—Sí, pero usted comprenderá, monsieur Poirot, que es una misión que puede arruinar mi vida.
—Ta... ta... ta... la dama no avisará a la policía, se lo aseguro yo.
—Puede decírselo a su marido.
—No se lo dirá.
—Esto no me gusta.
—¿Le gusta perder su clientela y estropear su carrera?
—No, pero...
Poirot le sonrió amablemente.
—Siente usted una repugnancia natural, ¿verdad? Era de esperar. Usted es todo un caballero, pero le aseguro que lady Horbury no merece ser objeto de tan delicados sentimientos. Para decirlo más claramente, es una buena arpía.
—De todos modos, no puede ser una asesina.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque nosotros la habríamos visto. Jane y yo estábamos justo al otro lado del pasillo.
—Es usted un hombre lleno de prejuicios. Pero yo deseo resolver el asunto y, para eso, tengo que saber.
—No me gusta la idea de chantajear a una mujer.
—¡Ah, mon Dieu, hay que ver lo que conllevan ciertas palabras! No habrá chantaje. Solo tendrá usted que producir un determinado efecto. Luego, cuando usted haya preparado el terreno, me presentaré yo.
—Si por su culpa me meten en la cárcel...
—Que no, que no. Me conocen muy bien en Scotland Yard. Si sucediera algo, yo me haría responsable. Pero no pasará nada, sino lo que le he dicho.
Norman se rindió lanzando un suspiro de resignación.
—Está bien. Lo haré, pero no me gusta ni pizca.
—Bueno. Le diré lo que tiene que escribir. Coja un lápiz.
Le dictó la carta despacio.
—Voila. Luego le daré instrucciones sobre lo que debe decir. Dígame, mademoiselle, ¿va usted alguna vez al teatro?
—Sí, con frecuencia —contestó Jane.
—Bien. ¿Ha visto, por ejemplo, una comedia titulada En lo más profundo?
—Sí, la vi hace cosa de un mes. Está bastante bien.
—Es una comedia norteamericana, ¿verdad?
—Sí.
—¿Recuerda usted el papel de Harry, representado por el señor Raymond Barraclough?
—Sí. Lo hacía muy bien.
—Le es simpático ese actor, ¿no es cierto?
—Es arrebatador.
—¡Ah! Il est sex appeal?
—Por completo —confirmó Jane riendo.
—¿No es más que eso, o es también un buen actor de teatro?
—¡Oh! Me gusta mucho su manera de trabajar.
—Tendré que ir a verle —señaló Poirot.
Jane le miró sorprendida. ¡Qué hombrecillo tan raro era aquel belga, saltando de un asunto a otro como un pajarito de rama en rama!
Tal vez él leía sus pensamientos, porque le sonrió, diciendo:
—¿No está de acuerdo conmigo, mademoiselle? ¿No aprueba mis métodos?
—Da usted muchos saltos.
—No es eso. Sigo mi camino con orden y método, paso a paso. No hay que lanzarse nunca de un salto a una conclusión. Hay que ir eliminando.
—¿Eliminando? ¿Eso es lo que usted hace? —preguntó Jane. Pensativa, prosiguió—: Ya veo. Ha eliminado usted al señor Clancy.
—Tal vez —respondió Poirot.
—Y nos ha eliminado a nosotros, y ahora acaso se propone eliminar a lady Horbury. ¡Oh!
Calló, como si se le ocurriera una idea terrible.
—¿Qué le pasa, mademoiselle?
—Eso que ha dicho usted de un intento de asesinato. ¿Es una prueba?
—Es usted muy perspicaz, mademoiselle. Sí, forma parte de la pista que persigo. Hablo del intento de asesinato y observo al señor Clancy, la observo a usted, observo al señor Gale, y en ninguno de los tres descubro el menor cambio, ni un leve pestañeo. Y permita que le diga que no se me puede engañar en eso. Un asesino puede estar preparado para afrontar cualquier ataque previsto. Pero esta anotación en un librito no podía ser conocida por ninguno de ustedes. De modo que, ya ve usted, estoy satisfecho.
