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—Decía usted que al lado de los inconvenientes...

—¡Ah, sí! Hay un lado bueno en todo esto. No me avergüenza confesarle que he ganado una bonita suma con la prensa. Declaraciones de un testigo presencial. Aunque podía más la imaginación del periodista que lo que yo declaraba, y al final no fue ni una cosa ni otra.

—Es interesante —comentó Poirot— cómo afecta un crimen a gente que nada tiene que ver con él. Usted mismo se gana de un modo inesperado una bonita suma, que a lo mejor le habrá venido bien en estos momentos.

—El dinero nunca molesta —afirmó el señor Ryder, dirigiendo a Poirot una intensa mirada.

—A veces lo necesitamos de un modo imperioso. Por el dinero los hombres estafan y roban —Agitó las manos—. Y luego se complican las cosas.

—Bueno, no nos amarguemos la vida —añadió el señor Ryder.

—Cierto, ¿para qué contemplar las cosas en su aspecto más sombrío? Ese dinero le habrá venido muy bien, ya que en París no pudo obtener el préstamo.

—¿Cómo diablos sabe usted eso? —preguntó el señor Ryder molesto.

Hércules Poirot sonrió.

—Fuera como fuese, es cierto.

—Muy cierto, pero tengo mucho interés en que no se difunda.

—Le aseguro que soy la discreción en persona.

—Es curioso —masculló el señor Ryder— que una suma tan insignificante pueda salvar una empresa de la bancarrota. Una pequeña cantidad para ponerse de momento a cubierto de la crisis y, si uno no puede obtener esa pequeña cantidad, al diablo su crédito. Vaya, ¡es condenadamente raro! ¡El dinero es raro! ¡El crédito es raro! Convenga usted en que la vida es muy rara.

—Es una gran verdad.

—Y a propósito: ¿de qué quería usted hablarme?

—Es algo delicado. En el cometido de mi trabajo, me han llegado noticias de que, a pesar de sus negativas, tuvo usted tratos con esa Giselle.

—¿Quién se lo ha dicho? ¡Eso es mentira! Nunca había visto a esa mujer!

—¡Caramba! ¡Pues es curioso!

—¿Curioso? Es una infamia.

—¡Ah! Tendré que ponerlo en claro.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué se propone?

—No se enfade, no se enfade. Debe de ser un error.

—¡Pues claro que lo es! ¡Confundirme a mí con esa gentuza de la alta sociedad que vive de los prestamistas! Esas damas que se endeudan en las mesas de juego, ellas eran sus presas.

Poirot se levantó.

—Perdóneme si me he informado mal —Se detuvo en la puerta—. Y a propósito, por mera curiosidad: ¿por qué ha llamado doctor Hubbard al doctor Bryant?

—Que me cuelguen si lo sé. ¡Ah, sí! Creo que debe de haber sido por la flauta. «El perro de la tía Hubbard», esa canción de cuna: «Pero cuando llegó a casa, tocaba el perro la flauta». Es curioso como he confundido los nombres.

—¡Ah, sí! La flauta. Estas cosas me interesan psicológicamente, ¿comprende?

El señor Ryder hizo una mueca al oír la palabra psicología y todo aquel maldito galimatías del psicoanálisis.

Miró a Poirot con cara de sospecha.

Capítulo XIX

La visita del señor Robinson

La condesa de Horbury estaba en el dormitorio de su casa de Grosvenor Square, sentada ante su tocador repleto de cepillos con mango dorado, tarros de crema para la cara, polveras y demás artículos de belleza. Pero, en medio de todo aquel esplendor, la señora tenía los labios secos, y el enrojecimiento de sus mejillas no se debía solo al colorete. Releyó la carta por cuarta vez.

Condesa de Horbury.

Ref: muerte de madame Giselle.

Apreciada señora:

Obran en mi poder ciertos documentos que conservaba la difunta. Si a usted o al señor Raymond Barraclough les interesa el tema, tendré el honor de hacerles una visita para llegar a un acuerdo.

