todo.
—No obstante, no me gusta.
—No hace falta que se quede usted con las diez mil libras, si es que eso lo que ha de pesar en su conciencia —señaló Poirot con un guiño.