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—No podían despedirte, Henry. Eso no hubiera estado bien.

La mujer hablaba con resuelto convencimiento. Era una señora alta y robusta, de ojos saltones y negros.

—No siempre salen tan bien las cosas, Ruth. Incluso han salido mejor de lo que esperaba. No me han echado las culpas, pero me sentía culpable. Ya me comprende. Después de todo, yo era el encargado.

—Me doy cuenta de sus sentimientos —observó Poirot en tono comprensivo—. Pero le aseguro que es usted muy puntilloso con su conciencia. Nada de lo sucedido es culpa suya.

—Eso le digo yo, señor—medió la señora Mitchell.

Mitchell meneó de nuevo la cabeza.

—Pero yo debía haber advertido que la señora estaba muerta mucho antes. Si hubiera procurado despertarla la primera vez que le presenté la cuenta...

—No hubiera habido diferencia. Según los médicos, la muerte fue instantánea.

—No hace más que darle vueltas al caso —intervino la mujer—. Yo le digo que no piense más en eso. Cualquiera adivina las razones que tienen los extranjeros para matarse unos a otros y ¡qué quiere que le diga!, haber hecho eso a bordo de un avión británico es de mala ley.

Acabó la frase con un indignado bufido patriótico. Mitchell meneó la cabeza perplejo.

—El crimen pesa sobre mí, por decirlo así. Cuando estoy de servicio, estoy con unos nervios.... Y esos señores de Scotland Yard no paran de preguntarme si noté algo anormal durante el viaje o si ocurrió algo insólito. Temo haberme olvidado de algo, aunque estoy seguro de que no. Fue aquel el viaje más normal hasta... hasta que ocurrió aquello.

—Cerbatanas y flechas paganas, como yo les llamo —señaló la señora Mitchell.

—Tiene usted razón —aceptó Poirot, dirigiéndose a ella con un aire de sorpresa ante la observación—. Un asesinato británico no se comete así.

—Tiene razón, señor.

—Me parece, señora Mitchell, que adivinaría de qué parte de Inglaterra es usted.

—De Dorset, señor. No muy lejos de Bridport. De allí soy.

—Exacto. Un adorable rincón del mundo.

—Sí que lo es. Londres no se puede comparar con Dorset. Mi familia hace casi doscientos años que se estableció en Dorset, y yo llevo Dorset en la sangre, como se diría.

—Sí, no hay duda —y Poirot se volvió de nuevo hacia el camarero—. Me gustaría preguntarle una cosa, Mitchell.

Las cejas del camarero se contrajeron.

—Ya he dicho todo lo que sabía, señor. ¿Qué más puedo decir?

—Sí, sí, no se trata más que de una tontería. Me gustaría saber si vio algo fuera de lugar en la bandeja de madame Giselle.

—¿Quiere decir cuando... cuando descubrí...?

—Sí, cualquier cosa... cucharas y tenedores, el salero... cualquier cosa.

El camarero meneó la cabeza.

—No había nada de eso. Todo fue retirado para servir el café. Yo no noté nada, y debería haberlo hecho. Estaba demasiado aturdido. Pero la policía lo sabrá, porque examinó minuciosamente todo el avión.

—Está bien —aceptó Poirot—. No importa. De todos modos tengo que hablar con Davis, su compañero.

—Ahora hace el vuelo de las ocho cuarenta y cinco, señor.

—¿Le ha impresionado mucho el asunto?

—¡Oh! Verá usted, hay que tener en cuenta que es muy joven. Si le he de decir la verdad, casi le ha divertido. Está emocionado y todo el mundo le invita a tomar copas para oírle contar el caso.

—¿Sabe usted si tiene novia? —preguntó Poirot—. Sin duda le impresionaría mucho saber que estaba relacionado con un crimen.

—Corteja a la hija del viejo Johnson, el de Crown and Feathers —señaló la señora Mitchell—. Pero es una muchacha muy juiciosa y tiene la cabeza muy bien sentada. Le disgusta verse mezclada en un asesinato.

—Es un punto de vista muy respetable —concedió Poirot levantándose—. Bueno, gracias, señor Mitchell, créame, no piense más en eso.