—Pero es usted una persona horrible, monsieur Poirot —exclamó Jane—. No comprendo por qué tiene que decir estas cosas.
—Muy sencillo. Porque necesito averiguar cosas.
—Supongo que tendrá usted unos medios muy ingeniosos para averiguarlas.
—No hay más que una manera.
—¿Y cuál es?
—Dejar que la gente se las diga a uno.
Jane se echó a reír..
—¿Y si se las quieren callar?
—A todo el mundo le gusta hablar de sí mismo.
—Supongo que sí —convino Jane.
—Así es como ha hecho fortuna más de un curandero. Invitan al paciente a que se siente y les cuente cosas. Que si se cayó del cochecito a los dos años, que si su madre, comiendo fruta, se manchó el vestido un día, que si al año y medio tiraba a su padre de las barbas. Y luego el curandero le dice que ya no sufrirá más de insomnio y pide dos guineas, y el paciente se va muy contento, contentísimo, y quizá duerma bien aquella noche.
—¡Qué ridículo!
—No, no es tan ridículo como usted se figura. Se basa en una necesidad fundamental de la naturaleza humana, en la necesidad de hablar, de revelarse uno a los demás. A usted misma, mademoiselle, ¿no le gusta recordar su infancia, recordar a sus padres?
—Eso no tiene el menor sentido en mi caso. Crecí en un orfanato.
—¡Ah! Eso es diferente. No es agradable.
—¡Oh! No era uno de esos orfanatos tétricos que sacan a los niños a pasear con ropitas del mismo color y hechura. Era uno muy alegre y divertido.
—¿Era en Inglaterra?
—No, en Irlanda, cerca de Dublín.
—Así pues, es usted irlandesa. Por eso tiene ese pelo rojo y esos ojos gris azulado, con esa mirada...
—Como si se los hubieran pintado con los dedos tiznados —acabó Norman alegremente.
—Comment? ¿Qué ha dicho usted?
—Es un dicho sobre los ojos irlandeses. Dicen que se los han pintado con los dedos tiznados.
—¿De veras? No es muy elegante, pero lo expresa muy bien —Se inclinó hacia Jane—. El efecto es muy hermoso, mademoiselle.
Jane se rió al levantarse.
—Usted me lleva de cabeza, monsieur Poirot. Buenas noches y gracias por la cena. Y tendrá que invitarme otra vez, si Norman va a la cárcel por chantajista.
El rostro de Norman se ensombreció al oír aquello.
El detective se despidió de los dos jóvenes, deseándoles buenas noches.
Al llegar a casa, abrió un cajón y de él sacó una lista que contenía once nombres.
Trazó una cruz ante cuatro de aquellos nombres. Luego meneó la cabeza titubeando.
—Me parece que ya lo sé —murmuró para sí—. Pero quiero estar muy seguro. Il faut continuer.
Capítulo XVII
En Wandsworth
El señor Mitchell estaba dando cuenta de un plato de salchichas cuando le anunciaron que un caballero deseaba verle.
El camarero se sorprendió al enterarse de que la visita era nada menos que el señor bigotudo, que era uno de los pasajeros del avión en aquel viaje fatal.
Monsieur Poirot se mostró muy afable y cortés, insistiendo en que el señor Mitchell siguiera con su cena y deshaciéndose en cumplidos con la señora Mitchell, que lo contemplaba boquiabierta.
Aceptó una silla, comentó que hacía mucho calor para lo avanzado del año y, poco a poco, entró en el tema de su visita.
—Me parece que Scotland Yard progresa muy poco en las indagaciones del caso.
Mitchell meneó la cabeza.
—Es un asunto asombroso, señor. No sé qué van a descubrir. Si ninguno de los que estábamos en el avión vimos nada, va a ser muy difícil para los que no estaban allí.
—Muy cierto lo que dice.
—Henry está muy preocupado por lo sucedido —apuntó la mujer—. No puede dormir por las noches.
El camarero se explicó:
—Es terrible, pero no me lo puedo quitar de la cabeza. La compañía se ha portado muy bien conmigo, porque le confieso que, al principio, temí que podría perder el puesto.