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Poirot lo tranquilizó.

—No tema. Todo saldrá a pedir de boca.

—Eso dice usted —protestó Norman.

Con gran desaliento, se lanzó a la desagradable aventura.

En Grosvenor Square, le condujeron a un saloncito del primer piso y, a los pocos minutos, se presentó lady Horbury.

Norman dominó sus nervios. Bajo ningún concepto debía revelar que era un novato en aquellas lides.

—¿El señor Robinson? —preguntó Cicely.

—Servidor de usted —contestó Norman inclinándose.

¡Diablos! Como un viajante de comercio, pensó con disgusto. ¡Es terrible!

—Recibí su carta —aceptó Cicely.

Norman se dominó. ¡Y pensar que aquel viejo tontaina creía que no sabría actuar!, se dijo, sonriendo para sus adentros.

En voz alta y casi insolente, contestó:

—Exacto. ¿Y qué me responde usted entonces, lady Horbury?

—No sé qué pretende usted.

—Vamos, vamos, ¿para qué entrar en detalles? Todos sabemos lo agradable que es pasarse aunque solo sea un fin de semana en la playa. Pero los maridos casi nunca están de acuerdo. Creo que ya sabe usted, lady Horbury, en qué consisten las pruebas. Admirable mujer, la vieja Giselle. Siempre se procuraba los comprobantes: el registro en el hotel, etcétera. Son de primera clase. Ahora se trata de saber quién los desea más: si usted o lord Horbury. Esa es la cuestión.

Ella se echó a temblar.

—Yo vendo —insistió Norman con una voz que se hacía más firme a medida que le iba tomando gusto al papel del señor Robinson—. ¿Compra usted? De eso se trata.

—¿Cómo ha conseguido usted esa prueba?

—Poco importa cómo. El caso es que la tengo, lady Horbury.

—No me inspira confianza. Muéstremela.

—¡Ah, no! —rechazó Norman, meneando la cabeza y mirando a su interlocutora de soslayo—. No llevo nunca nada encima. No soy tan cándido como para eso. Si cerramos el negocio, eso es otra cosa. Entonces le enseñaré el documento antes de que me entregue el dinero. Juego limpio y sin trampas.

—¿Cuan... cuánto?

—Diez mil de las mejores libras, no dólares.

—¡Imposible! ¡Nunca podré conseguir esa cantidad!

—Puede usted hacer milagros si quiere. No es oro todo lo que reluce en nuestros días, pero las perlas son siempre perlas. Mire, para hacerle un favor a una dama, se lo dejaré en ocho mil. Es mi última palabra. Y le concederé dos días para pensarlo.

—No podré conseguir el dinero, se lo aseguro.

Norman suspiró y meneó la cabeza.

—Bueno, acaso lo mejor será que lord Horbury se entere de lo que ha pasado. No sé si me equivoco al pensar que una mujer divorciada por su culpa no tiene derecho a compensación, y el señor Barraclough es muy buen actor, pero aún no gana lo suficiente. Ni una palabra más. Le daré tiempo para pensarlo, pero tenga por seguro que cumpliré lo que digo. —Tras una pausa, añadió—: Y lo haré como Giselle lo hubiera hecho.

Y sin dar tiempo a que la afligida señora le replicara, salió precipitadamente.

—¡Uff! —respiró cuando se vio en la calle—. ¡Gracias a Dios que ha terminado!

Apenas había transcurrido una hora, cuando lady Horbury leyó la tarjeta que le entregaron.

MONSIEUR HERCULES POIROT

—¿Quién es? —preguntó, volviéndose rápidamente—. No puedo recibirle.

—Dice, milady, que viene de parte del señor Raymond Barraclough.

—¡Ah! Muy bien, hágalo pasar.

El mayordomo desapareció para anunciar al poco rato:

—Monsieur Hércules Poirot.

Vestido con la elegancia de un dandy, monsieur Poirot entró y se inclinó reverente.

El mayordomo cerró la puerta. Cicely avanzó un paso.

—¿Le manda a usted el señor Barraclough?

—Siéntese, señora —ordenó él, afable pero autoritario.

Ella se sentó maquinalmente. Él ocupó una silla a su lado, mostrando una conducta paternal y tranquilizadora.