Cuando se hubo ido, Mitchell le dijo a su mujer:

—¡Y pensar que aquellos bobos del jurado creyeron que lo había hecho él! Si quieres que diga lo que pienso, creo que pertenece a la policía secreta.

—Si quieres que lo diga yo —replicó la mujer—, detrás de todo eso andan los bolcheviques.

Poirot había dicho que hablaría con el otro camarero, con Davis. Y he aquí que no transcurrirían muchas horas sin que satisficiera sus deseos en el bar del Crown and Feathers.

Le preguntó lo mismo que a Mitchell.

—Nada en desorden, no, señor. ¿Quiere usted decir si cada cosa estaba en su sitio?

—Quiero decir... bueno, si faltaba algo de su bandeja, por ejemplo, o si había en ella algo que no debiera estar.

—Algo de eso había. Me fijé cuando estaba recogiendo el servicio, después que la policía hiciese su trabajo, pero supongo que no se refiere usted a eso. Solo que la difunta tenía dos cucharillas de café en su platillo. Esto pasa a veces cuando servimos con prisas. Me fijé porque hay una superstición al respecto. Dicen que dos cucharillas en un mismo plato significan boda.

—¿Faltaba la cucharilla en algún otro plato?

—No, señor, al menos no lo noté. Mitchell y yo debimos ponerla inadvertidamente, como sucede a veces. Yo mismo puse dos servicios de pescado hace cosa de una semana. Más vale eso que dejar la mesa incompleta, porque luego hay que correr a buscar otro cuchillo o lo que te hayas olvidado.

Poirot hizo aún otra pregunta, muy atrevida por cierto:

—¿Qué le parecen las muchachas francesas, Davis?

—Las inglesas son suficientemente buenas para mí, señor.

Dirigió una abierta sonrisa a una rubia y rolliza muchacha apostada tras la barra.

Capítulo XVIII

En Queen Victoria Street

El señor James Ryder se mostró sorprendido cuando le entregaron la tarjeta en que se leía el nombre de monsieur Hércules Poirot.

Aquel nombre le era familiar, aunque en aquel instante no podía recordar por qué. Y enseguida se dijo:

—¡Oh, aquel tipo! —y mandó al empleado que lo dejase pasar.

Monsieur Hércules Poirot apareció muy alegre, con un bastón en la mano y una flor en la solapa.

—Espero que me perdonará usted la molestia. Vengo por ese enojoso asunto del asesinato de madame Giselle.

—¿Sí? Bueno, ¿y qué pasa con eso? Siéntese, haga el favor. ¿Quiere un puro?

—No, gracias. No fumo más que mis cigarrillos. ¿Le apetece a usted uno?

Ryder miró los delgados cigarrillos de Poirot con aire de duda.

—Prefiero fumar de los míos, si no le importa. Temo que, a la menor distracción, me tragaría una cosa tan delgada —y rió de buena gana—. El inspector estuvo aquí hace unos días —prosiguió el señor Ryder cuando logró, por fin, encender su mechero—. ¡Qué gente tan molesta! ¡Valdría más que se ocuparan de sus asuntos!

—Es que necesitan informarse —puntualizó Poirot melosamente.

—Pero no veo por qué tienen que ofender a nadie para eso —replicó el señor Ryder con amargura—. Uno tiene sus sentimientos y ha de pensar en la reputación de su negocio.

—Quizá es usted algo quisquilloso.

—Me encuentro en una situación delicada —afirmó el señor Ryder—. Figúrese que yo estaba justo frente a ella. Esto es sospechoso, supongo, pero no tengo yo la culpa de que me dieran ese asiento. Si hubiera sabido que iban a matar a esa mujer, no hubiera hecho el viaje en ese avión. Aunque no sé, tal vez sí.

Se quedó un momento pensativo.

—¿Acaso puede usted decir que no hay mal que por bien no venga? —le preguntó Poirot.

—Es curioso que me haga usted esa pregunta. Sí o no, según como se mire. Quiero decirle que me han molestado mucho, que me han colgado el sambenito y que se han insinuado ciertas cosas. ¿Y por qué yo, digo? ¿Por qué no van a molestar a ese doctor Hubbard o Bryant? Los médicos son los que entienden de venenos virulentos que no dejan huellas. ¿De dónde iba a sacar yo ese veneno de serpiente? ¿Me lo quiere decir?