Dígame si prefiere que arregle este asunto con su marido.

Su affmo.

JOHN ROBINSON

Era estúpido leer aquello tantas veces.

¡Como si las palabras pudieran cambiar de significado!

Cogió el sobre, dos sobres. El primero con la palabra «Personal», y el segundo, con la advertencia «Reservado y muy confidencial».

«Reservado y muy confidencial.»

¡La muy zorra!

¡Y pensar que la bruja embustera juraba haber tomado todas las precauciones para proteger a los clientes de cualquier contingencia!

Maldita francesa. La vida era un infierno.

¡Dios mío, estos nervios!, se dijo Cicely. ¡No es justo, no es justo!

Con mano temblorosa abrió un frasquito con tapón de oro. Esto me calmará, me pondrá en forma.

Aspiró los polvos que contenía el frasquito.

¡Mucho mejor! Por fin podía pensar. ¿Qué hacer? Recibir a aquel tipo, desde luego. Pero ¿dónde encontraría dinero prestado? Tal vez, con un poco de suerte, en aquel lugar de Carlos Street.

Tiempo habría para pensar en eso. Ante todo, hablar con aquel tipo, averiguar lo que sabía.

E inclinándose sobre el escritorio escribió con aquella mala letra suya:

La condesa de Horbury saluda al señor John Robinson y le comunica que le recibirá mañana, si puede visitarle usted a las once.

—¿Estoy bien? —preguntó Norman.

Enrojeció ligeramente al ver la sorprendida mirada de Poirot.

Nom d'un chien! —exclamó este—. ¿Qué comedia cree que va a representar?

Norman Gale enrojeció aún más.

—Me dijo usted que cierto disfraz sería adecuado.

Poirot suspiró y, cogiendo a Norman de un brazo, lo llevó frente al espejo.

—¡Mírese! Es todo lo que le pido: ¡mírese! ¿Quién se figura usted que es? ¿Un Santa Claus disfrazado para divertir a los niños? Ya sé que no lleva barba blanca, no. La barba es negra, como la del traidor de un melodrama. ¡Pero qué barba, una barba que clama al cielo! Es una barba barata, amigo mío, y puesta con tan poca gracia que avergonzaría a un aficionado! ¡Y además, las cejas! ¿Es que tiene usted la manía del pelo postizo? Se huele a goma a varios metros y, si cree usted que no se nota ese algodón que se ha metido en los carrillos, se equivoca. Amigo mío, este no es su oficio. Decididamente, representar este delicado papel no es su oficio.

—Tiempo atrás trabajé en un teatro de aficionados —aseguró Norman Gale muy tieso.

—Cuesta creerlo. En todo caso, me parece que no le permitirían caracterizarse a su modo. Ni a la luz de las candilejas convencería usted a nadie. Imagine en Grosvenor Square y a la luz del día.

Poirot se encogió elocuentemente de hombros para acabar la frase.

—No, mon ami, debe usted ser un chantajista y no un cómico. Deseo que atemorice usted a esa dama, no que se muera de risa. Ya sé que le molesta que le diga esto. Lo siento, pero estamos en unas circunstancias en que solo nos sirve la verdad. Quítese esto y eso. Vaya al cuarto de baño y acabemos con esta comedia.

Norman Gale obedeció y, cuando volvió a salir un cuarto de hora después, con la cara del color del ladrillo rojo, Poirot lo acogió con un ademán de aprobación.

Tres bien. Se acabó la farsa y empieza el negocio en serio. Le dejaré llevar un bigotillo, pero me va a permitir que se lo ponga yo... Así. Y ahora peinado de otro modo... Así. Con esto basta. Veamos ahora si recuerda su papel.

Escuchó atentamente lo que Norman decía y aprobó:

—Está bien. En avant y buena suerte.

—No deseo otra cosa. Probablemente me encontraré con un marido furioso y una pareja de guardias.