—Señora, le ruego que vea en mí a un amigo. Vengo a aconsejarla. Sé que se encuentra usted en un grave apuro.

—No —murmuró ella débilmente.

Écoutez, madame, yo no vengo a que me descubra usted ningún secreto. No hace falta, porque yo ya lo sé todo. En esto precisamente consiste ser un buen detective.

—¿Un detective? —repitió ella, abriendo mucho los ojos—. Ya recuerdo, estaba usted en el avión. Era usted.

—Exacto, era yo. Ahora, señora, vayamos al asunto. Como le he dicho, no pretendo que se me confíe. No quiero que empiece a contarme cosas. Ya se las contaré yo. Esta mañana, aún no hace una hora, ha recibido usted una visita. ¿El caballero que la ha visitado no era Brown por casualidad?

—Robinson —señaló Cicely con voz desfallecida.

—Es el mismo: Brown, Smith, Robinson, según convenga. Ha venido a hacerle chantaje, señora. Posee ciertas pruebas de lo que podríamos llamar... una indiscreción. Estas pruebas estuvieron antes en poder de madame Giselle. Ahora las tiene ese tipo. Se las ofrece a usted quizá por siete mil libras.

—Ocho mil.

—Ocho mil pues. ¿Y usted no podrá reunir ese dinero fácilmente, señora?

—Imposible, del todo imposible. Ya estoy endeudada. No sé qué hacer.

—Tranquilícese, señora. He venido a ayudarla.

Ella le miró, sorprendida.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Es muy sencillo, señora, porque soy Hércules Poirot. Eh bien, no tenga reparos, deje usted el asunto en mis manos. Ya me las arreglaré yo con el señor Robinson.

—Claro —corroboró Cicely con intención—. ¿Y cuánto quiere usted?

Hércules Poirot hizo una reverencia.

—Solo quiero una fotografía dedicada por una dama muy hermosa.

—¡Dios mío! —exclamó ella—. No sé qué hacer. Mis nervios. Me estoy volviendo loca.

—No, no, todo va bien. Confíe en Hércules Poirot. Pero, señora, necesito saber la verdad, toda la verdad. No me oculte ningún detalle o me veré atado de pies y manos.

—¿Y me sacará usted de este apuro?

—Le juro solemnemente que nunca más oirá usted hablar del señor Robinson.

—Está bien. Se lo contaré todo.

—Bueno, veamos. Usted recibió dinero prestado de esa mujer, de Giselle.

Lady Horbury asintió.

—¿Cuándo fue eso? Quiero decir cuándo empezó.

—Hace año y medio. Me encontraba en un callejón sin salida.

—¿Debido al juego?

—Sí. Tuve una racha espantosa.

—¿Y le dejó todo lo que usted necesitaba?

—Al principio, no. Solo una pequeña cantidad al principio.

—¿Quién se la recomendó?

—Raymond... el señor Barraclough me dijo que aquella mujer prestaba a las señoras de la buena sociedad.

—¿Y luego le prestó más?

—Sí, todo cuanto necesitaba. Entonces me pareció un milagro.

—Esos eran los milagros que hacía madame Giselle —observó Poirot secamente—. Antes de eso, ¿usted y el señor Barraclough ya se habían hecho amigos?

—Sí.

—Pero ¿le aterraba la posibilidad de que su marido se enterase?

—Stephen es un cerdo —gritó Cicely rabiosa—. Se ha cansado de mí y desea casarse con otra. Daría saltos de alegría ante la posibilidad de un divorcio.

—¿Y usted no quiere divorciarse?

—No. Yo... yo...

—Usted está satisfecha de su posición y disfruta de una renta importante. Perfectamente. Les femmes, claro está, deben pensar en ellas ante todo. Pero, volviendo al préstamo, ¿surgieron dificultades para su devolución?

—Sí, no pude devolverle lo que le debía. Y luego la vieja bruja lo lió todo. Ella estaba enterada de mis relaciones con Raymond. Se informó, no sé cómo, de nuestros lugares de reunión, de las fechas, de todo.

—Tenía sus métodos —explicó Poirot secamente—. ¿Y la amenazó con mostrar las pruebas a lord Horbury?

—Sí, a no ser que le pagase.